Simulacro
Rafael Suárez Plácido
Isla de Siltolá, 2013. Colección «Tierra»
ISBN: 978-84-15593-44-7
116 páginas
9 €
Alejandro Luque
El diccionario de la Real Academia reserva diversas acepciones para la palabra «extrañar». Una es “Ver u oír con admiración o extrañeza algo”. Otra, “Echar de menos a alguien o algo, sentir su falta”. Una más: “Apartar, privar a alguien del trato y comunicación que se tenía con él”. También esta: “Desterrar a país extranjero”. He acudido a tan egregia fuente porque el último poemario de Rafael Suárez Plácido, casi desde la primera página, me sugería la idea de que tendría que haberse titulado Extrañamiento, y no como se titula en realidad: Simulacro.
Para este autor sevillano, la poesía resulta a menudo una forma de tomar distancia de sí mismo, algo así como alejarse de su propia identidad para luego, con la adecuada perspectiva, autoanalizarse. Y el resultado tiene siempre algo de extrañamiento, por lo que supone de desplazamiento, como por las nostalgias y los asombros que dicho ejercicio comporta. Dicho así puede sonar muy enrevesado, pero invito a los lectores a hacer la prueba a través de dos medios al alcance de casi todos: la memoria y el viaje.
La memoria, y más cuando se apoya en fuentes documentales –fotografías, imágenes de vídeo, cartas– nos expone casi siempre a sorpresas. No es nada raro que, conforme pasan los años, nos cueste cada vez más identificarnos con el chaval que sonríe en una instantánea en cualquier álbum familiar, o con el jovenzuelo letraherido que emborronaba folios con versos encendidos. Simulacro está lleno de esa memoria perpleja, que lleva al autor a preguntarse “¿dónde estuve yo hasta los treinta años?”, o a decir, por ejemplo: “Yo no escogí terminar siendo el copista/ de un puñado de versos,/ mientras tú,/ ¿estás ahí?/ los reconoces y mejoras/ viviéndolos como si fueran tuyos”.
El viaje es también extrañamiento. El destierro, el desarraigo, no siempre es trágico, como se entendía en la antigüedad. También es nuestra oportunidad para ser otros, para alejarnos no solo de nuestro paisaje cotidiano, sino también de ese yo que deambula por él. La mirada de los otros, de los no habituales, también nos transfigura. Y nosotros mismos nos sorprendemos, cuando estamos lejos de casa, con ciertas reacciones que tal vez no creíamos propias de nuestro temperamento. Suárez Plácido se mira, desde el aquí y el ahora, caminando por Marrakech, o por París, o por Kyoto, da igual si extrayendo imágenes de su memoria o proyecciones de su deseo; no para ser otro, sino para ser él mismo desde el ámbito de lo diferente, para reinventarse.
Hay poetas que parecen abrirse en canal para mostrarnos las grandezas y las miserias que albergan en su interior. Otros, como Suárez Plácido, parecen más bien sentarse a nuestro lado en una sala de proyección, antes de dar la orden de que empiece a correr la película que él mismo protagoniza. ¿Quién es el poeta real, el que discurre en la pantalla o el que comenta la jugada en la butaca de al lado? ¿Y quién dijo que ese dato tenga importancia? El espectáculo –si se me permite la expresión– al final no se basará en una cosa ni en la otra, sino en la tensión resultante entre ambas. Así lo parece cuando el autor asevera en más de una ocasión “no voy a hablar más de mí”… para volver de inmediato a hablar de sí mismo. No puede ser de otro modo, pues en el epílogo del libro se señala con agudeza que “el opuesto del simulacro [es decir, al juego literario que reemplaza a la vida] no es la verdad, es el silencio”.
Pienso que todo ello es deliberado, pues Suárez Plácido, a la sazón crítico literario –no solo en Clarín, Turia o El Cuaderno, como indica la biografía de solapa, sino también en portales tan dignos como Estado Crítico–, no ignora que hay muchas formas de condicionar la óptica del lector, de llevarlo al ángulo exacto desde el que queremos ser contemplados. Personalmente, he disfrutado más los poemas de recuerdo a las mujeres amadas o esos ‘haikus’ de alta concentración emocional (Como a la luna/las nubes me delatan./ ¡Estoy tan solo!), y algo menos aquellos que se fundan sobre anécdotas más o menos vagas o “canallas”, como las define el autor. Los tonos más desenfadados o irónicos y los más graves me parecen, en cambio, perfectamente equilibrados.
Tal vez medio centenar de poemas sean demasiados para mantener un tono general alto, tal vez no habría estado de más podar algunas piezas. Sea como fuere, estamos ante un notable paso adelante respecto al estimable debut poético del sevillano, El descubrimiento del Bósforo, cuyas páginas venían no obstante lastradas por algunas ingenuidades y precipitaciones que aquí, afortunadamente, brillan por su ausencia. Los lectores fieles encontrarán a un Suárez más maduro y seguro de su voz; los recién llegados no serán insensibles a las verdades que contiene este Simulacro, a cuanto de propio y de extraño encuentren en él.
Muchas gracias, de nuevo, por tu amable lectura, Alejandro. Un abrazo.