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Siempre fuimos dichosos

En las reseñas de verano de Estado Crítico: cada estadista comparte con nosotros cuál es el libro más destrozado de su biblioteca y su historia oculta…

Dormir al solJOAQUÍN BLANES | No puedo evitar comenzar esta reseña especial con una cita, concretamente el comienzo de mi amada Moby Dick, porque ese comienzo de novela me llevó, por primera vez, a vivir unos meses en Estados Unidos. Traduzco y adapto a voluntad, así que espero me perdonen el atrevimiento: “Hace unos años—no importa cuántos—teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo y nada interesante que hacer en esta orilla, pensé que sería mejor embarcarme y ver la parte acuática del mundo. Es mi forma de ahuyentar la melancolía”.

Así pues, en 1995 era joven, henchido de sueños y estulticia, dichoso a rabiar aunque, eso sí, hiperdramático; incluso atesoraba algo de pelo en la cabeza, una maleza rala que sobrevivió pocos meses más, después ya me recuerdo como hoy, a lo Yul Brynner. En aquel tiempo, acampaba en un molesto sofá-cama que me había prestado un onubense aspirante a tenor y me ganaba unos dólares tocando con él y sus compadres en bares y fiestas de Newark, Manhattan o Brooklyn. Íbamos vestidos de tunos, ya saben, los bombachos o gregüescos y el jubón, pero como lo que el público demandaba habitualmente eran rancheras y boleros, nos calábamos un sombrero mexicano y jaleábamos entre canción y canción, como si de Vicente Fernández en un palenque se tratara. Conste que nunca tuve querencia por la tuna, pero ganarse cien dólares por noche en aquella época era para aceptar con agrado cualquier disfraz, cualquier canción de repertorio, incluyendo Clavelitos. A lo del bigote ancho ya no accedí, lo vi incómodo con mi propensión al moquillo.

Cansado de vivir de prestado y habiendo ahorrado algo de dinero, decidí mudarme a una comunidad de vida alternativa en Staten Island, no diré el nombre de esta comunidad, aunque ganas no me faltan, por respeto y porque sigue activa en su búsqueda de almas atormentadas y en su filosofía de vida cercana a la comuna pero con profundos tintes sectarios. Aunque ya me dirán ustedes, me vendo barato y por $250 al mes, un cuarto con acceso a todas las instalaciones y comida incluida, qué esperaban, allí me mudé. Antes de irme, mi amigo, el aspirante a tenor, que también aspiraba a pintor, me regaló una pintura horrorosa que era una versión desmejorada de un cuadro de Miró, concretamente Homme et femme devant un tas d’excréments. Todavía lo guardo, como guardo cajetillas de cerillas, tarjetas postales, dípticos, trípticos, marcapáginas y cantidad de chismes innecesarios para la vida cotidiana, pero imprescindibles para la memoria. Abrir una caja llena de recuerdos de vez en cuando es un festín alegre e inexcusable para ejercitar los recuerdos y combatir la melancolía, esa misma melancolía de la que habla Melville.

Entre esos recuerdos que guardo de aquellos meses locos, guardo con especial cariño este libro de Adolfo Bioy Casares, Dormir al sol, que leí con fruición en la buhardilla que habitaba en esa comunidad alternativa, viendo caer la nieve enfurecida que sepultaba las aceras, los hidrantes rojos y los coches. Los dueños de los automóviles levantaban las escobillas limpiaparabrisas para que las máquinas quitahielo supiesen que allí había sepultado un obstáculo. Antes de que la ciudad quedara incomunicada, salí a buscar algo de abrigo para combatir el frío y el aislamiento, fui a las tiendas de segunda mano que tenía, y aún tiene, esta comunidad—Every Thing Goes—, ahora llevan el apelativo thrift y vintage, para darle un toque más moderno, pero imagino que la ropa estará igual de roída que entonces y los artículos estarán apilados como en una escombrera. Allí compré una tosca cazadora, que debió de pertenecer a un estibador porque el tufo a arenque todavía perduraba, y un gorrito de lana estilo Rocky Balboa que me apretaba la cabeza como el cinturón de San Erasmo, pero ya se sabe, ande yo caliente…

Antes de marcharme, eché un vistazo a una pila de libros que allí había, casi todos con el nombre de Danielle Steel en su cubierta, sin embargo, entre todo aquel batiburrillo me pareció que un ejemplar saltaba a mi regazo como un bebé inquieto. El título era tan sugerente para un invierno tan duro que me convenció en seguida, Dormir al sol; además estaba escrito en español, así que, mientras afuera nevaba copiosamente y la ciudad quedaba incomunicada, yo leía en una buhardilla sin calefacción, enfundado en la cazadora y el gorrito, esperando que el título y la lectura diesen calor a mi ánimo.

Con este libro comenzó mi fascinación por Bioy Casares, nunca antes lo había leído, había abierto varias veces La invención de Morel pero me pareció tan confuso al principio que lo dejé estar hasta que llegase su momento oportuno. Ya sabemos que cada libro tiene su lector y su momento, que el libro aguarda en reposo hasta hacerse perceptible, como lo hacen las almendras amargas que saltan en el momento más inoportuno, el último, para hacerse presentes y dejarnos ese gustito amargo en la boca. Así llegó este libro a mi vida y así entró a formar parte de mis incondicionales el amigo Bioy Casares, por su humor elegante escondido en la ironía, por esa constante erudición no pretendida, por esos personajes mediocres, pusilánimes, que tratan de ser valientes sin conseguirlo, como el de Un campeón desparejo o como este relojero llamado Lucho Bordenave que se adentra en una singular historia fantástica al internar a su mujer en un frenopático por su carácter difícil. Su posterior arrepentimiento le hace pedir al profesor Standle que le devuelva a su mujer, el profesor, domesticador de perros, después de mucho insistir, le devuelve a su mujer y a una perra que se llama igual que su mujer, Diana. No les revelo nada más, pero Bioy Casares debió inspirarse en los caballos de Eberfeld, adiestrados para hacer operaciones aritméticas, para escribir esta novela.

Este libro no es singular por ser una obra maestra sino por su significado vivencial, porque en los momentos en que sufrimos un revés, una desgracia, miramos hacia atrás pensando que antes éramos más dichosos, sin percibir que dentro de unos años, cuando vengan otras adversidades y otros infortunios, volveremos a mirar hacia atrás y volveremos a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor, cuando en realidad vivimos instalados en la dicha, solo que percibimos esa felicidad una vez pasada. Nos encanta la queja y el lamento. Lucho Bordenave es feliz cuando le devuelven a su mujer, pero está tan cambiada, que es otra, más dócil, menos combativa y de pronto siente la nostalgia del pasado creyendo que antes, a pesar del carácter complejo de su mujer, era más dichoso, como yo cuando abro nuevamente este libro y dejo que me invada esa bocanada de pasado y pienso que, efectivamente, siempre fuimos dichosos, aunque ahora más.

Dormir al sol (Emecé Editores), de Adolfo Bioy Casares| 229 páginas | $1

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