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Si la belleza está en el interior, el miedo está en la mente

ELENA MARQUÉS | No me gusta pasar miedo. Vaya eso por delante. Para mí que los subidones de adrenalina que provoca el género de terror están sobrevalorados. Al mayor sobresalto que aspiro es a dar un traspiés mientras paseo por el campo. Y es que la vida por sí misma, el mundo tal como está hoy, ya da pavor. No hace falta buscar emociones fuertes entre las páginas de un libro o en la gran pantalla, que suele, con sus efectos especiales, cumplir con mayor eficacia (es lo que se acostumbra a decir: una imagen vale más que mil palabras) el propósito de perturbarnos la mente.

De eso trata La maldición de Hill House de Shirley Jakson, novela a la que llegué tras leer la no menos perturbadora Siempre hemos vivido en el castillo, cuyo título me pareció espléndido y atrayente, aunque menos que el personaje que retrata, femenino de nuevo (también lo es en el libro que pretendo reseñar en estas líneas, y en otros muchos cuentos de la autora). ¿Como si las mujeres tuvieran más posibilidades de enloquecer? Ese es otro tema.

Quien espere sustos de infarto, o vísceras y ultraviolencia, los ingredientes propios de ese terror moderno que supera con creces las aportaciones de la novela gótica, puede ahorrarse leer lo que sigue. Ni siquiera las manifestaciones sobrenaturales, que las hay, son el centro de la narración. El protagonismo lo cobra más bien lo que pasa en el interior de nuestras cabezas, con sus traumas familiares y sus desequilibrios rayanos en la locura, que es el tema que verdaderamente me perturba y me asusta: el daño que nos causan ciertas personas y la incapacidad de distinguir entre la realidad y la realidad. Porque digo yo que para quien padece algún tipo de enfermedad mental su realidad es tan cierta como lo que ocurre alrededor, o más aún. Y esa pérdida en el laberinto de los pensamientos insanos y oscuros de la sinrazón es lo que a mí me achanta como a un perrillo apaleado.

La historia es sencilla. Una casa encantada, o al menos con la leyenda de que allí han ocurrido cosas terribles (se contarán, claro, y lo más terrible resultará un texto del propietario de la casa a sus hijas; un tratado espeluznante digno de los peores fanáticos religiosos). Un estudioso que pretende inventariar los fenómenos que allí se producen. Un grupo invitado a asistir a los acontecimientos. De entre ellos destaca la sensible Eleanor, que, camino a Hill House, imagina más de una situación, todas ellas (ojo al dato) relacionadas con poseer una casa que ella no tiene, y empezamos a percibirla como demasiado fantasiosa e impresionable. Un blanco perfecto para convertirse en víctima de apariciones espectrales, si no era víctima ya de algo peor desde mucho antes. Es a través de ella sobre todo como conoceremos lo que ocurre, hasta que empecemos a dudar de si no asistimos más bien a lo que sucede dentro de su propia cabeza en desequilibrio perpetuo.

Pero las cosas pasan, los ruidos del pasillo los escuchan en compañía, la puerta de la habitación de los niños concentra un frío fantasmagórico e inexplicable, aparecen mensajes en las paredes… En fin, lo propio de una casa encantada con una arquitectura que parece trazada por un loco, en eso no habrá decepción.

Porque, por supuesto, la casa también tiene su importancia. Si no, no compondría el título. Se describe como fea y con características humanas («La casa era malvada», es su tarjeta de presentación cuando Eleanor la ve por primera vez), capaz de engullir o poseer al que ose traspasar sus umbrales, y cuidada por una señora Dudley que se limita a cerrar las puertas y ventanas que los inquilinos dejan abiertas y repetir como un robot espectral las escasas instrucciones recibidas sobre cuándo va a poner y recoger las colaciones. Todo es poco acogedor en Hill House, pero sus habitantes se desenvuelven en ella con una rara alegría, y se enfrentan sin miedo alguno a lo que puede suceder.

La tensión se genera, pues, en esa larga espera, ya que en la primera parte del libro, que, de otro lado, resulta deliciosa, con unos diálogos muy vívidos y un humor siempre presente que hace que la lectura sea un no parar, no ocurre nada digno de mención, si bien nos sirve para ir conociendo a cada uno de los personajes. La continua incertidumbre en que nos movemos, más la profundización en dichos personajes y el recelo que alguna de esas cabezas (ya imaginaréis cuál) empieza a manifestar por el resto, con muestras de hipocresía rayana en lo enfermizo incluida, es lo que mantiene el suspense todo el tiempo. La llegada de otros dos invitados, la mujer del profesor y un acompañante, añaden una nueva nota de humor, al burlarse abiertamente el narrador de los métodos para establecer diálogo con los difuntos.

Por eso digo que, si bien no como novela de terror según los parámetros del género (aunque por ahí he leído en varios foros que se considera un clásico y resulta un modelo para el truculento Stephen King, sin ir más lejos), La maldición de Hill House se deja leer pero que muy bien, y de nuevo Shirley Jakson manifiesta en ella una destreza técnica fabulosa, que se completa con ese final circular que nos devuelve de una bofetada al interior de la casa embrujada, que es lo mismo que decir al interior de nuestras mentes, el mayor enemigo que tenemos.

La maldición de Hill House (Minúscula, 2019) | Shirley Jackson | 272 páginas | 19,50 euros | Traducción de Carles Andreu

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