JESÚS COTTA | Con mucho acierto afirma en el prólogo Manuel Neila que en este libro no nos encontramos ante máximas ni ante sentencias o breves fragmentos románticos, sino ante aforismos, tal como ahora se entienden: breves reflexiones con cierta agudeza que buscan en el lector una impresión momentánea. Pero también es cierto que, después de leerlos en conjunto, se puede decir que todos cantan en el mismo coro y que el himno que cantan es toda una poética, con sus principios y su preceptiva. Y es una poética que tiene la poesía en tal estima, la considera tan rayana en lo sagrado, que no se puede escribir en piedra, ni siquiera en arena, tampoco en agua, sino en el aire, porque no hay en este mundo nada más intangible donde grabar algo tan intangible como esta poética que sitúa la poesía más allá de la verdad, y la verdad más allá de ella misma.
El autor concibe la poesía no como un decir bello y memorable o como un uso más rico del lenguaje, sino como un rescate de lo oculto, lo desamparado, lo que muere a solas, como el acto de hundirse en el fango para ayudar a quien está buscando las azucenas, por usar una imagen que utilizó Federico García Lorca en la última entrevista de su vida. “No se escribe para el presente ni para el futuro, sino para sacar del pozo a las palabras que caen en él los sábados”, dice Ángel Crespo en clara identificación con Jesús cuando espetó a los fariseos que incluso ellos, tan respetuosos del sábado como eran, salvarían del pozo a una oveja que se hubiera caído al pozo en sábado. Igual que el hombre no se hizo para el sábado sino al revés, tampoco la poesía se hizo para la preceptiva y la retórica, sino al revés. No es que la poesía esté contra la lógica; más bien está más allá de ella y sus limitaciones. La poesía, pues, no es dominar un oficio, sino asomarse al misterio y balbucear algo digno de él. “El diablo sabe, pero no entiende”. El diablo es Zoilo, un crítico, capaz de detectar fallos en Homero, pero no se ha enterado de nada.
Abundan los aforismos que adoptan una perspectiva mística, donde no hay límites espaciales ni procesos temporales. Todo es observado en un todo, como en un rapto: “Nadie puede decir qué edad tiene, porque nadie sabe qué día va a morir”. Y sitúa la belleza en un plano superior a la ciencia: “Seguiré creyendo en el sistema de Ptolomeo hasta que el de Copérnico inspire una obra poética como el Paraíso de Dante”. Prefiere la poesía a la filosofía, la intuición a la deducción, la verdad al pensamiento sistemático, el misterio a la verdad, la soledad al ruido: “En la soledad, cantan las esferas”. La poesía es en sus palabras quitarle un poco de sed a la arena, porque, como diría Maiakovski, la poesía está ahí para arreglar los problemas que no se pueden arreglar, como la muerte, la fugacidad, el desamor, la sed de la arena… Todo eso que se hace por salvar del pozo las palabras que nos salvan no es un esfuerzo vano, porque la poesía tiene un don, que la acerca al Fiat lux del Génesis y de la Gran Explosión primera: el de crear belleza que antes no estaba. “Sí hay algo nuevo bajo el sol: cada poema verdadero”. Concibe, pues, la poesía como una realidad inefable que perfecciona al mundo: nace en este mundo pero no es de este mundo (en eso nos parecemos a ella), y es lo más alejado que hay aquí de lo soez, y los poetas son sus sacerdotes. “Hay una letra más con la que solo escriben los poetas”. Y ese sacerdocio, como el sacramento del orden sacerdotal en la tradición cristiana, imprime en la persona un carácter indeleble: “La poesía es un camino de ida, pero sin vuelta. Los que vuelven regresan de otra parte”. El poeta, pues, que reniega de ella no era poeta o, si lo era, sigue, sin saberlo, instalado en ella. Los romanos lo decían de otra manera: “Nascuntur poetae, fiunt oratores”: los poetas nacen y los oradores se hacen.
El libro está transido de dos ideas luminosas: la lógica y la ciencia son incapaces de entender la mayor parte de la verdad, porque esta nunca es última y definitiva, sino que está más allá de toda luz; en cambio, la poesía conoce la verdad en su profundidad, es más, la crea.
Con esta poética, es lógico, pues, que los consejos de ella derivadas no consistan en técnicas y normas sino en abrir caminos y desembarazarse de obligaciones. Y así nos invita a sugerir, no a explicar. ¿Y qué es sugerir? Decir la cosa por otro sitio más imprevisto e impactante. Él lo dice así: “Lo evidente no hay que explicarlo”, porque “lo callado amplifica lo dicho”. Y desaconseja la rima si no es porque el mensaje queda con ella reforzado y no solo adornado: “La rima, cuando la hay, debe crear sentido”. Y “no cambies: varía”. Eso sí, me desconcierta cuando dice: “Lo más absurdo que puede escribirse es la biografía de un héroe”. Quizá lo escribió para eso: para que el aforismo resultara también absurdo.
Un acierto del autor es reunir los aforismos por breves grupos de cinco o seis con un título que los conecta ora por el tema, ora por el tono. Los títulos son del tenor “Cinco parábolas”, “Cuatro decires”, “Sobre los dioses”, “Poesía y verdad”… Como lector de aforismos, agradezco esas cortesías del autor. Así el libro no es una ristra de pájaros cantando uno tras otro, da igual en qué orden, sino que cantan diferentes melodías según el árbol en que hayan ido a parar.
Bienvenido sea, pues, este libro para amantes del aforismo más hondo y de la poesía más alta.
Escrito en el aire (Apeadero de Aforistas/ Thémata Editorial, 2020) |Ángel Crespo | Edición y prólogo de Manuel Neila |132 páginas |18 euros