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Quien pierde gana

el-gran-juego-textos-y-declaraciones-de-la-revista-le-grand-jeu-1928-1932LUIS MANUEL RUIZ | En 1922, cuatro jóvenes estudiantes coinciden en la clase de ‘troisième’ (nuestro tercero de la ESO) del Liceo de Reims. Todos ellos comparten una afición común por Rimbaud y una ingente ambición: quieren conocer la esencia del universo. Como al parecer las clases que reciben no bastan para el propósito, pronto se lanzan a una búsqueda metódica del más allá, a través de herramientas que rebasan lo extravagante y también lo temerario. Desde el principio, la aventura de René Daumal, Robert Gilbert-Lecomte, Robert Meyrat y Roger Vailland se desplazó por territorios que sólo marginalmente tenían que ver con la poesía (aunque luego se haya pretendido así), y que más bien entran de lleno en las parcelas de la metafísica, el esoterismo o la mística. Una idea se instala en sus jóvenes cerebros, cansados del régimen polvoriento de la ciudad de provincias que les ha tocado habitar: que Occidente les ha engañado; que la racionalidad, el individualismo, el capital, la ciencia, el progreso, la empresa, la patria, la familia, todas esas entelequias de mármol que intentan endosarles diariamente desde la pizarra y el retrato del Jefe del Estado no son más que embustes, ficciones que se han prolongado durante demasiado tiempo, y que la verdad ha de buscarse en otra parte. Dónde es más difícil de decir. La respuesta llega por exclusión: en lo que está fuera de todo lo anterior.

Lecturas calenturientas de filósofos hindúes y las investigaciones de Lévy-Bruhl sobre el alma primitiva les convencen de que lo auténtico y lo ingenuo son sinónimos. Así, declaran añorar el estado prenatal, donde aún no existía diferenciación entre uno y el universo, y eligen como ídolos a los niños, a los analfabetos, a los idiotas: de ahí que la secta (y la palabra debe ser entendida en sentido literal) reciba el nombre de Phrères (sic) Simplistes. Los Simplistas se dicen ángeles caídos, se adjudican nombres secretos (Nathaniel, Coco de Cochilde, la Estirgue, Rog-Jarl), se emborrachan hasta caer muertos, se introducen en el opio (aquí Gilbert-Lecomte, como en tantos otros aspectos, ejercerá de pionero), insultan a los desconocidos, juegan a la ruleta rusa con el revólver del padre de uno de ellos. Juran no pudrirse, no madurar, para lo cual es preciso frenar la edad: consecuentemente, se comprometen por escrito a suicidarse a los dieciocho años. Todos incumplen: debía de haber letra pequeña.

Pero la vorágine está en París. De allí llegan rumores de otro movimiento, mayor y más ruidoso, que habla de sueños, de compulsiones, de pesadillas viscosas y poemas que se escriben solos: el Surrealismo, sobre el que reina sin discusión el omnímodo André Breton. Después de leves reajustes en la formación (sale Maryat y entra Pierre Minet, a quien seguirán Maurice Henry, el pintor Joseph Sima, André Rolland de Renéville y Arthur Harfaux), los Simplistas, que ya no se llaman así, se agencian un patrocinador y acometen la publicación de sus experimentos mediante la redacción de una revista. Ésta llevará finalmente el título de Le Grand Jeu, y conocerá tres sucintos números  entre 1928 y 1932. Un examen de los principales artículos aparecidos, tal y como los presenta esta esmerada edición en castellano de Pepitas de Calabaza, permite entrever cuáles eran los intereses mayores del grupo y en qué medida prolongaban o se habían desligado de los que los animaron en la etapa previa. La fraseología y el aparato circense recuerdan inevitablemente al Dadaísmo y al Surrealismo, eso es obvio, pero también hay la sombra de algo más que sigue antojándose irreductible para los críticos: eso que, a falta de mejor concepto, suele definirse como «búsqueda espiritual», y que tan mal sienta al materialismo mostrenco de nuestros tiempos.

Le Grand Jeu figura con una entrada específica en dos de las principales enciclopedias sobre esoterismo que se han publicado en la última década, y dicha inclusión no es azarosa. Sobrepasando el mero interés por la estética, los caminos de la poesía y del arte, los miembros del grupo se imponen una exploración más radical: el ascenso al Uno, donde se disuelven y desaparecen todas las antinomias. Las prácticas que deben llevarles a ese conocimiento (o gnosis) de sesgo neoplatónico son, en primer lugar, algo que ellos califican de “metafísica experimental”, y que consiste básicamente en la intoxicación y las alteraciones de conciencia derivadas de ella (al alcohol y el opio, Daumal sumará el tetracloruro de carbono, un veneno que sirve para embalsamar insectos y que a él le catapultará a su primer viaje astral); en segundo lugar, está la paramnesia, o uso de la memoria ancestral, que debe remitir, mediante el empleo de la facultad mediúmnica de la imaginación (y aquí el Grand Jeu entronca con la larga tradición que nace en los místicos árabes y pasa por Bruno y Böhme, Blake y Jung), a la existencia previa que nuestra alma llevaba desgajada de su cuerpo presente; en tercer o cuarto lugar, está el resto de experiencias vagamente ocultistas, como la visión extrarretiniana (percepción con ojos vendados), telequinesia y afines. Todas las prácticas señalan en una misma dirección: la razón es un órgano autoritario y estrecho que no registra las auténticas hondonadas de la realidad, así que es preciso superarla y abolirla, hacerle violencia, aprovechar sus resquicios para llegar al otro lado y descubrir lo que esconde.

La antología de Pepitas de Calabaza servirá al curioso para recorrer, como en una exposición o un museo, los principales estadios que los Simplistas atravesaron en su viaje hacia el Absoluto, que finalmente fue también hacia la aniquilación y el vacío (pero ya Dionisio Areopagita, creador de la teología negativa, escribió que Dios está más cerca del no-ser que del ser de sus criaturas): los manifiestos iniciales y las pirotecnias de la sinestesia, las llamadas a la rebeldía y a la renuncia, curiosamente simétricas, poemas, baterías de “rompedogmas”, entrevistas, registros de sesiones de videncia, vindicaciones de Rimbaud, siempre Rimbaud (il s’agît de faire l’âme monstrueuse), viajes astrales, apologías de la drogadicción, libelos contra André Breton y el estalinismo surrealista. Este último texto (“Carta abierta a André Breton”) reviste especial importancia porque será el que marque la disolución de Le Grand Jeu como grupo organizado y disperse a sus miembros entre las vanguardias más prosaicas del siglo en curso. Acosado por el Surrealismo, agobiado por la obligatoria toma de posición en las encrucijadas políticas del momento, Le Grand Jeu publica su último número en 1932. Sus integrantes le sobreviven como mejor pueden: uno se pasa al enemigo, otros desaparecen de la faz de la tierra, otros se hacen funcionarios o novelistas. Sólo Daumal y Gilbert-Lecomte, los dióscuros, mantendrán intacto el espíritu de la cofradía hasta el final; el último morirá de tétanos después de pasearse como un fantasma comido por el opio por los jardines del París de la ocupación; el otro, aplastado por los rigores de la disciplina hinduista, irá consumiéndose hasta morir de inanición. El Gran Juego termina ahí.

El manifiesto del primer número de la revista se abre con la siguiente, salvaje declaración: “El Gran Juego es irremediable; sólo se juega una vez. Nosotros queremos jugarlo todos los instantes de nuestra vida. Se trata, una vez más, de un «quien pierde gana». Porque hay que perderse. Y nosotros queremos ganar”.

El Gran Juego. Revelación-Revolución. Textos y declaraciones de la revista Le Grand Jeu (1928-1932) (Pepitas de Calabaza, 2016), de VV. AA. | 218 páginas | 18 € | Edición de Julio Monteverde

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