Quizás estás celosa porque tu padre te abandonó, porque no te quiere, porque no le importas lo más mínimo como para darte una lección. ¿No lo has estado escuchando? La gente no se molesta en dañar lo que no ama. En sacrificarlo.
CAROLINA EXTREMERA | La ficción está llena de reglas no escritas. Por ejemplo, que en una situación de película de terror, a pesar de que todos sabemos de sobra que nunca hay que separarse, los protagonistas encuentran siempre una excusa para hacerlo y uno acaba muerto. O que las historias de verano deben acabar con lluvia, frío, viento o cualquier elemento meteorológico que nos traiga la proximidad del otoño. Y otra muy importante, la que quiero recalcar en esta reseña, es la norma de que cualquier experimento aparentemente bienintencionado realizado con personas, ya sea de manera azarosa o deliberada que aparezca en un producto de ficción acabará saliendo mal. Hay todo un género dedicado a esta norma, al que pertenecen el libro El señor de las moscas, la película La ola o la serie The wilds.
De esta forma, cuando leemos una novela en la que se recrea el estilo de vida de la edad del hierro, suponemos que cada paso que dan tiene que conducir, necesariamente, a que el asunto se vaya de las manos. Además, esta anticipación no tiene que ser, en principio, perjudicial para la lectura de la novela o estropear las posibles sorpresas o giros en el guion. En principio.
La protagonista de Muro fantasma (Sexto piso, 2020), es Sylvie, una chica de 17 años cuyo padre, Bill, aficionado a la antropología, la lleva junto a su madre, Alison, a pasar el verano acompañando a un profesor universitario y a sus alumnos que van a establecerse durante un tiempo en el campo, al norte de Inglaterra, para vivir como las tribus de la edad del hierro. Durante un par de semanas duermen en cabañas, recolectan bayas, visten con túnicas y tratan de realizar rituales. El profesor y sus alumnos viven la experiencia de forma lúdica, cayendo en anacronismos cuando es necesario en pro de la comodidad. Sin embargo, a Sylvie y a su madre se les exige mucho más. En primer lugar, porque el padre sí parece necesitar reproducciones lo más exactas posibles y, en segundo, porque pronto nos damos cuenta de que tanto la hija como la madre están demasiado acostumbradas a estar bajo el control absoluto de Bill y a anticipar con espanto las consecuencias de que no esté satisfecho. Estamos ante un personaje que es un conductor de autobuses de clase media baja cuya afición por la Britania prerromana es una obsesión nacionalista. De hecho, el nombre completo de su hija es Sulevia, un nombre que él juzga verdaderamente autóctono. No creo que sea casual que Sarah Moss haya decidido escribir esta novela donde la figura más controvertida añora un pasado auténticamente británico justo ahora, tras el Brexit. “De acuerdo, dijo Pete, te refieres a que le gusta la idea de que, en algún lugar, hay una identidad británica original, a que si se remontara a tiempos muy remotos encontraría a alguien que no fuera extranjero”.
Sylvie no es solo la protagonista, sino también la narradora y a través de sus ojos vemos el entorno natural, descrito con maestría no solo en su belleza sino también en su carácter amenazador y oscuro. Percibimos cómo ella se acerca al paisaje de un modo antiguo, ancestral. “Con los mocasines te mueves de un modo diferente, vives de otro modo la relación entre los pies y la tierra. Caminas rodeando las piedras en lugar de pisarlas, sientes la textura, la calidez de los diversos tipos de juncos y hierbas en tus músculos y en tu piel. Los bordes de los escalones, de madera del cercado tocan tus huesos, un guijarro inadvertido te deja sin respiración. Es fácil imaginar cómo una persona podría aprenderse un paisaje con los pies”.
Aprendemos, con sus palabras y pensamientos, a esperar con temor las reacciones de su padre. Me parece que está especialmente bien conseguido el lenguaje y modo de pensar de una persona víctima de maltrato por parte de un hombre que no da la imagen de maltratador, un hombre que a ojos del mundo parece perfectamente razonable. Así, los demás desafían a Bill y a sus normas de forma natural y Sylvie sabe que serán ella y su madre las que pagarán las consecuencias. Nos enseña a nosotros a sentir también ese desconcierto ante la inconsciencia de los demás, ese terror continuo a lo que puede ocurrir si las cosas no resultan como él desea. “Se me hizo un nudo en el estómago. Parad, no sabéis lo que estáis desencadenando, no tenéis ni idea de cómo acabará todo esto, no podéis hablarle así”.
Con todos estos ingredientes y a la vista de la regla no escrita sobre los experimentos sociales realizados en la ficción, es inevitable pasarse toda la novela con un nudo en la garganta, temiendo el estallido final. Sin embargo, el desarrollo de la trama, que se va produciendo poco a poco, no tiene el crescendo que haría falta para llegar a un desenlace en el que ocurra lo que estamos anticipando. Como consecuencia de esto, durante la lectura estaba algo incómoda, molesta porque pensaba que las bases no estaban siendo bien colocadas para que el experimento se fuera de las manos en la medida que yo esperaba. No solo lo esperaba, estaba casi segura de que lo que iba a ocurrir. Luego resultó que no lo sabía y que lo que de verdad sucede es mucho más lógico y está mucho más en consonancia con lo que hay escrito. Y entonces me decepcioné. Así que fue la anticipación la que me estropeó de algún modo lo que podría haber sido una experiencia mucho mejor, si simplemente me hubiera dejado llevar y hubiese visto este libro como lo que es: un recordatorio de la violencia implícita en la antigüedad y en la naturaleza y qué clase de personas son las que están deseando acogerla de nuevo.
El pantano te envuelve herméticamente y claro que se te meterá en la piel, o al menos si que colmará la piel interna de cada orificio y luego se filtrará y dejará regueros en los meandros de tus orejas, se alzará como una marea en tus pulmones, se deslizará, sigiloso y frío, en el interior de tu vagina, te embalsamará desde dentro hacia fuera.
Muro fantasma (Sexto piso, 2020) | Sarah Moss | 144 páginas | 15.50€ | Traducción de Vanessa García Cazorla