JOAQUÍN P. BLANES | Somos tan ancestrales como irracionales. El miedo a lo desconocido nos hace fundar sociedades bajo el dominio de seres inasibles e indescifrables. No digo que no existan, no seré tan vanidoso, solo digo que nos subyugamos a ese ser misterioso, llámelo cada cual como Dios quiera. Podremos avanzar civilizaciones y hablar con una máquina con voz metálica, llámense Aura, Siri, Alexa o Cortana, para que nuestros deseos se conviertan en realidad en menos de 24 horas. Podremos habitar Marte como si de Móstoles se tratara, con grandes edificios, jardines públicos y una turba de adolescentes dejando los cráteres del planeta rojo como un vertedero tras una noche de sábado intensa a la intemperie. Aun así, mal que le pese a Darwin o a Freud, siempre habrá un ente superior intangible que nos tutele y, sin saber muy bien desde cuándo sucede o quiénes lo iniciaron, ni de qué manera, ni por qué de ese modo, siempre habrá un ritual, una ceremonia, una costumbre atávica que tendremos que seguir sin cuestionarla, aunque nos parezca irracional o dolosa.
Shirley Jackson planteaba en su relato más conocido, La lotería, un asunto delicado sobre tradiciones paisanas, entendiendo paisana como aldeana, tercera acepción del DRAE, no como pueblerina que es peyorativa y no es una cuestión de incultura, es una cuestión de ancestros.
Si alguno de ustedes no conoce el relato, no seré yo el que les desbroce el argumento―ahora se llama spoiler―, si. por el contrario, conocen el célebre relato de la escritora Shirley Jackson, podrán deleitarse con la interpretación colorista y muy cinematográfica de su nieto Miles Hyman.
Hyman es un tipo singular, americano afincado en París, parece seguir los pasos e ideales soñados por la generación perdida americana de escritores como Hemingway, Dos Passos o Scott Fitzgerald cuando París era una fiesta, no sabría decirles ahora, hace veinte años que no me acerco a esa ciudad.
Hyman suele utilizar ceras para darle una textura pastel a sus dibujos y un color saturado que se acerca a una película Technicolor de los años 50. Aunque, como el tema tratado por Jackson no invita a la alegría y como, además, es verano en ese pequeño pueblo rural de Vermont, y el sol es más intenso, la historia que ilustra Hyman está iluminada por una luz dura que cae plomiza desde el cielo, creando en los rostros de los personajes un mapa de sombras que desfigura sus expresiones, sin saber con certeza, si ese contraste entre luz y sombra, crea en ellos un gesto incierto, severo, preocupado o, en ocasiones, altivo y despectivo, dependiendo de la intensidad del momento.
Como saben, los que improbablemente me leen, que disfruto de la curiosidad y el chisme, deben saber que después de que Shirley Jackson publicase este relato en las páginas de The New Yorker en 1948, el diario recibió una gran cantidad de cartas, a cual más delicada, en las que pedían explicaciones por el significado de la historia. Jackson tuvo que darlas, como buenamente se pueden dar explicaciones para justificar un relato de ficción. Es más, la propia escritora contaba, en alguna ocasión, que de las trescientas cartas que había recibido después de la publicación de su relato, la mayoría de ellas eran ofensivas y perturbadoras, solo trece escribían con amabilidad, aunque la mayoría de esas cartas eran, evidentemente, de amistades. Incluso su madre, confiesa Jackson, le envió una carta regañándola por ese descorazonador relato y proponiéndole que escribiera algo más alegre para levantar el ánimo de la gente.
Es muy complejo mirarse en un espejo que devuelve nuestros rituales ancestrales desnudos, desprovistos de justificación racional, para llegar a reconocer que se celebra por tradición, sin reflexionar si dicha práctica, como la de tirar una cabra desde un campanario, llega a ser salvaje o civilizada, aunque la realice una sociedad contemporánea. Una sociedad que cuando se trata de ritos ancestrales, se vuelve intransigente con todo aquel que se atreva a criticarla. No seré yo uno de ellos, Dios me libre.
La lotería de Shirley Jackson (Nórdica cómic, 2018), de Miles Hyman | 160 páginas | 22,50 euros | Traducción de Héctor Arnau