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Sigue el camino de baldosas amarillas

Dani Ruiz García dedica su reseña conmemorativa del II Aniversario de Estado Crítico a El Mago de Oz, una novela infantil escrita en 1900 por L. Frank Baum que con el tiempo -defiende nuestro crítico- se ha convertido en todo un prototipo de «obra sin autor», apegada al imaginario colectivo a través de sus iconos y elementos argumentales más representativos. Una historia que apela al poder de la fantasía y tiene en el camino su principal elemento simbólico.

 

 

Daniel Ruiz García

Quiere mi caprichosa imaginación hacer coincidir en el mismo tiempo del recuerdo dos momentos determinantes de mi infancia: el primero, el descubrimiento atroz de que los Reyes Magos eran los padres; el segundo, mi primer visionado de la película El mago de Oz. Del primer momento, retengo algunas imágenes que parecen más bien incrustadas en mi retina: mi hermano Luisma vigilando sigiloso el pasillo, al tiempo que acerca una silla hasta la puerta, para abrir de par en par el altillo que está sobre el quicio, y descubrirme —¡oh, dios mío!— la imagen inconfundible de las bolsas multilogotipadas con banderitas del Corteinglés, entre las que sobresalen algunas cajas de juguetes, una de ellas la granja de los clics de Playmobil (ya habían dejado de ser Famobil); otra segunda imagen, la del castigo: mi madre empalizando a mi hermano a lo largo del pasillo, con una escoba (¿o era una fregona?) que se quiebra sobre su espalda, mientras yo observo el momento entre decepcionado y aturdido. Esta segunda imagen ha quedado en nuestra memoria familiar como una de esas historias con entidad de sainete, de recurrente remembranza en cualquier nochebuena, cumpleaños o celebración doméstica que se precie (otra de mis favoritas: mi padre, furioso porque con nuestros gritos mi hermana Berta y yo no le dejamos dormir, nos atiza furioso con una zapatilla en el culo, ignorando que esa zapatilla, a pesar de que produce un gran ruido, no provoca más daño que un pedazo de cartón; mi hermana y yo reteniendo las carcajadas, mientras mi padre regresa a su habitación prometiendo una nueva visita como no acabemos con los gritos de inmediato).

En cuanto al segundo momento, se trata sin duda de una de mis epifanías personales. Descubrir sobre una pantalla la existencia de la magia, comprobar que hay ficciones que pueden desplazarte en las coordenadas espacio-tiempo y trasladarte a otro mundo. Todavía conservo un vestigio de aquel estremecimiento si recuerdo el momento en que Dorita, la talludita niña interpretada por Judy Garland —menos mal que finalmente el papel fue para ella y no para la odiosa Shirley Temple, cuánto ganamos con aquella elección—, abría las puertas de su grisácea casa, ya después de haber sido desplazada por el tornado, y todo un mundo en technicolor se abría ante ella, una tremenda explosión de color saturado que se adelantaba en muchas décadas a las texturas visuales de la psicodelia. Muchas veces soñé con aquel mundo de Oz. Desde el principio sentí que era el sitio mágico al que me gustaría viajar, en el que me gustaría vivir. Mucho más fantástico que el de cualquier dibujo animado (sólo muchos años después supe que El Mago de Oz era una especie de respuesta, en formato de película en carne y hueso, a la animación de Disney Blancanieves y los Siete Enanitos; un intento de crear fantasía a partir de actores reales). Mucho más fantástico que el de cualquier ficción vista hasta entonces. El Mago de Oz, la película, despertó en mí un instinto creativo que hasta entonces había permanecido dormido. Me parecía maravilloso que alguien pudiera concebir una ficción con tal potencia que fuera capaz de permitir al espectador su traslado a otro mundo. Cuenta Salman Rushdie que fue El Mago de Oz, la película, lo que llevó a ser escritor. Probablemente a mí me haya ocurrido lo mismo. Lo que está claro es una cosa: sin El Mago de Oz, nunca hubiera sentido la fascinación que hoy siento por el fenómeno creativo.

El Mago de Oz pertenece con propiedad a ese exclusivo género de creaciones que han alcanzado el estatus de «obra sin autor». Me refiero a las creaciones que se hacen tan fuertes en el imaginario colectivo, que disfrutan de tantas recreaciones, reconstrucciones, reinterpretaciones y revisiones, que acaban diluyendo por completo el concepto de autoría, de forma que sólo queda la Obra, entendida en un sentido absoluto y universal, y de la que sólo se aprehenden con contundencia, como un icono visto en la distancia, sus elementos más característicos: la historia de una niña desplazada a un mundo mágico por un tornado; la aventura solidaria de cuatro amigos a lo largo de un camino empedrado (en el libro, de oro; en la película, simplemente, “de baldosas amarillas”); el fraude de un líder espiritual y moral que esquiva el miedo a través del engaño; el ¿ansiado? regreso a casa.

En su interesante ensayo La semilla inmortal, Jordi Balló y Xavier Pérez desmenuzan los principales argumentos universales del cine. Uno de ellos es la historia de Ulises, que al cabo no es sino la historia del héroe que camina. El Mago de Oz pertenece a la tradición argumental de La Odisea (curiosamente, otra de las grandes obras que han conseguido desembarazarse del autor), pero incorpora matices que lo convierten en algo único. La singularidad de El Mago de Oz está en la naturaleza de ese camino, que es el camino del sueño; la singularidad está en el carácter excepcional, mágico y extraordinario del camino. El Mago de Oz es un cuento que entronca con la tradición de los cuentistas modernos que surgen a partir del último tercio del siglo XIX y comienzos del siglo XX (la obra fue publicada, de hecho, en 1900) y que superan los conceptos algo apolillados de las hadas, las brujas y los príncipes clásicos mediante planteamientos más modernos y fantasiosos, con un punto onírico, y que curiosamente ponen casi siempre a la mujer en el objetivo (Alicia en el País de las Maravillas, de Carroll, o Peter Pan, de Barrie, son dos ejemplos representativos). A pesar de la simpleza de la formulación, la historia de Frank Baum está llena de audacia. Es en las incoherencias y los aparentes titubeos de la historia donde reside precisamente su magia. Una magia que hoy no habría pasado el filtro de ningún comité de lectura editorial. Sobre todo en la novela, el mundo de Kansas es feo, vulgar, desapacible. El tío Henry no puede ser un ser más despreciable. Frente a ello, desde su entrada en Oz, el nuevo mundo resulta fabuloso. No se entiende, pues, que Dorita tenga el empeño de volver a su árido y desapacible hogar. La casa, además, viene a caer sobre el cuerpo de la Bruja Mala del Este, provocándole la muerte. Sin más, Dorita se apodera de sus zapatos, chapines de rubíes en la película y zapatos de plata en el libro (desde que leí el libro, siempre me gustaron más los zapatos de plata, aunque reconozco que los chapines rojos refulgen tremendamente en technicolor). La misma Hada que le anima a ponerse los chapines es la que al final, después de todas las fatigas de la película, le sugiere juntarlos tres veces para regresar a casa. Por tanto, resulta una aventura que podríamos habernos ahorrado. La historia está llena de pequeñas trampas, entre la que sobresale, por encima del resto, la del fraudulento mago. Un mago que además gobierna con irresponsabilidad, porque a pesar de todo su poder no duda en enviar a la cuadrilla de mamarrachos aventureros a derrocar a la tirana, la Bruja Mala del Oeste (inconmensurable el papel de Margaret Hamilton; al parecer, durante el rodaje de la película se comportó de una manera muy cercana al papel que representaba). Y al final de todo, resulta que no es ni mago ni nada, sino un embaucador, un impostor que se ha llevado de calle a todo Oz con trucos propios de barraca. La moraleja del libro es bastante lúcida y pesimista: todo es una pantomima, los que mandan son unos embusteros, no hay un verdadero final, el destino es tan gris como la partida: una Kansas desangelada, empobrecida y gris. Lo único verdadero es el camino.

En cierto modo, con los Reyes Magos ocurre lo mismo. Como el impertinente perro Totó que tira de las cortinas para dejarnos ver al embustero mago, mi hermano me abrió el altillo para que mi sueño se hiciera pedazos. Pero cuando cojo un libro, cuando me meto en una buena novela o en una película, cuando me sumerjo en algún disco que merece la pena, mi imaginación echa a volar. Regreso al país de los Reyes Magos, que debe ser un poco como aquel Oz que persiste en nuestro imaginario colectivo: el país inefable de las baldosas amarillas, la región singular y extraordinaria de las historias imposibles. La ficción, la fantasía, la capacidad de soñar: todo eso que nos hace sentir verdaderamente vivos.

admin

6 comentarios

  1. Todos los niños que se enteren de que los Reyes Magos son los padres deberían ver el Mago de Oz para que despierte en ellos el Rey Mago y el Poeta. Buena reseña, sí señor.

  2. Qué preciosidad, Dani! me ha encantado esta reseña: enhorabuena.

    Recomiendo a todo el mundo Wicked, la posmoderna historia de Oz contada desde el punto de vista de la Bruja «Mala» del Oeste, que a lo mejor resulta que no era tan mala…

  3. Dani, eres el mejor.

    Que todo el mundo lo sepa, que todos se enteren: EL MEJOR.

    Un amigo que te admira.

  4. Me ha encantado ese paralelismo entre la cortina que oculta al Mago y el altillo de tu casa en el que se escondían los regalos navideños…

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