ELENA MARQUÉS | Somos pulso y respiración. Un cúmulo de humores y mecanismos. Sístole y diástole. Válvulas de una máquina compleja que tiene, además, materia gris para pensarse.
Leyendo los primeros poemas de De la mano del aire¸ de Gregorio Dávila Tena, he vuelto a ser consciente de que lo primero que hacemos al nacer es respirar. En la oscuridad del seno materno, el corazón ya nos latía, cada órgano ejercía su función; pero solo al abandonar el canal del parto el aire invade por primera vez nuestros pulmones («respirar / como el umbral de la vida») y nos hace llorar.
Quizás por eso el simbólico Génesis nos construye de barro y únicamente el soplo de Dios termina de crearnos. Un soplo común a todo ser viviente, que nos aúna («Unidad» se llama precisamente el poema que abre el libro) con la naturaleza («un solo corazón / bombea / toda la sangre del cosmos»). Una música, la del aire, que preside la segunda sección del poemario en el ritmo variado del verso, en el canto que trata de interpretar la confusión del mundo (pero ni siquiera «ningún poema puede ordenar este caos»), poner partituras al enigma. Aunque quizás la vida sea más sencilla y todo consista en aguzar la mirada y abandonarse. En recordar para encontrar el sentido, o dárselo por fin, a lo pasado («Viene la infancia / —antes hueca como una nuez vacía— / vuelve ahora dichosa / con la lumbre de la memoria»), que es siempre recurrente en Dávila, el retorno a sus orígenes, una evocación repleta de agradecimiento. En dejarse enseñar por el viento. Y, en el caso de Dávila, además, por los poetas que, a través de sus glosas y homenajes, desde Machado a Maillard, con Zambrano, Juan Ramón o Pizarnik a la cabeza, siguen respirando.
Sé que estas palabras pueden resultar demasiado inocentes, pero, cuando se llega a una edad, cuando se es consciente de encontrarse nell mezzo del cammin di nostra vita, una, como el anciano del poema «Ciudad otoño», también prefiere relajarse y sonreír. Porque ya las ambiciones se desvanecen o se ven en su justa medida y los placeres tranquilos ocupan el lugar de preferencia. Y, entre esos placeres predilectos, siempre se alza la lectura. Y la lectura para sentirse bien.
He de decir que recorrer las palabras de Gregorio Dávila supone siempre un atisbo de calma. Con una arquitectura en esta ocasión cuatripartita y equilibrada, que pone el acento en cualidades fundamentales para una vida completa y feliz (la paz, la armonía, la flexibilidad, el silencio), el poeta nos hace transitar en De la mano del aire por una intimidad que ya conocemos de obras anteriores, una calma que nos bendice porque nos impulsa a concentrarnos en el presente. En cada una de sus secciones, especialmente en el poema con título común, «Respirar», nos hace conscientes de la grandeza de una operación que creemos mecánica y que, sin embargo, constituye el primer acto poético de la historia… «porque es un acto de comunión». Con el ritmo repetitivo de esos versos, como en una sesión de yoga, Dávila invita a un ejercicio de concentración y disección y repasa todas las implicaciones del aliento, desde el primero («Respirar (1)») hasta el último («Respirar (4)»). Un acto beneficioso para el organismo en el que el lenguaje no importa, pues significa simplemente «Retornar al origen. Ahora la Nada Madre enciende el silencio / y el canto del mirlo deshace la niebla».
Muy novedosa me resulta la composición «Treinta y tres nombres de Dios», que consta del mismo número de poemas brevísimos y que, antecedidos por un pequeño texto que hace referencia a otro con el mismo título de Yourcenar, esboza el rostro de lo que el poeta considera la divinidad. En ellos trasparece un panteísmo sencillo y a veces casi doméstico, definiciones de una naturaleza humanizada, pequeños flashes con aires de haiku y una exquisita sensibilidad que apela a todos nuestros sentidos: la vista («La luz invernal de la tarde / sobre el niño dormido en el vagón»), el oído («Al cesar la lluvia / el canto del mirlo»), el tacto («El abrazo de la hermana mayor / que recoge las lágrimas»), el gusto («La mendiga apura / un chusco de pan / y se acercan los gorriones»), el olfato («La vainilla / el olor de la vainilla»).
Me gustaría dejar también unas últimas palabras para el epiloguista, Isaac Páez, otro gran poeta que ha sabido aprehender, en apenas cuatro párrafos, uno para cada sección del poemario, la esencia de ese «hombre que trata de respirar / por los poros del lenguaje» (son versos de Rafael Cadenas, pero qué bien describen al autor de este libro). Una esencia que formalmente se desarrolla en un lenguaje sencillo, en ocasiones pedestre, incluso con anglicismos que nos introducen en esa sociedad en la que, querámoslo o no, estamos insertos, en cuyo aire nos mecemos porque, utilizando, en esta ocasión yo, un lenguaje pseudobíblico, vemos que es algo bueno, y de ahí que los versos finales terminen precisamente así:
Inspirar la desnudez de la semilla
espirar la ebriedad del girasol
danzar juntos
por el barbecho
por la alegría.
Que así sea.
De la mano del aire (Aliar Ediciones, 2024) | Gregorio Dávila de Tena | 92 páginas | 12,00 euros