EDUARDO CRUZ ACILLONA | De las decenas de frases míticas que ha escrito Woody Allen, hay una que me gusta especialmente. Dice: “Hice un curso sobre lectura rápida y leí Guerra y Paz en veinte minutos. Creo que decía algo de Rusia”.
Es lo que me pasa a mí desde hace tiempo con las novelas de más de quinientas páginas. Las leo rápido, en diagonal, saltándome páginas que adivino que son absolutamente prescindibles y rara vez, por desidia, cansancio o intereses de fuerza mayor (que tampoco son tan complicados), llego hasta el final. De hecho, no recuerdo la última vez que leí una novela de más de quinientas páginas. Me acuerdo, al estilo de George Perec, haber estado muy enganchado con El ocho, de Katherine Neville, y guardo con especial cuidado mi ejemplar en inglés dedicado por ella. También leo, porque eso es otra categoría, todo lo que escribe Elia Barceló, tenga las páginas que tenga. Pero, por lo demás, habas mal contadas, suelo huir bastante de este tipo de libros.
¿Qué ha pasado para que me haya decidido no solo a leer La biblioteca de fuego (528 páginas) sino a llegar hasta el final sin saltarme una sola frase y en dos tardes? Pues han pasado varias cosas.
En primer lugar, que yo tenga muy claro de toda la vida que el verdadero Palacio Real de Madrid es la Biblioteca Nacional. También, que la novela tenga el más alto respeto y la mayor devoción por aquellas personas que dedican su vida profesional al cuidado del libro, sea en una biblioteca o en una librería. Y, en tercer lugar, que, al igual que me pasa con Barceló, la firme María Zaragoza.
Porque, a diferencia de otros autores del género, María Zaragoza se empapa de documentación a la hora de escribir sus historias, pero no convierte sus novelas en libros de Historia para demostrar su erudición. En ellas, y La biblioteca de fuego no es una excepción, la Historia es un telón de fondo delante del que brillan sus personajes.
Sus personajes, ya que los menciono, son creíbles, no planos, responden a cada situación como seres humanos que son, sin ajustarse al cliché que muchos autores les confieren desde el principio. Evolucionan, se hacen mayores y maduran durante el transcurso del tiempo. Y lo vemos, nos los creemos y, en consecuencia, vivimos con ellos, nos emocionamos, tememos con sus miedos y celebramos sus éxitos. En ese sentido, de la protagonista de esta novela, Tina, podríamos decir, al modo de Serrat pero para bien, “entre esta tipa y yo hay algo personal”.
También, a diferencia de otros autores, María Zaragoza maneja la trama con pulso firme y maestría. Sus giros y cambios de ritmo tienen sentido, sorprenden al lector, quien no puede nunca dar algo por hecho, de ahí la emoción de pasar de página. La coherencia está presente en todo el relato, todo lo que sucede tiene su lógica y se apoya en datos, apuntes, pistas que la autora ha ido dejando por el camino. Aquí no hay fuegos de artificio ni conejos sacados de la chistera para poder resolver una escena. Donde en otros autores hay un burdo truco, en esta novela hay pura magia.
¿Recuerdan esa película de romanos en la que a uno de ellos se le ve con un reloj de pulsera en la muñeca? Eso también ocurre en muchas novelas. En La biblioteca de fuego cada detalle tiene su por qué y no hay manera de pillar a la autora en un renuncio. Cierto es que algunos datos históricos (fechas, situaciones, etc…) han sido levemente modificados a favor de la ficción, pero ni siquiera el lector más avezado podrá ponerle un pero a esas mínimas digresiones. Es más, las agradecerá, pues, no alterando el sentido de la Historia, hacen crecer el sentido de la historia.
También, a diferencia de otros libros de similar perfil, es difícil señalar una sola página que sobre en esta novela. Así como otros se explayan durante párrafos y párrafos, a cual más extenso, para describir un paisaje que luego no volverá a aparecer ni tendrá relevancia alguna en la trama, María Zaragoza huye de preciosismos fatuos y nos lleva de un sitio a otro con elegancia, sin alharacas ni estridencias literarias, sin necesidad de adjetivarlo todo para demostrar lo bien que conoce el lenguaje y lo mejor que escribe.
Si a todo ello, y más que me dejo en el tintero del teclado por no escribir más de quinientas páginas, le unes que la novela transcurre en los años 30 en Madrid, con todo lo literariamente atractivo de sus vaivenes y sus cambalaches, y que es un homenaje tan sincero como profundo a todas aquellas personas que en tiempos convulsos decidieron apostar su presente y su futuro a preservar la cultura, a cuidar del patrimonio más valioso que puede tener un país, si juntas todo eso, digo, 528 páginas se te hacen cortas.
“Porque el arte y la cultura traen esperanza; porque el saber y el conocimiento son la mejor oposición al fascismo; porque nos han marcado como a enemigos; porque como borregos silenciosos seríamos más manejables”, sentencia la protagonista en la página 309. ¿Cómo no la vamos a querer? ¿Cómo no la vamos a acompañar hasta el final?
Y si aún no les he convencido de por qué esta novela no es igual que la mayoría de las de más de quinientas páginas que se venden hoy en día, les aportaré un detalle más: mi ejemplar de La biblioteca de fuego lo he colocado justo al lado de La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón (592 páginas). Porque, en muchos aspectos, me parecen primos hermanos, no sé si me explico…
Reseña publicada con anterioridad en la web de Tres Pies al Gato.
La biblioteca de fuego (Planeta, 2022) | María Zaragoza | 528 págs. | 21,90€