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¿Quiénes son los malos?

9788490672143RAFAEL ROBLAS CARIDE | Santiago Corella, alias el “Nani, fue un chorizo madrileño de poca monta al que, entre palo y palo, le cabe el dudoso honor de ser la primera persona desaparecida en una comisaria española tras la instauración de la Democracia. Los hechos se remontan a noviembre de 1983 y, pese a los años ya trascurridos y a las pesquisas posteriores, nadie sabe dato alguno sobre su paradero desde el día de su detención. El “Nani se evaporó aquel aciago jueves de otoño y nunca más volvió a dar señales ni de vida… ni de muerte, ya que su cadáver tampoco ha sido jamás localizado. Para mayor inri, a los pocos meses de la misteriosa desaparición, la policía detuvo a una pareja que confesó la autoría del delito por el que oficialmente se había detenido a Corella: el atraco de una pequeña joyería en la calle del Tribulete que se saldó con la muerte del propietario.

Los abundantes cabos sueltos de la historia y las extraordinarias “casualidades” en torno a la misma -habría que sumar aquí el atraco previo perpetrado por la banda del “Nani” a una joyería leonesa, en el que se logró un botín de cuarenta kilos de oro que nunca se pudo recuperar- no pasaron desapercibidos a la opinión pública durante un proceso judicial que se extendió hasta 1988, fecha en la que definitivamente el tribunal condenó a un comisario y a dos inspectores de policía a un total de 29 años. Los susodichos fueron inculpados criminalmente como responsables de un delito continuado de falsedad documental, de otro delito de detención ilegal con “desaparición forzada” y, aparte, de otras penas menores por torturas y privación de derechos cívicos a detenidos. Con posterioridad, se constataría fehacientemente la existencia de una mafia policial que enviaba al matadero a delincuentes comunes, a los que se les facilitaba con antelación exhaustivos datos sobre los lugares que debían atracar, para sorprenderlos luegoin fraganti durante la consumación del hecho criminal. El “negocio se completaba con la detención o la muerte de los atracadores y con la curiosa desaparición del botín incautado, que nunca regresaba a poder de la víctima legítima. Tras la sentencia y el carpetazo definitivo al caso “Nani, podría afirmarse que la transición se cerraba también en el campo policial, dejando atrás una oscura senda repleta de calabozos sórdidos, agentes corruptos e, incluso, maltratos y torturas frecuentes.

En Talco y bronce, un extraordinario Montero Glez recoge la triste historia del Nani y la reinterpreta, ofreciendo su versión sobre el caso -tal y como hiciera Grosso con el crimen de Los Galindos en Los invitados-, aunque eso sí, desenfocando el protagonismo del desdichado delincuente y proyectándolo sobre una pareja de ficción cuyos nombres responden a los apelativos de el “Chuqueli -Txukeli- y la “Malata. Se construye así un espléndido relato en el que el personalísimo estilo de Montero retrata escrupulosamente el ambiente de aquellos años ochenta que tanto prometían y que en tan poco quedaron.

Surge por tanto entre la nebulosa del humo del “costo, de las siniestras siluetas de los inspectores corruptos de gafas negras y bigotillos recortados, de la prostitución encubierta, del “pico” de “jaco” de primera calidad, del mortal fogueo de las “pipas de extranjis, de los chivatos, del “colorao robado y desaparecido, de la insoportable miseria de los “chabolos del Rancho del Cordobés… la historia ¿de amor? de estos dos personajes marginales que, a lo largo de la novela, van creciendo y rellenando en ‘flash-back’ sus biografías.

El “Chuqueli, machote y aguerrido, “tallado a hachazos”, con un aplomo propio del jefe de la manada. Capaz de dominar con la frialdad de sus ojos a los pobres diablos que componen su banda especializada en asalto a joyerías y almacenes del extrarradio. La “Malata, guapa y maleable, con ese peligro oculto que esconden las muchachas que dejan de un día para otro la adolescencia atrás y se internan de improviso en la ciénaga donde la inocencia se pierde. Él, como delictivo Pigmalión; ella, como criminal lolita que no escatima un detalle de lo que se le enseña. Imprevisibles ambos, caminando de la mano sobre el filo de la navaja hacia ese inesperado final de novela de perdedores que Montero Glez va dejando a la intuición del lector.

Sin embargo, no es únicamente destacable este Talco y bronce por el binomio conformado por sus protagonistas principales. También sorprende -aunque resulta injusto hablar de Montero Glez como sorpresa a estas alturas- no sólo la magistral puesta en escena ochentera de la narración, que retrotrae a la transición española por sus localizaciones y descripciones concretas, sino también por ese trabajo de campo que suponemos que ha realizado el autor para recrear a la perfección ese submundo mal llamado “quinqui” en que se sumerge la trama. En este punto habría que resaltar tanto los usos costumbristas de los actores de la novela, las referencias cinematográficas que la enriquecen, la banda sonora que acompaña su desarrollo (con Manzanita o Los Chichos), como el léxico que utilizan los personajes y que refuerzan la verosimilitud del relato. Y aún más. Como “bonus track, el novelista redondea su actuación con una caracterización tan buena que apabulla. Delincuentes y policías van evolucionando conforme avanzan las páginas del libro, huyendo de arquetipos y confundiéndole las fronteras al lector, que poco a poco se sentirá más identificado -por conmiseración- con el entramado suburbial que con el mundo de los agentes del bien y el orden.

Y aquí es donde realmente hay que aplaudir la valentía de Montero Glez. La moraleja, si es que esta novela tiene realmente una moraleja, es que no debes nunca fiarte de nada ni de nadie. Tampoco de la policía, tan cruel o más que los propios delincuentes. Al fin y al cabo, éstos -al menos los de Talco y bronce– luchan por sobrevivir. Por un “pico y una “papela” de heroína que los salve del mono. Por un poco de justicia entendida a su manera. Por el ansia de ser libres. Por la honra y el honor. Por los que consideran “troncos legales, parte de su familia. Sin embargo, la maldad y la violencia exhibida por los encargados de salvaguardar las leyes va más allá de estos valores heterodoxamente fraternos y románticos. A ellos los mueve la ambición y los alimenta la avaricia y una irrefrenable ganas de ascenso y de poder.

El repeluco -y la tristeza- aparece cuando, analizando y repasando la realidad en la que se basa Talco y bronce, el lector comprueba que la Justicia terminó dándole en 1988 la razón a Montero Glez con su sentencia. Quizás sea por eso por lo que, ante la pregunta que Algaida coloca a pie de portada de este flamante VIII Premio Logroño de Novela, ésa que interpela “¿qué ocurre cuando la policía inspira menos confianza que los propios delincuentes?”, por empatía, a mí se me viene automáticamente a la cabeza ese tatuaje de cinco puntos sobre el dorso de la mano del “Chuqueli” que,  carcelariamente, dicta la respuesta que considero apropiada: “Arriba la golfería, abajo la policía”.

Pues ese grito desesperado -que subvierte el sistema y convierte a los malos en buenos y a los buenos en malos- resume, a mi entender, este Talco y bronce con el que Montero Glez vuelve a destacarse como uno de los grandes narradores del panorama actual. Esperemos que no se haga de rogar tanto entre obra y obra y que pronto nos obsequie con una nueva entrega en forma de novela, con o sin premio de por medio. A ver si es verdad y… ¡Arriba la buena narrativa!

Talco y bronce (Algaida, 2015), de Montero Glez | 311 páginas | 18 € | VIII Premio Logroño de Novela

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