El arte de la fuga
Vicente Valero
Periférica, 2015
ISBN: 978-84-16291-10-6
101 páginas
14,75 €
Coradino Vega
De Vicente Valero se podía conocer su poesía y su obra como ensayista hasta que el año pasado publicó un libro cautivador, Los extraños, en el que de algún modo se servía de su mirada poética y la indagación de la memoria para lograr una novela de una belleza y originalidad rotundas: una precisa elegía que rastreaba la huella de cuatro familiares que habían permanecido en el recuerdo como cuatro seres raros y desconocidos respecto a los que parece que el autor sintiera algún tipo de identificación o deuda. Por medio de un atinado fraseo largo y cadencioso, un lenguaje transparente y un narrador consciente de sus límites a la hora de contar lo no vivido de primera mano, Valero rememoraba las andanzas de un abuelo militar en el Sahara, el regreso de un tío que había recorrido el mundo jugando al ajedrez, las peripecias de un bailarín que también viajó mucho antes de regresar a casa para después volver a marcharse, la historia de un comandante republicano enterrado en el cementerio de un pequeño pueblo situado en el sur de Francia. Si algo tenían en común esos cuatro personajes, además de resultar extraños tanto para el autor como para sus familiares cercanos, era que los cuatro habían dejado su tierra como si emprendieran una huida, unos para regresar y otros para no hacerlo nunca, con esa velada urgencia de escapar de quien no puede quedarse con los suyos si quiere preservar su manera de ser, su esencia. Eso conecta la primera novela de Valero con el eje vertebrador de El arte de la fuga, que más que un libro de relatos es un hermoso tríptico evocador de San Juan de la Cruz, Friedrich Hölderlin y Fernando Pessoa, y cuya unidad radica precisamente en la necesidad que tuvieron los tres de emprender un salto espiritual que los integrase en una realidad más alta y menos quebrada que a la que asistieron en vida.
Puede que la recreación de los últimos días de Juan de Yepes sea el retrato más logrado, pues en él Valero consigue fundir la voz del personaje con la suya propia sin caer en la exégesis ni el relato histórico, haciendo revivir la época de una manera que en ningún momento deja de ser a la vez contemporánea. Su vuelo poético es el que necesita la evocación del autor de Cántico espiritual, reproduciendo sus metáforas y símbolos en los momentos previos a la muerte. Hay un aire gozoso entre los hermanos carmelitas que cuidan del moribundo como del Cantar de los Cantares y que recuerda también a la alegría austera de los monjes de la película De dioses y hombres: a “la llama de amor viva”. Todos esperan que se produzca la definitiva unión del Amado con la Amada; también Juan, como desenlace de su impulso de fuga y destierro.
Pero si el religioso abulense aguardaba ese impulso como el paso crucial de su camino místico, para Hölderlin suponía echarse a andar, escapar a pie de las ciudades en las que no estaba a gusto, en busca del amor o de una sintaxis desconocida que acabaría traspasando la frontera de la razón y adentrándose en la demencia. Cuando Hölderlin se entera de que Susette está enferma, decide abandonar su puesto de preceptor de los hijos de su mecenas en Burdeos y regresa a pie a Alemania para verla antes de que muera. Él no encontraba nada más asombroso que el camino, quizás su morada más auténtica, desde el día que decidió abandonar su tierra natal y sufrió el menosprecio de aquellos a los que más admiraba: Goethe, Schiller, Fichte, Hegel.
Y si para San Juan de la Cruz la fuga consistía en abandonar el cuerpo llagado, y para Hölderlin caminar hasta la locura, la noche del 8 de marzo de 1914 Fernando Pessoa logró fugarse de sí mismo desdoblándose en el primero de sus heterónimos, Alberto Caeiro. Vicente Valero conoce en profundidad la poética de sus personajes. Pessoa era un hombre depresivo a quien no se le habían pasado sus males de juventud: la delgadez extrema, la rebeldía contra el orden burgués, las derogaciones artísticas en nombre de la modernidad, la timidez triste, la nostalgia por lo no vivido, la arrogancia alcohólica, el exceso de inteligencia. Pero aquella noche, tras beber toda la tarde, no habló ni tan siquiera con su amigo Mario de Sá-Carneiro. Se fue a casa y allí le encontró su médium: una voz que le conminaba a aprender a desaprender cuanto había conseguido saber hasta aquel día, que le dictaba que pensar no era otra cosa que estar enfermo de los ojos, pues para aquel pastor animoso que no le pedía nunca a nadie nada, ni tenía expectativa alguna, no existían sentidos ocultos ni secretos por descifrar, razones absurdas que desentrañar filosóficamente, mayor metafísica que la luz del sol, celebrar la inocencia del mundo y la observación concreta de la naturaleza.
En las tres narraciones Vicente Valero utiliza un punto de vista sospechoso, levemente irónico, que apela a la primera persona del plural cuando se encoge de hombros. Guarda también la distancia justa respecto a lo que cuenta y, en su observación de la naturaleza, las pequeñas cosas y el comportamiento humano, late una honda sabiduría comprensiva. Como los poetas de los que habla, Vicente Valero parece haber escrito este precioso libro en estado de gracia, bebiendo de la misma inspiración laboriosa de Los extraños. Lamentaba en una entrevista reciente Félix de Azúa que, en este país, cualquier intento de hablar de la belleza, de hacer más agradable la vida, se considerara una cursilería. Vicente Valero nos habla de la belleza del mundo en este libro, con una delicadeza conmovedora que nos hace pensar que no se puede escribir mejor que como él lo hace. Y eso no es sólo una fuente de placer, sino también de consuelo. De necesario consuelo.
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