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Síndrome de abstinencia

ILYA U. TOPPER | Annemarie Schwarzenbach. Hay gente, y yo me cuento entre ellos, que al escuchar el nombre levanta la mirada y siente un calor en alguna parte. Rubia, pelo corto, esbelta, seria, el inevitable cigarrillo en la boca, así presenta un bello cómic reciente a la fotógrafa y reportera, quince años en el 23, cuando Alemania era el país más moderno del mundo. Veinticinco años en 1933, cuando Alemania empezaba a irse al diablo y ella se montó en un tren a Estambul. Anatolia, Siria, Líbano, Palestina, Iraq, Persia. No se exiliaba: era suiza. Escribía, fotografiaba, participaba en excavaciones arqueológicas, documentaba. Iba a seguir documentando toda su corta vida (murió a los 34 años), desde los mineros del carbón de Pittsburgh a los nómadas de Afganistán, de las playas de Barcelona a las plantaciones del Congo. Pero creo que hay una sola palabra que la define: viajera.

Antes de lanzarse a su primer gran viaje a Medio Oriente —volvió varias veces a Irán—, Schwarzenbach publicó en Berlín en 1933 el libro Lyrische Novelle. Había debutado dos años antes con una novela juvenil llamada Los amigos de Bernhard, pese a las buenas críticas recibidas más bien un ejercicio de estilo que juntaba a caracteres diversos y algo excéntricos alrededor del adolescente protagonista, sin construir una trama.

Su segunda obra es mucho más precisa, concentrada en un argumento claro. Como corresponde a la palabra alemana Novelle, que no se debe confundir con una novela, ni larga ni corta, porque se trata de un género literario con sus propias normas y principios. El romanticismo alemán lo definió como la densidad de la narración alrededor de un protagonista solitario o incomprendido y sus emociones, marcado por un hecho inaudito, sorprendente (novel). Hay que reconocerle a Schwarzenbach que su libro está en la mejor tradición de esta literatura, página por página.

El narrador, un chico de buena familia que debería estudiar para diplomático, se aloja en un hotel de una pequeña ciudad, prácticamente un pueblo, y salvo algún paseo se dedica a recordar la relación con Sibylle, la cantante a la que ha dejado atrás en Berlín o intenta dejar atrás, con más voluntad que éxito. Sibylle es… si pudiera resumir en una frase o dos cómo es Sibylle, Schwarzenbach no necesitaría haber escrito su novelle.

Sí puedo decir que la relación del narrador con Sibylle es enfermiza. Él la recoge todas las noches en el teatro y se dedica a recorrer las calles de Berlín en coche. Sin más. A veces ella le coge la cara con las manos, le dedica palabras cariñosas. No se besan. No son amantes. Aunque él daría la vida por serlo. Ella lo sabe. No parece que le importe. Tampoco parece que ella quiera hacerlo sufrir. No parece que intente conseguir nada. Se deja acompañar a través de noches de alcohol y tabaco, bares y madrugadas. Una y otra vez. Sin objetivo. Sin meta. Él enferma. Los amigos —él tiene amigos, el sueco Magnus, el igualmente sueco Erik, que también fue admirador, quizás amante, de Sibylle, pero lo ha superado— no consiguen ayudarle. El único que le ayuda es Willy, un chico del que nada sabemos salvo que también su vida gira enteramente en torno a Sibylle: ha abandonado los deseos que el narrador aún alberga; simplemente la sigue, cual anónimo escudero.

Llevar hasta este punto absurdo el concepto del amor romántico podría parecer una parodia del romanticismo, pero no lo es; la autora se toma la historia tan condenadamente en serio como sus protagonistas. Y bajo este prisma se podría considerar otro intento no demasiado afortunado de llevar al papel unas emociones propias de adolescente, sin construir bien los personajes. Porque Sibylle, el centro de toda acción, carece de facetas humanas. No es mala persona, no intenta hacer sufrir a nadie, pero tampoco tiene un perfil psicológico que nos haga entender sus reacciones, si se puede llamar reacción a recorrer la noche de Berlín con movimientos de sonámbula. Sibylle actúa sin razón. Como bajo una droga. Cuando en realidad, ella es la droga.

Sibylle es la droga. Quizás haga falta leer la novelle dos veces para sospechar que Schwarzenbach ha reflejado aquí algo más que un desafortunado amor de juventud. Por supuesto podemos pensar que la artista de teatro está modelada según la actriz Therese Giehse, y que Erik, amigo y rival, no es otro que el alter ego de Erika Mann, la mejor amiga de Annemarie y amante, en aquellos años, de Therese (hasta hubo un Magnus en el grupo). Pero interpretar la obra como un simple Schlüsselroman, una novela en clave sobre personajes reales, sería quedarse corto o, más bien, errar. Debemos recordar que en aquellos aún salvajes años treinta de Berlín, Schwarzenbach conoció no solo a lo más granado de la farándula sino algo más granado aún: la morfina.

Sibylle es la droga. Al menos, la entrega incondicional del narrador a su presencia, sin sentido y sin meta, incluida la descripción de trastorno físico por su ausencia, dolores y náuseas, es una continuación coherente del romanticismo alemán en el que, recordamos, era habitual enfermar y morirse de amor (ayudado por una oportuna tisis, que tanto bien le ha hecho a la literatura decimonónica), pero en su realismo, en su lenguaje moderno de la década de 1920, refleja con toda verosimilitud la experiencia de la adicción a una sustancia tóxica. Los viajes en coche con Sibylle a ratos no son otra cosa que un mal viaje.

Por eso mismo, Sibylle no tiene maldad: no es culpa de ella si el narrador es adicto. Y en este sentido adquieren un mayor perfil también los demás personajes: Erik ha superado la adicción, Willy ya no lo intenta siquiera, su vida ya solo es esperar en la puerta a que del teatro salga Sibylle para ir hacia el coche de su nuevo admirador.

Ay, Annemarie.

Una novela lírica (Firmamento, 2022) | Annemarie Schwarzenbach |Traducción de Alberto Gordo | 100 págs. | 17 €

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