“La historia no tiene tiempo para ser justa. Como frío cronista, no toma en cuenta más que los resultados.” (Castellio contra Calvino, Stefan Zweig)
REBECA GARCÍA NIETO | La verdad es que, aunque lo tengo desde hace meses, por motivos varios, he ido aparcando la lectura de este libro hasta ahora. De hecho, por cosas del azar, hice mi pequeña contribución a esta novela ayudando a la autora a encontrar algunas de las “localizaciones” que aparecen en ella, pero la idea de que el libro tratase de un torero me echaba un poco para atrás. Las corridas de toros no me interesan lo más mínimo aunque sea el mismísimo Hemingway el que escriba sobre ellas… Prejuicios, claro está: mea culpa. Pero es que, además, en Yo soy El Otro los toros aparecen, si acaso, de perfil: “Lo más probable es que, de escribirse, no tuviera una sola corrida de toros en sus páginas (…) Ni toros, ni banderillas. Ni picadores dando puyas. Y tal vez ni siquiera toros. Quizá tan sólo de refilón. Por ejemplo, uno pintado en un abanico. O la cabeza disecada de una res en la barra de un bar”. Así que no hay razón para que nadie, ni siquiera los antitaurinos, se espante. Esta novela no va de toros; sino de la suerte, del éxito y el fracaso: “mi vida es la historia de un fracaso”, dice al principio el protagonista, José Sáez Fernández, un hombre que pasó gran parte de su vida siendo otro, siendo sólo una cara que era un calco de la de otra persona… algo que, bien pensado, puede ser tan aterrador como recibir al toro a porta gayola.
No es la primera vez que Vias Mahou parte de una persona de carne y hueso para vertebrar un libro. En su anterior, y también muy recomendable, novela, Venían a buscarlo a él, la autora noveló los últimos años de vida de Albert Camus. En esta ocasión, la escritora encara un “más difícil todavía”, ya que no sólo tratar de “dar vida” a alguien que está todavía vivo, sino que, además, el protagonista, un novillero, carece en principio del atractivo del escritor francés. Nuevamente, me tengo que meter los prejuicios donde me quepan, porque, en manos de la autora, el Cordobés apócrifo (el principal rasgo de José Sáez es que es clavado a Manuel Benítez El Cordobés) resulta ser un personaje mucho más interesante de lo que había pensado.
Además de contar las peripecias de este “plagio de carne y hueso”, incluyendo el encuentro del “facsímil” con el “original”, Vias Mahou retrata aquella España de los sesenta, esa época en que la gente pedía Mirinda en los bares, los anuncios decían cosas como “Para papá lo mejor: una camisa de Tervilor”… y algunos aspectos característicos de nuestro paisaje actual empezaban a despuntar. La cultura del pelotazo asomaba ya en pueblos como Brihuega, donde una promotora se empeñó en construir una plaza de toros, un polideportivo, un coto de caza, otro de pesca… en un pueblo que se estaba quedando vacío. Los entresijos del negocio del toro –empresarios taurinos, apoderados sin escrúpulos– aparecen también en la novela, ya que, aunque los toros no asomen más que de refilón, la autora tampoco elude el tema. Si Hemingway relacionaba la afición de los castellanos a las corridas con la religión y la muerte (“Piensan mucho en la muerte y, cuando tienen una religión, es una religión que cree que la vida es mucho más corta que la muerte. Con este sentimiento, ponen en la muerte un interés inteligente, y cuando pueden verla dar, evitar, rehusar y aceptar (…) pagan con su dinero y van a la plaza”); la escritora madrileña lo relaciona con el infantilismo (“¡No te olvides del salto de la rana! Siempre pedían lo mismo. El público sufría un infantilismo feroz. Aquellos hombres y mujeres eran como niños, cuando demandan una y otra vez los mismos cuentos, contados siempre de la misma forma, sin un solo cambio”).
Para mí, lo mejor de la novela está en los detalles, en esas flores de las cunetas que se parecen a “fragmentos de vidrieras de una catedral” o en los colores del traje de luces que elige Sáez: nazareno y oro. Con una habilidad envidiable, la autora se las ingenia para ir tirando de los hilos del traje y hacerlos aparecer en distintos puntos de la novela, con delicadeza, sin romperle las costuras. Así, cuando menos te lo esperas, el nazareno y oro aparecen en las “minúsculas flores moradas que surgían por los campos allá en su tierra en el mes de mayo. Procesiones enteras de diminutos capirotes, llevando el oro de la lluvia y del sol en andas”. No obstante, la narración me ha parecido menos fina en otros momentos (cuando el torero se siente observado por todos en la Gran Vía o cuando se encuentra frente al espejo), aunque tal vez no sea éste un defecto del libro, sino una imposición de ese lugar común que es a veces la realidad (quiero decir que tal vez la autora lo ha escrito de este modo simplemente porque así fue como sucedió).
Dejando a un lado estas minucias, lo cierto es que se trata de un buen libro, escrito con una prosa elegante y sutil como pocas. Además, al contar esta historia, la autora salva al protagonista de ser arrojado “a la fosa de los grandes olvidados”, como escribía Stefan Zweig, “nulla crux, nulla corona; sin cruz, sin corona…”. Vias Mahou habla en su novela del “síndrome del espectador”, “siempre dispuesto a ensalzar y vitorear o denigrar y zarandear al primero que se les pone delante. Necesitan héroes y villanos, a los que enaltecer o decapitar como si fueran dioses o criminales”. A veces es sólo cuestión de azar estar en una u otra cara de la moneda. Las personas que “tienen éxito” dicen mucho de la sociedad que los encumbra. Y las personas que se quedan en la cuneta también dicen mucho de la sociedad que lo permite. Este tipo de historias nunca pasa de moda. De hecho, es siempre la misma historia. Y rara vez es justa.
Yo soy El Otro (Acantilado, 2016) de Berta Vias Mahou | 240 páginas | 18 € | XXVI Premio Torrente Ballester de Narrativa