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Riesgos de hablar desde un púlpito


La luz es más antigua que el amor

Ricardo Menéndez Salmón

Seix Barral, 2010. Colección «Biblioteca Breve»

ISBN: 978-84-322-1295-6

176 páginas

17,50 €

Daniel Ruiz García

Una de las razones principales por las que he decidido de momento congelar mi colaboración con Estado Crítico es que cada vez leo menos novedades. Los libros que más me interesan son de escritores muertos, o bien ediciones de bolsillo de hace unos cuantos años, o bien biografías –cada vez me gustan más- de gente muy interesante pero que están publicadas desde hace décadas.

De vez en cuando, no obstante, hago una salvedad, y alguna novedad se pone en mi camino. Puede ser, como es el caso, que la novedad venga acompañada de cierto reto personal: comprobar si es tanto como dicen, si estoy, aunque sea sólo por esta vez, ante la Gran Obra Maestra que promete la solapa, ante el Libro de la Década, ante, en fin, todos esos elogios en mayúscula que acompañan a las grandes apuestas editoriales de temporada como si fueran los flashes en un desfile de moda.

En este caso, el libro en cuestión es el último de Ricardo Menéndez Salmón, La luz es más antigua que el amor. He seguido a Menéndez Salmón desde que empezó a armar su Trilogía del Mal. Me parece un autor nada volátil, que tiene oficio y sabe escribir. Cuando digo escribir me refiero a que sabe contar historias, sabe manejar tempos, dibujar personajes y aplicar su intelectualidad en beneficio de las historias que cuenta. Suelen ser, por lo general, historias con sustancia, nutritivas, que te aportan cosas.

Confieso que la solapa de la novela de la que vengo a hablaros resulta bastante intimidante. Digamos que iniciar la lectura de este libro pasando antes por su solapa es como ingresar por el pórtico de una catedral de proporciones desmesuradas. Cuando algún crítico afirma en la solapa que con este libro Menéndez Salmón “se ha condenado a la eternidad del arte”, es inevitable sentirse algo pequeño, como si uno no fuera demasiado merecedor del libro que tiene entre las manos.

Pero la historia empieza, con un primer capítulo de gran altura y brillo que nos hace presagiar (glub) que lo que viene puede ser muy grande. Con un capítulo inicial tan bien contado, tan medido y sugerente, mantener el nivel constituye un gran reto. Lo cierto es que a partir de la irrupción de Mark Rothko la cosa se pone rara, y entonces empezamos a adivinar la intencionalidad. Se trata de una especie de tríptico, tres pequeñas historias sobre la relación entre la expresión artística y el poder, a través de sus tres grandes representaciones históricas: el poder de la Iglesia (historia 1: Adriano de Robertis), el poder del Mercado (historia 2: Mark Rothko) y el poder del Estado (historia 2: Vsévolod Semiasin). Un planteamiento bastante ambicioso, que sin embargo resulta algo aparatoso en conjunto. La apariencia general es la de una cortina deshilachada, y no tendría nada que objetar si la postmodernidad estructural fuera una apuesta, aunque al llegar al último capítulo uno entiende que no es así: a modo de críptica moraleja, de final feliz a la manera de los cierres moralizantes de la literatura medieval, Menéndez Salmón incluye un epílogo en el que se transmuta de forma definitiva en un sosias (Bocanegra) al que se concede el Premio Nobel de Literatura, y en el que se explica que ese tríptico que hemos leído es la gran obra maestra de su carrera, su novela cumbre, y la que justifica en buena medida la concesión del Nobel.

El regusto final que deja la novela es que se trata de un libro demasiado forzado, donde Menéndez Salmón ha querido ejercer de postmoderno sin lograrlo debido a su carácter de novelista más bien clásico, muy en la tradición alemana seria, esa que siente querencia por la filosofía, los grandes dilemas universales y los valores que siempre se ponen en mayúscula. El capítulo final resulta sonrojante, casi naïf, dando al traste con toda la ambición del tríptico y confundiendo en el mal sentido al lector, que tiene la penosa sensación de que, como novelista, es posible que Menéndez Salmón haya descendido algunos peldaños. Sencillamente un epílogo como el planteado no resulta necesario, como tampoco resulta necesaria, desde el punto de vista de una novela postmoderna, la explicación sobre la veracidad de los tres perfiles en torno a los que se construyen las tres partes. Sabemos que Mark Rothko fue un pintor real, pero, ¿era necesario decir que los otros dos no lo eran? ¿No es justamente eso, el juego, la sugerencia, la mentira, una de las bases de la literatura postmoderna? Por otro lado, ¿por qué el Nobel? ¿Realmente es un galardón que premia el verdadero talento, la contribución definitiva a la Literatura Universal? ¿A dónde nos quieres llevar, Ricardo? Y lo que es más preocupante: ¿Realmente lo sabes?

En todo esto, desde luego, tiene que ver mucho el tono. Si hay algo que puede recriminarse a Menéndez Salmón es la falta de humor de su literatura. No se trata de un valor literario en sí mismo, pero como lector a mí me resulta casi imprescindible. El estilo de Menéndez Salmón es siempre elevado, siempre erudito. Llevado al símil de la construcción, sus novelas parecen todas fabricadas con mármol y decoradas con muebles de anticuario. Hay escritores que parecen hablar de frente al lector, y que siempre mantienen un ángulo de visión horizontal. Hay otros que hablan desde abajo, y ésos a los lectores no nos gustan porque hay que agachar la cabeza: son niños, y si se les lee es siempre con condescendencia. Por último, hay escritores que hablan como si dictaran conferencias desde un atril. Con estos escritores siempre hay que elevar la vista, porque están por encima de nosotros. Ricardo Menéndez Salmón es un escritor de los que escribe desde el púlpito, cosa que a mí no necesariamente me desagrada. Borges, por ejemplo, es un escritor de púlpito, y con él todo va siempre bien porque se le agradece y se le valora en todo momento su maestría. Thomas Bernhard es un gran autor de púlpito. Hay otros muchos: Faulkner, Camus, Lobo Antunes, Malraux… No sé si sabéis de qué os hablo, son ese tipo de escritores que uno lee como quien escucha una conferencia magistral. Todo es perfecto, nada es reprochable, si acaso el hecho de que no estén aquí abajo junto a nosotros, que no establezcan con el lector una relación de complicidad sino más bien de pupilaje. No se valora su capacidad de sintonía, no se valora su talento para transmitir vulnerabilidad o para representar desde la ficción valores humanos universales, o por lo menos característicos de un pueblo o una época histórica. Se valora más bien su magisterio constructivo, su arcana audacia, con fórmulas arquitectónicas inaccesibles para el común de los mortales. Al escritor de púlpito, sin embargo, le acechan siempre dos grandes amenazas: primera, que sus formas puedan generar cierta antipatía, y segundo, que en algún momento pueda producirse el desliz y el autor se resbale y caiga estrepitosamente púlpito abajo.

A Menéndez Salmón pueden haberle pasado las dos cosas con esta novela. Probablemente con un poco de humor la sensación antipática que produce su lectura podría haberse atenuado. Me explico: si el tono fuera más simpático, desenfadado o incluso chistoso, a lo mejor nos tomaríamos de buena gana ese epílogo en el que el mismo escritor, encarnado en su alter ego, se autoconcede el Premio Nobel. En todo caso, creo que ni siquiera el humor hubiera evitado la caída desde el púlpito, el resbalón: quizá lo hubiera suavizado. El problema adicional es que cualquier caída, cuando se produce en el interior de una catedral de techos altos y grandes espacios huecos, produce bastante ruido, y el eco del batacazo tarda tiempo en marcharse.

Ojalá que no, y que Menéndez Salmón vuelva pronto a sus historias, a las que él sabe contar. Para experimentos y frivolidades hay otros muchos, pero escribir bien, como él escribe, es algo que está al alcance de muy pocos.

admin

4 comentarios

  1. De acuerdo al 100% por 100%. Me parece un escritor digno de atención, pero lastrado por dos graves defectos, uno la tendencia de a convertir los personajes en abstracciones filosóficas que hacen cosas tan poco creíbles como decir “vivimos en Bizancio” al contemplar algo horroroso y, segundo, confundir una prosa pomposa y plagada de lugares comunes con una buena prosa. Derrumbe, por ejemplo, me pareció escrito con tal torpeza que no pude acabarlo, y eso que es un libro bastante breve y me interesaba por temática.

  2. …Y es que no se puede escribir para vivir y pensar en salir sin rasguños del envite…Como decía Pessoa, ser poeta no es una decisión mía…A mi M. S. me parece un escritor enorme, brillante… lástima que tenga que pagar facturas a fin de mes.

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