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¿Quieres hacer el favor de leer a Carver, por favor?

e4a333d9733e72c3a32d0b5c82e47fbfbe67b6f0JABO H. PIZARROSO | «¿Había otros hombres, se preguntó entre los humores del alcohol, capaces de mirar un suceso dado de sus vidas y percibir en él el infinitesimal embrión de la catástrofe que habría de cambiar el curso de sus vidas?». Esta cita pertenece al cuento «¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?». Y podría pertenecer a cada uno de los cuentos de este escritor norteamericano muerto en los años noventa de cáncer de pulmón cuando apenas superaba los cincuenta años. Todos tuvimos nuestra etapa Carver y nuestra etapa Bolaño. Ahora vuelve Anagrama, si es que se ha ido en algún momento, lo cierto es que nunca, siempre ha publicado todo lo relacionado con este autor, vuelve, digo, con un libro precioso azul celeste que encajamos en nuestras estanterías como la biblia de Ray.

A Carver lo conocí de boca de Jesús Ferrero en la olvidada y muerta Escuela de Letras de Madrid calle Factor número seis en los años noventa, mientras recitaba un poema en el que un helicóptero rescataba de un árbol el cuerpo exhausto y ahogado de un niño al que la corriente de las lluvias intempestivas de una gota fría había mandado al otro mundo. No sabía mucho de él, y aconsejado por otros compañeros me lancé a la carretera Carver de la mano de Catedral, ¿De qué hablamos cuando hablados de amor?, Tres rosas amarillas, o el libro citado líneas arriba. De manera más bien azarosa uní la lectura de Carver con la lectura de Las nieves del Kilimanjaro de Hemingway y Caballería roja de Isaac Babel. Y en esos años verdes y jóvenes donde las letras malhieren las circunvoluciones cerebrales y de alguna manera se aprestan arma en ristre a destruir los guiones vitales «ericberneanos» que todos llevamos dentro grabados como en una cinta magnetofónica, llegué a pensar que estos tres escritores eran el mismo.

La entrevista que le hace George Plimpton a Hemingway en 1958 daba una serie de pistas para acercarse al lobo de El viejo y el mar, al periodista empotrado en los cosacos que arrasan Polonia en 1919, y al que llegó a ser profesor de cuento literario en los ochenta en alguna universidad americana, mientras deglutía botellas de ginebra con John Cheever. Una de ellas es la teoría del iceberg para entender cómo se escribe un cuento y cómo se digiere un cuento. La teoría que dice que un cuento escribe una octava parte del mismo, que es lo que se lee, y que debe tener bajo esa superficie 7 octavas partes hundidas en cada página, que no afloran o que afloran desde los silencios, los objetos y los puntos que se clavan en ocasiones como un cuchillo en el corazón cuando están bien puestos.

Carver parte de ahí. Carver es un renacido Hemingway mezclado con un Babel americano. En sus cuentos se dice que habla la sociedad americana de clase media venida a menos, esa sociedad que algunos aseguran que en las últimas elecciones votó a Trump, o ese tipo de personas que como dijera en Sartoris William Faulkner, tienen «vidas sin horizonte que llevan a buen término sus pacíficas tragedias». En una selección de textos, poemas, cuentos inacabados y algún retazo de entrevista que hizo la editorial Bartleby de Raymond Carver hace unos años aparecía un poema de este autor en el que se decía que el único deseo de un ser humano es sentirse querido, sentirse amado en este mundo. Puede que al final lo consiguiera de la mano de sus cuentos, sus terapéuticos cuentos, sus psicoanalísticos cuentos, y de Tess Gallagher, la compañera de los últimos años de su vida que determinó darle fuelle y fuerza a toda la obra de este santón de las letras o de este pobre hombre que utilizó la escritura para poner en barbecho sus miserias y salir de ellas como quien sale de una piscina a punto de perecer sin oxígeno bajo las aguas de las circunstancias.

La crítica actual, sin querer desacralizarle, o queriéndolo, ha insinuado que Carver, el estilo carveriano, tiene un origen tan simple como bastardo. La primera edición de los cuentos de Carver tuvo a suerte contar con la tijera del editor encargado de ese libro: Gordon Lish. Es él, según parte de la crítica, quién troceando frases, llevando escenas y personajes a su mínima expresión esquelética, quien desbrozando diálogos hasta dejarlos en el hueso mondo y lirondo, consiguió aportar al autor esa clave que reina en toda su obra.

Los cuentos de Carver llevan a su máxima expresión el consejo que dio Hemingway a Plimpton y en ellos la masa madre del cuento no se cuenta, como ocurre en Babel y sin contarse es cuando más ferozmente se cuenta. Porque cuentan lo que no cuentan y de verdad cuenta. Borges habló en alguna ocasión de que había que describir con los verbos, y creo recordar que Juan Antonio Porto dijo una vez en sus clases de guión de la Complutense que había que describir en pura acción, algo que aporta un nuevo matiz al consejo borgiano. Otro carveriano de pro, Juan Madrid, ha alabado siempre y lo ha hecho también desde su escritura la manera de escribir de Raymond, la forma en la que los objetos ocultan los dramas de los personajes que transitan por los cuentos de este autor, la manera en la que Ray construye las frases desde la esencialidad del idioma inglés, desde ese sota-caballo-y-rey «hemingwayano», sujeto, verbo y predicado, donde apenas hay complementos, donde no existe subordinación en las frases, donde todo parece escrito a martillazos, a golpetazos de visiones aparentemente desinteresadas, rudamente objetivas, escritura primitiva pero que va al corazón de las cosas y hace reventar las costuras de los conflictos aflorándolos sin apenas violencia verbal y utilizando la sencillez mágica de la pobreza de recursos expresivos.

El genio del silencio, el buscador del infinitesimal embrión de sus catástrofes, vuelve de la mano de Anagrama, nunca viejo, siempre dispuesto a engullir entre sus páginas a los jóvenes letraheridos que en el mundo han sido y son. Me atrevo a recomendarlo completamente como se puede ver tras esta crítica y especialmente a poner el dedo sobre un cuento titulado «Tres rosas amarillas». Con eso habría sido suficiente, Ray, pero afortunadamente nos dejaste muchos más para seguir buscándote, donde quiera que estés.

«Un hombre sin manos llamó a mi puerta para venderme una fotografía de mi casa.»

Todos los cuentos (Anagrama, 2016) de Raymond Carver | 706 páginas | 24,90 € | Traducción de Jesús Zulaika y Benito Gómez Ibáñez

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