Gran esperanza un tiempo
Roger Wolfe
Renacimiento, 2013
ISBN: 978-84-8472-785-9
79 páginas
12 €
Juan Carlos Sierra
Lo primero que salta a la vista de esta nueva publicación de Roger Wolfe es su condición de poemario cronológico, es decir, su amalgama y acumulación temporales: los poemas que aparecen se ordenan según año y mes de composición. Esta disposición resulta un tanto desequilibrada temporalmente hablando, ya que Gran esperanza un tiempo recoge poemas escritos entre los años 2006 y 2012, cuya espina dorsal se encuentra en 2007 -26 textos de un total de 36-, un periodo de gran productividad frente a años absolutamente estériles como 2011, del que no hay registro alguno.
Este hecho nos habla en principio de un libro construido sin un objetivo claro, sin un hilo argumental predeterminado, sin una obsesión a la que ofrecer algún tipo de respuesta o iluminación al menos; es decir, no existe ‘a priori’ una estructura que seguir o que desentrañar, una arquitectura que por sí misma contribuya a la creación del significado preciso del poemario.
No obstante, esto no quiere decir que Gran esperanza un tiempo carezca de un discurso coherente, solo que este se ha construido siguiendo la técnica fragmentaria de un ‘collage’ que recoge los momentos desordenados y caóticos de un tiempo que indefectiblemente transcurre. En este sentido, el rescate del instante, su fugacidad y fragilidad, ya sea en versión inmediata o en clave de recuperación de los destellos de la memoria –»Dulce pájaro de juventud» o «Calle Olvera, 1977»-, se convierten en las señas de identidad de este libro. Pero en Gran esperanza un tiempo nos topamos con unas connotaciones bastante diferentes a las de publicaciones anteriores: al Roger Wolfe que escribe estos poemas ahora le preocupa principalmente la explícita búsqueda de la felicidad, la propuesta de un nuevo y moderno ‘carpe diem’ -“La felicidad está sin duda/ en el goce del momento.” («Calle Olvera, 1977»)-, que se decanta hacia la sencillez de la vida retirada, de la ‘vita beata’ –“…soy un hombre al que le basta/ más bien poco para estar contento” («Calle Olvera, 1977»)-.
El personaje poético de Gran esperanza un tiempo es testigo implacable del espectáculo, a veces bochornoso, que ofrece la realidad. Ante él, Roger Wolfe repite algunos de sus registros anteriores: provocador, desafiante, epatante,… Sin embargo, se observa en este poemario una tendencia a la desaparición del yo que quizá tenga que ver con algunos de los poetas citados en él. No parece casualidad que aparezcan T. S. Eliot en los versos con los que se inicia el libro y Juan Ramón Jiménez en el poema «El juego de los chinos», poetas que para Juan Manuel Romero son el paradigma, junto a Rilke, del autor que pretende no dejar rastro de sí mismo en su escritura para esconderse, en versos de J.R.J. que completan que aparece en el poema antes citado “…, en las orillas puras/ del río eterno, árbol/ -en un poniente inmarcesible-/ de la divina y májica imajinación!”.
Todo esto está escrito sin aspavientos líricos, sin ayes ni suspiros. Tampoco es Roger Wolfe, ni lo ha sido nunca, un poeta demasiado aficionado a la deconstrucción del lenguaje o a la superpoblación de imaginería. En este sentido, se revela como un poeta radicalmente coherente con esa sencillez que propugna para la vida. De hecho, se puede afirmar que el poeta empapa a su escritura del ‘sermo humilis’ clásico, del registro común, para que su estilo de escritura no chirríe con su estilo de vida; o, al menos, el expresado en Gran esperanza un tiempo. A esto algunos los llaman prosaísmo y lo desprecian. En Roger Wolfe me temo que es necesidad y coherencia; y, como tal, funciona poéticamente a la perfección en su caso.
De todo lo dicho hasta ahora, resulta curioso comprobar que uno de los poetas más radicales de nuestra literatura contemporánea conjugue de forma tan efectiva alguno de los tópicos de la poesía clásica. Este hecho pone en evidencia en su escritura un diálogo nada común entre pasado, presente y futuro de la literatura, el único diálogo en cualquiera de las artes que contribuye a crear una obra que perdure en el tiempo, el único que hace de un artista un clásico.