ALEJANDRO LUQUE | A diferencia del cine, para mí fuente de terrores incurables desde niño, son muy pocos los libros que me han asustado. Los clásicos del género –Stoker, Mary Shelley, Poe, Lovecraft– solo me han dado gozo, mientras que los maestros contemporáneos como Stephen King o Clive Barker apenas han llegado más allá del eventual y lúdico escalofrío. En cambio, todavía no soy capaz de ver entera El resplandor, a pesar de mi devoción sin reservas por Kubrick, y mi cuerpo reacciona con un violento rechazo ante Viernes 13 o La matanza de Texas: traumas infantiles o vaya usted a saber.
Sí recuerdo haberme aterrorizado con dos relatos de un escritor cubano casi olvidado en nuestro país –como tantas cosas buenas– llamado Virgilio Piñera. Poeta, narrador y dramaturgo, Piñera fue uno de esos prodigios surgidos de esa isla prodigiosa al que la Revolución castrista pilló ya talludito y vacunado de utopías. El libro que contiene los citados cuentos lleva por título Muecas para escribientes, y recuerdo muy bien la portada de la edición de Alfaguara, con el detalle de unos labios sonrientes por los que asomaban, como colmillos afilados, una fila de lápices de colores.
Recuerdo también que, por capricho, empecé a leer desde el final, de modo que el primer relato fue el titulado Un fogonazo. La historia me cautivó, y me sobrecogió, de inmediato: Gladys, la protagonista, sufre un pinchazo en una rueda de su coche. Como su amigo Alberto vive cerca, decide pedirle ayuda. Abre la puerta un hombre llamado Juan, la invita a pasar, y en el interior se encuentra una escena insólita: Alberto, vestido de sacerdote, está oyendo en confesión a una mujer desnuda. Casi sin advertirlo, Gladys se ve involucrada en una situación kafkiana, en la que el hombre desconocido les impone por la fuerza una serie de conductas indeseables. Yo lo leí con el pulso acelerado y casi sin respirar.
Seguí avanzando de atrás hacia adelante, reconociendo esa forma de descoyuntar la realidad con la que ya me había familiarizado en otros libros de Piñera. Hasta que llegué al otro relato que me erizó la piel desde la coronilla hasta los pies. Salón Paraíso. Un amigo recomienda a otro visitar un espectáculo insólito, pero del que se resiste a dar detalles. El otro se convence, llega a tiempo al lugar, y allí le indican que puede optar por verlo desnudo o vestido. Decide desnudarse y toma asiento. El amigo no había mentido: lo que sigue es un baño que lo sume en un éxtasis inefable.
¿Por qué estas historias me provocaron tanto estremecimiento unas dos décadas atrás? He vuelto sobre aquel libro y las he releído para no depender de aquel recuerdo. Debo reconocer que no me han producido el impacto de la primera vez, como una pesadilla que se recuerda a la luz del día. La primera tiene algo de Kafka, un Kafka algo sudoroso, caribe, que ya ha conocido las vicisitudes del siglo XX, sus formas de opresión y de control. “No sé si ignora que hay dos mundos”, dice el misterioso Juan. “El que circunda esta casa y el de la casa misma. La comunicación entre ambos está cortada. Olvídese del mundo exterior y concéntrese en este”.
Salón Paraíso dibuja también un mundo distinto del mundo que conocemos, otra dimensión, naturalmente desconocida. Pero más que de Kafka, tiene algo de Borges –a quien, si no recuerdo mal, Piñera conoció en sus años porteños–, si bien se trata de un Borges lisérgico, visionario por la vía de la química o de algún sucedáneo de cruda irrealidad.
Son, conste, solo impresiones a vuelapluma. Si el lector me lo permite, no querría analizar demasiado estas lecturas, tampoco preguntarme más de la cuenta qué cuerdas pulsaron en mi interior. Aunque hay consenso general sobre las cosas que nos asustan o las que nos hacen felices, creo que los seres humanos somos algo más complejos en el fondo. La literatura sería ese montón de dedos que teclean sin cesar nuestras sensibilidades, sin que sepa nunca qué nota arrancarán, ni cuándo. Quizá cuando menos lo esperamos.
La obra de Virgilio Piñera está llena de pulsaciones inquietantes. Hoy corre el riesgo de pasar a la posteridad por un único y afortunado verso, la maldita circunstancia del agua por todas partes, que ha quedado como emblema de la cubanía. Pero quienes se asomen a su mundo descubrirán mucho, muchísimo más. Y mejor les irá si van prevenidos, porque les será difícil salir indemnes.
En 1961, unos 15 años de escribir estos cuentos, Virgilio Piñera estuvo presente en aquella reunión –léase rapapolvo– de Fidel Castro con los intelectuales cubanos, en la que el comandante pronunció aquella frase –nunca mejor dicho– lapidaria: “Dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada”. Virgilio, homosexual, enjuto, consiguió reunir el valor para decirle a los allí congregados: “Yo no sé ustedes, pero yo tengo miedo, mucho miedo”. Seguramente él tampoco sabía por qué. O sí lo sabía.
Muecas para escribientes (Alfaguara, 1990) | Virgilio Piñera