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Reírse de las miserias ajenas como propias

JOAQUÍN BLANES | Íñigo Guardamino despliega un sentido del humor innato que es de agradecer. Sus textos no fuerzan la broma, se intuye natural, precisamente porque no se corta en presentar chistes irreverentes o incómodos y tratar temas cercanos que nos afectan a todos de una manera o de otra. Por suerte, el teatro está todavía lejos de la autocensura, de ponerse cortapisas cuando se representa o de cohibirse a sí mismo a la hora de afrontar los problemas de nuestra sociedad. Otra cuestión es si nuestros políticos están a la altura del teatro y conviven con la realidad en la que nosotros sí habitamos, lo digo por ese aire incómodo de censura que se da últimamente. Para gustos, colores y para géneros, el teatro.

Los géneros teatrales son diversos y siempre han existido para todos los gustos, lo que demuestra que el teatro sigue siendo una manera de representar la sociedad en la que vivimos. Hay autores que prefieren la astracanada clásica y el humor tradicional, otros que se divierten más haciendo equilibrios para no transgredir los códigos establecidos y otros, como Íñigo Guardamino, que se dejan llevar por sus vísceras y se permiten escribir con naturalidad desde lo campechano. Siendo aquí campechano un adjetivo que tiene más que ver con la franqueza que con el rey emérito. Guardamino tiene gran disposición a la broma y la diversión, pero tratando un tema actual de nuestra cotidianidad que nos afecta de manera directa. En esta obra, trata el tema de la precariedad laboral de los riders, esos trabajadores que se pasan la vida en sus bicicletas para entregar pedidos a domicilio, bajo el yugo de un algoritmo que los explota y los deshumaniza y siempre rematan cada entrega con un chiste, como si con ese detalle hiciesen la entrega más personal, más detallista. En España ya hay más de 35.000 repartidores de comida o riders que, a pesar de la reforma laboral que se hizo, siguen trabajando con una precariedad asombrosa y nosotros, consumidores, ayudando a crecer su número y su precariedad. Como diría una ministra, les dejo un dato: 2.600 millones de euros factura al año, en nuestro país, el reparto a domicilio. No son cifras menudas. No son nimios intereses. Pero vayamos al asunto.

La obra se presenta como una comedia, pero no una de esas que te hacen reír a carcajadas y olvidar tus problemas. Más bien, una de esas que te hacen sonreír con amargura y reflexionar sobre tus propios problemas. Algo que ya hacía Berlanga de manera magistral. Porque, ¿quién no se ha sentido alguna vez como David, el protagonista de la obra, un licenciado en derecho que no encuentra trabajo y que acaba aceptando un empleo como rider en la empresa Hermess (sí, con dos eses, por hacer una analogía bien conocida con el dios mensajero en la Grecia clásica. De hecho no son riders son voladores).

David es el arquetipo del joven precario, que vive con su madre, Luisa, que se dedica a dibujar a carboncillo los restos de un accidente de tráfico, no tiene pareja estable, vive una relación abierta, ahora se llama fluida, con Marta, más por ella que por su expreso deseo, que no tiene expectativas de futuro, porque no espera que le salga trabajo de lo suyo y que se siente atrapado en un sistema que le niega, de alguna manera, la dignidad. Samu, un rider veterano, le enseñará los trucos del oficio, pero también aprovechará su ventaja de experto para sacar algún rédito de la situación. Creo que esta es la clave, porque en el fondo todos somos conscientes de la precariedad de los repartidores pero también somos usufructuarios de ese sistema y sin pudor seguimos pidiendo de todo a domicilio, cada día un poco más.

La obra nos muestra el día a día de estos personajes, sus conflictos, sus sueños, sus frustraciones y sus contradicciones. Con un lenguaje ágil y coloquial, Guardamino crea diálogos ingeniosos y punzantes, que ponen de relieve la hipocresía, la injusticia y la alienación que dominan la sociedad actual. El humor es el arma que utiliza el autor para denunciar la situación de los riders, pero también para generar complicidad con el público, que se identifica con los personajes y sus dilemas.

Amarte es un trabajo sucio (pero alguien tiene que hacerlo) es una obra que no deja indiferente, invita a la reflexión después de unas risas en las que uno piensa: “En realidad, ¿por qué me estoy riendo si todos estos personajes están francamente jodidos?”. Claro que esa deriva existencial tiene mucho que ver con la nueva normalidad, con las nuevas modas de afrontar el mundo, que siempre resultan ser viejas. Cada cual con sus dramas, en el sentido moderno de hacer de cualquier problema una crisis universal, pero temas que han convivido con el ser humano desde que el tiempo es tiempo: La sexualidad en la edad madura, la inestabilidad laboral, la inestabilidad emocional y sexual, el sentido de la vida, la realización de uno mismo con unos objetivos vitales, el abandono de un padre… Nada nuevo bajo el sol y, sin embargo, Guardamino crea un pequeño cosmos donde trata de tocar todos estos temas, siempre con desenfado, porque no está tan mal reírse de las miserias humanas, siendo consciente de que esas miserias, también han sido, son y serán, las nuestras.

Amarte es un trabajo sucio tuvo mucho éxito en la escena madrileña, es cierto que todavía las obras de Guardamino no han salido de gira para que puedan verse en todo el país, pero cada vez va cogiendo más relevancia y prestigio como dramaturgo y su última obra, Camino largo de vuelta a casa, ganadora del V Torneo de Dramaturgia se estrenó en abril en el Teatro Español y probablemente termine girando, sería de agradecer. Lo que, poco a poco, va contradiciendo lo que plantea Adrián Pedrea en el prólogo de esta pieza, no es que falte valentía para programar espectáculos que hablen de temas molestos (a lo largo del tiempo hemos visto tantísimos espectáculos incómodos o molestos en teatros, digamos, principales), se trata más bien de hacerse un nombre en la escena para ser programado en otros sitios y seguramente ya lo está adquiriendo.

Amarte es un trabajo sucio (pero alguien tiene que hacerlo) (Ediciones Antígona, 2023) | Íñigo Guardamino | 114 páginas | 14 euros

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