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Secretos de un parque

MANUEL MACHUCA | Hace ya un buen puñado de años, paseaba con un periodista amigo por el entonces recién inaugurado Parque Guadaíra, un espacio verde recién recuperado, que se había construido en torno al cauce del río de su mismo nombre, afluente del Guadalquivir. En aquella zona se situaba una azuda, una pequeña presa utilizada para aprovechar, cómo no, el agua del río para el riego de los cultivos del entorno. Aquel periodista amigo, ejerciendo más de amigo que de periodista, deseaba hacer un reportaje sobre mi recién publicada novela Tres mil viajes al sur, que contaba historias sucedidas en aquellos barrios desgraciados del sur de Sevilla, para cuyos habitantes aquella azuda, La Zúa en su particular lenguaje, había sido su zona de veraneo, su playa peligrosa y pobre donde refrescarse, y donde morir enredados entre sus juncos, durante aquellos primeros años de vida del barrio, en los que la esperanza y el deseo de disfrutar de una vivienda con sus paredes y cimientos pronto se convirtió, gracias a la droga que metieron allí los señores, en un infierno que todavía arde con gran viveza, aumentada si cabe por los infamantes cortes de luz que padece el barrio.

Habíamos comenzado allí la visita porque le había interesado mucho lo que yo le contaba acerca de una de las novelas cuya lectura me había inspirado para construir la mía, La Zúa, del también periodista Antonio Ortega, que felizmente ha reeditado, va a disfrutar de una segunda oportunidad, como bien señalan sus responsables, la editorial malagueña Altramuz.

He regresado a las páginas de La Zúa por segunda vez y, lo reconozco, lo he hecho con temor. Quienes son aficionados a la relectura saben bien de lo que hablo. Aunque también sucede al revés, cuántas veces libros que nos emocionaron en su día caen con estrépito en una lectura posterior porque, aunque el libro sea el mismo, nosotros solo nos parecemos a aquel lector en que mantenemos el mismo número de carné de identidad. Mi temor, además, no era infundado en mi caso. Aquella zúa que leí era como un libro de cabecera para mis intereses de entonces, una ayuda excepcional para captar detalles e información para ambientar mi novela. Podría decirse que era una lectura interesada porque yo no vivía allí sino en los barrios de los señores, y el escritor había nacido y vivido allí, era un superviviente de aquellos tiempos en los que el veneno que se metía en las venas aquella juventud destrozó su generación, la vida de unos padres y unas madres trabajadoras, y llenó de cadáveres, y también de cadáveres en vida, sus calles y plazoletas. Sin embargo, no sucedió esto sino todo lo contrario. No había nada que temer.

Después de esta larga introducción, entremos en el libro. Y antes que nada creo que merece la pena destacar la labor editorial. No solo por la calidad de la edición. Porque La Zúa no es solo el texto de Antonio Ortega. La ilustración de la portada, la contraportada, ¡y hasta la faja! Forman parte del relato. Sugeriría que no leyeran la faja o la contraportada hasta que finalicen el libro, aunque sé que va a ser difícil que sigan esta instrucción. Qué maravilla de editoras, qué sensibilidad y cuánto respeto al trabajo de un autor. Ojalá tengan suerte en este mundo y les salgan honestos imitadores porque necesitamos editoras así.

La Zúa narra la vida del barrio en la voz de un niño a punto de entrar en su adolescencia. Sus capítulos podrían considerarse relatos breves, historias que tienen un comienzo y un final si no fuera por los nexos de unión que la compactan. Quizás uno de los grandes riesgos que asume el autor es el de darle voz a un niño. Qué difícil es hacer eso, mirar a través de unos ojos que miran como mira un muchacho, sin ningún tipo de conclusión político- social, sin ningún ánimo de denuncia de la situación. El espanto de la normalidad, el horror como costumbre. No es el autor a través de sus personajes el que levanta la voz. Somos nosotros, los que vivimos en los barrios de los señores, alejados de los diferentes muros que aíslan el barrio, físicos, psicológicos, sociales, quienes tenemos la responsabilidad de realizar esa crítica reconociendo que, por mucha empatía y solidaridad que nos produzca el protagonista, nosotros nos situamos al otro lado de la historia, no importa la ideología o creencia que afirmemos profesar.

Si el personaje protagonista es entrañable, qué puede decirse del resto de secundarios que aparecen en la historia: el Gordo, el Mané, la tata, el Pepe el de la tienda, la Macandina. Incluso el Candi o el Langarrilla, todos conforman la estructura de un barrio y la ambientación de una novela que dota de dignidad a un suburbio temido y despreciado por desconocido más allá de sus fronteras visibles e invisibles.

El lenguaje tan oral que utiliza Antonio Ortega es otro de sus méritos. Para ello, además de un ritmo poético en sus frases, utiliza no pocas palabras escritas tal y como se pronuncian en Andalucía y en el pueblo gitano andaluz. Ah, sí, se me olvidaba. Antonio Ortega es gitano. Esta forma de escribir es, además, bastante equilibrada. No rechina, no nos echa del libro, no limita el número de lectores potenciales. Puede que en algún momento haya alguna palabra que se repita en exceso, pero, es tan difícil ese equilibrio que la prueba del lenguaje, la segunda prueba tras la elección del protagonista, la aprueba con nota.

La Zúa es, en definitiva, un libro que nos invita a la denuncia social. A una denuncia que nos resistiremos a hacer, porque podríamos descubrir sorpresas acerca de quiénes son verdugos y quiénes víctimas en este mundo neoliberal en el que entramos sin darnos cuenta y del que no sabemos salir, a pesar de que nos ahoga a casi todos. Es un libro que merece una crítica en lo literario, pero al que le va a afectar lo que sufren otros textos de alto contenido social, porque es más que probable, y sé de lo que hablo, que quienes lo lean dejen a un lado lo literario para acabar hablando de ellos mismos, de sus culpas y de sus coartadas, para que todo continúe igual.

Termino volviendo a aquel paseo por el Parque Guadaíra. Aquella azuda que guardaba tantos secretos de muertes, drogas y añorada felicidad continuaba, como el dinosaurio de Monterroso, allí. Sus aguas cenagosas son ahora cristalinas y mantienen verdes aquellos jardines. No pudimos atravesar hacia el barrio del que había sido su Matalascañas, su Chipiona para pobres, porque una valla de gruesos barrotes impedía el acceso a sus vecinos. Aun así, desde allí podía verse el fresco que sus vecinos dedicaron a Camarón de la Isla en una de las paredes de sus arruinados edificios. También se escuchaba música. No recuerdo cuál era, pero bien merecería que fuera un quejío aflamencado, el grito de un barrio que clama por su dignidad. Qué gran correlato para explicar lo que somos.

Aquel reportaje jamás se publicó. Quizás en otra ocasión, quizás cuando reunamos un conjunto de desgracias podamos hacer un número dedicado al lumpen de nuestro país. Así somos los que vivimos en los barrios de los señores. Tampoco en nuestras aguas cenagosas caben más secretos.

Publicada previamente en Tres Pies al Gato

La Zúa (Editorial Altramuz, 2022) | Antonio Ortega |117 páginas| 17,00 €

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