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Rebelda sin causa (ni concierto)

ILYA U. TOPPER | Empieza mal. Un paseo marítimo, de noche, casi madrugada, desierto, como única testigo una mujer, verdulera, camino de Las Afueras en una bicicleta desvencijada, un paredón con sogas, una furgoneta, una chica joven a la que van a ajusticiar.

Empieza mal la historia, es decir que el libro de Balsam Karam empieza muy bien: promete una historia. Oscura, hecha para dejarse llevar a un universo extraño. Las pinceladas de ambientación no permiten fijar con precisión la ubicación geográfica, aunque algunos detalles — turistas blancos, playas con bañistas, colegios, una biblioteca pública, chabolas de chapa estriada en Las Afueras, todo ello subrayado por varios nombres de pila vagamente españoles— nos sugieren algún lugar de Latinoamérica. Por mucho que la fruta del mercado, más que tropical, parezca europea.

¿Importa dónde transcurre la historia? No, al contarse algo universal, pero sí en la medida en la que este aspecto universal es la rebelión de la gente contra la opresión. La gente puede ser la misma en cualquier parte, la opresión varía, toma formas distintas, cambia de parámetro. No se parecen en nada los códigos de la opresión que sufre un negro en California en 1960, un vasco en Bilbao en 1970 o un palestino en Nablús en 1990, y aunque la respuesta —hacerse con un arma, afiliarse a las Panteras, a ETA o a las Brigadas Al Aqsa— pueda ser idéntica, ninguna novela puede renunciar a una descripción de los condicionantes sociales o políticos que llevan hacia esa rebeldía.

En Horizonte de eventos, la respuesta no llega hasta el arma —salvo en alguna escena lateral en la que aparecen escondrijos de fusiles que nunca se dispararán, pero que subrayan la valentía de los oprimidos— sino que se queda en unos cócteles molotov. Botellas incendiarias que tres chicas adolescentes, Milde, Diamante y Trinidad, lanzarán en una heróica y arriesgada acción nocturna contra la oficina de Urbanismo.

¿Por qué? La oficina de urbanismo simboliza el sistema que oprime, entendemos. ¿Por qué ellas son las oprimidas? No lo sabemos. La ocasional mención de los «turistas blancos» en la playa no basta para colegir que Milde y sus amigas sufran racismo: no sabemos de qué color son los funcionarios. No parece que sean una minoría étnica: no hablan un idioma distinto; al contrario, se afanan en leer desde pequeñitas los libros que alguien les dona. Es decir que vivimos en uno de esos países afortunados en los que el idioma del pueblo, también el del pueblo marginado, se ha estandarizado como oficial y una niña puede leer en su propio idioma. No es frecuente: en África no hay casi ningún ejemplo y en Asia, pocos. También por eso es fácil pensar en América Latina.

Además, en Latinoamérica, las causas políticas quedan eclipsadas a menudo por una brecha entre pobres y ricos tan inexorable que ya no hay condiciones definibles para separar opresores y oprimidos; se  nace en un bando o el otro, no hay más. Los habitantes de la favela no se diferencian en idioma, religión ni etnia de la policía que patrulla alrededor; y si bien en Brasil se les puede atribuir un promedio de tez más oscura, hasta esa diferencia desaparece en las barriadas violentas de Centroamérica. Ah, hemos dicho violentas; esto no sirve. La rebelión en forma de crimen común no vale para esta novela, que necesita una sublevación justiciera sin mácula. Y para ello, una opresión sin motivo.

El motivo se alega al terminar ya casi el libro: Milde y sus compañeras han sido expulsadas manu militari a Las Afueras, de un día para otro, porque son hijas o nietas de inmigrantes, o eso alega el poder. Pero las páginas que intentan reflejar el embrollo burocrático de ser apátrida, o llegar a serlo de repente, no contribuyen a hacer la historia más verosímil, antes al contrario. No porque esas cosas no ocurran en la vida real. Ocurren. En la década de 1960, el régimen de Siria despojó de un día para otro a unos 120.000 ciudadanos de su nacionalidad: eran kurdos y como tal, de repente, se vieron convertidos en extranjeros en una tierra que para muchos era la suya ancestral. Esto formaba parte de la política de arabización de Siria, una ideología en boga entonces. Pero contarlo sin referencia a la ideología es como escribir La cabaña del tío Tom sin mencionar el aspecto físico de esclavistas y esclavos. Señalar que unos eran blancos y los otros negros no justifica la esclavitud; callarlo impide entenderla. Aunque después de haber visto Más dura será la caída no me sorprendería que fuese lo próximo que inventase Hollywood.

Un rasgo literario interesante de la novela es que Karam consigue dotar a Las Afueras de cierta personalidad, al nombrarlo en singular como si fuese una persona, un colectivo, una entidad que reacciona, reflexiona, actúa. Pero lo hace a costa de borrar la personalidad de quienes la componen: salvo Essa, una especie de líder comunitaria, las demás no tienen rostro: son las mujeres, las madres, las niñas. Hace cien años, alguien habría escrito: las masas obreras. No pueden tener rostro aparte, ser individuos: los actos individuales, exceptuando a algunas heroinas como Milde, solo pueden existir en la medida en la que reflejan un destino colectivo. Y por supuesto, absolutamente todas en este lado son buenas personas; no cabe la disidencia de carácter.

Mujeres, madres, niñas: conforme avanza la novela nos damos cuenta de que en Las Afueras no existen los varones. En la novela sí: pueden ser policías, dueños de gasolineras, agricultores, soldados, torturadores o hasta periodistas y astrónomos, en todo caso siempre parte del bando opresor. No, en Las Afueras tampoco hay niños. Ninguna niña tiene un hermano; habrá que dar por hecho que en un mundo tan ideal, la separación en buenos y malos ha llegado hasta el punto de que las madres ya no dan a luz a varones. O algo así. 

Gran parte de la literatura de algunos países árabes, lo he apuntado más de una vez, montan tramas solo de hombres, con una ocasional madre en las márgenes. No es una innovadora técnica literaria: es un reflejo de la sociedad en la que han nacido sus autores, una sociedad que ha relegado a las mujeres al margen de la vida, de la humanidad. Esto tiene un nombre: patriarcado. Pero copiar esta segregación para colocarla en modo invertido no sé cómo se llama; feminismo no, desde luego.

Frente a esta inverosimilitud —inverosímil por no plantearlo, no por la propuesta en sí, que cualquier escritor de ciencia ficción podría haber lanzado; de hecho, Charlotte Perkins lo hizo, partenogénesis mediante, en Herland en 1915— queda secundario el viaje forzado de Milde en cápsula espacial más allá de las fronteras de un agujero negro, es decir hacia lo que se puede llamar horizonte de eventos, porque detrás ya no sucede nada. Por supuesto ese viaje espacial no casa con el fin de Milde en una horca de madrugada, ni tampoco tiene un vínculo coherente con la historia heroica de Las Afueras; más bien diríamos que es un relato aparte metido aquí para darle un título y unas páginas líricas a una historia que por lo demás pretende ser social y realista hasta el punto de recrearse en extensas y detalladas descripciones de la tortura que los malos infligen a las buenas. Por supuesto, como siempre, sin finalidad alguna.

La historia de una opresión sin pretexto y una resistencia sin ideario se queda, en conclusión, en una fantasía adolescente sobre lo heróico que es ser resistente y rebelde, sin necesidad de causa. No me sorprendería que el libro lo hubiera escrito una quinceañera tras leer a Eduardo Galeano. En realidad, Balsam Karam (Teherán, 1987), residente en Suecia, lo publicó a la edad de 35, tras estudiar escritura creativa en Gotemburgo, según la solapa. Deduzco que el sistema de asilo e integración sueco debe de funcionar razonablemente bien si la opresión sobre la que decide escribir la hija de una familia kurda iraní exiliada se ubica en un país ficticio de América Latina. Pero podrían haberle explicado en el aula que es mejor no hacerlo si el concepto que una tiene de la política internacional no pasa de un discurso del subcomandante Marcos. Ese discurso que sirve de prólogo al libro y que equipara ser gay en San Francisco a palestino en Israel, anarquista en España y machista en el movimiento feminista, entre otra decena de ejemplos desaguisados, sin orden ni concierto. Pensaba que era parodia. No lo era.

Lamentablemente para todos nosotros, la opresión es algo más serio. La literatura también.

Horizonte de eventos (Planeta, 2021) | Balsam Karam|250 páginas|17,90 €

admin

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