ELENA MARQUÉS | Estimado don Francisco:
A pesar de que las aulas me quedan ya muy lejos, o precisamente por eso, al oír ciertos nombres se me dibuja una mueca de nostalgia.
Mi generación, que empezó a desdeñar el manual de literatura española de Juan Luis Alborg y acuñó la colección de la Editorial Crítica para preparar sus exámenes, sabe que, independientemente de las simpatías o antipatías que su director, un personaje como usted, despertara, mucho le debemos en nuestra manera de enfocar la Filología y la comprensión y el estudio de las letras.
Sí, he dicho personaje, y creo que he hecho bien al tildarlo de esa manera, porque en eso lo transformó en más de una ocasión su amigo Javier Marías en sus inolvidables novelas. Y quienes lo tratan y trataron (a usted me refiero) saben que aún le calza bien la tercera acepción del término según el diccionario académico, por su carácter peculiar y su tendencia a la ironía e incluso, por qué no, al exabrupto.
En esta ocasión, veo que ha querido recopilar, en Una larga lealtad. Filólogos y afines, artículos laudatorios a compañeros del gremio como Inés Fernández-Ordóñez, el matrimonio Malkiel (y sus turbadoras zalamerías), Marcel Bataillon, Antonio Rodríguez-Moñino, José María Valverde, Guillermo Díaz-Plaja, Mario Vargas Llosa o Domingo Ynduráin; algunos, textos muy antiguos (el primero, dedicado a don Ramón Menéndez Pidal, quien «puso las primeras piedras para alzar el ansiado edificio de una ciencia española de altura europea», de 1964), y bastantes trazados a raíz de su muerte, que resulta siempre buen momento para alabar al prójimo. Pero bueno, como los motivos de alabanza son muchos y consistentes, porque quienes conforman el índice de este libro son figuras importantísimas de la Filología y la Lingüística del siglo XX, nada hay que reconvenir de su conducta.
Evidentemente, aparte del merecido halago personal por parte de quien tuvo la suerte de conocerlos, en estas recensiones y semblanzas, algunas muy breves, más algún que otro discurso de agradecimiento o de recepción de premios y honores, recorre usted obras y aportaciones de cada uno, a conciencia y en profundidad, con tecnicismos propios de la rama del saber en que se ocuparon, metiendo un poco las manos en harina filológica y también, por qué no, sociológica (léanse las aportaciones de Petrucci). Todo eso convierte el libro en obra solo para unos pocos iniciados, entre los que, por supuesto, no me incluyo. Pues, a pesar de tener (sin enmarcar aún, y ya para qué) mi título de Hispánicas, me he perdido en los laberintos de procedimientos y terminología, entre las ramas del estema lachmaniano, en nombres de poetas para mí prácticamente desconocidos, en fragmentos en su lengua original que los menos doctos hubiéramos agradecido ver vertidos al español…
Pero no me quejo. Pese a la dificultad que he encontrado en seguir, entre esa maraña de términos, algunos temas de los que lo ignoraba casi todo, la importancia del latín vulgar en la conformación de las literaturas romances, la modernidad de la poesía provenzal o la antigüedad del monólogo dramático, que, como tantos otros (pero, por supuesto, no Peter Dronke), yo atribuía a Browning y tan tranquila, debo decir que he aprendido mucho, y que ciertas cosas me han quedado muy claras y solo puedo comulgar con ellas. Especialmente que, remedando a Manrique, en eso de reconocer el carácter científico de la Filología (aunque Roncaglia diría que no es una ciencia, sino una rama de la retórica), «cualquiera tiempo pasado / fue mejor».
Porque los estudiosos de entonces (me estoy pareciendo a mi abuela) abarcaban y sabían mucho más que los de ahora, «especialistas minúsculos», peritos de lo mínimo. Eran verdaderos humanistas, tal como se concebía el término en su origen. Así Gianfranco Contini, capaz de hablar «todas las lenguas romances reconstruyéndolas paso a paso a partir de los paradigmas latinos» (igualita igualita que quien le escribe). O Martín de Riquer, poseedor de una «sabiduría infinita» (así reza el subtítulo del artículo dedicado a él). O Claudio Guillén, eterno viajero y, quizás por ello, precursor del concepto de la globalización, entregado al estudio de la intertextualidad y, en definitiva, al comparatismo («cualquier modalidad de estudio cuyo asunto no puede dilucidarse como es debido sin recurrir a más de una tradición lingüística y literaria») porque (preciosa esta frase) «la literatura es ancha y heterogénea como el mundo, cambiante e imprevisible como los hombres». O esto que creo que es aportación personal de usted, don Francisco, y que me resulta reveladoramente hermoso: «A menudo se da por supuesto, demasiado a la ligera, que las tradiciones fluyen desde el pasado hacia el presente. No es así. Una tradición es la construcción de un pasado desde el presente y para incidir en el presente». Supongo que, como diría doña María Rosa Lida, nunca hay que olvidar la Nachleben, ni las vidas infinitas de un clásico, sus variantes, su plástica organicidad.
Por eso mi misiva quiere ser de agradecimiento. Que un célebre especialista en tantos temas, editor del Lazarillo y el Quijote, investigador infatigable y un largo etcétera, eleve laudatio tras laudatio para mostrar su larga lealtad me ha permitido retrotraerme a esos tiempos felices de aula magna y despreocupación, y también, cómo no, a algún que otro congreso al que asistí, para, con esa mueca de nostalgia, evocar lealtades y anécdotas propias.
Aún recuerdo a ese ya anciano Rafael Lapesa subiendo con cuidado una escalera, al que un compañero le preguntó «pero, don Rafael, ¿cuándo va a jubilarse?», y que fue despachado con un ligero «cuando sea viejo». O al generoso Fernando Lázaro Carreter, que prefirió pasar una cena de gala con unos cuantos recién egresados y al que ese mismo compañero (incorregible, sí) le afeó la instantánea que presidía su dardo en la palabra semanal porque parecía muy serio, foto que el entonces director de la Academia cambió al día siguiente por otra más amable. Y la sonrisa única y acogedora de don José Manuel Blecua.
Sí, todos guardamos recuerdos agradables de esa gran comunidad filológica, especialmente de aquellos más comprometidos que deseaban compartir su pasión y entusiasmo a los estudiantes, que contagiaban las ganas de irse a leer los textos de cabeza a la biblioteca más próxima.
Hace tiempo que abandoné las aulas y no sé qué se cuece en ellas, si aún nombrarán a Maxime Chevalier y sus estudios sobre el Ariosto; pero dudo que en unos años alguien pueda recoger en un libro una nómina como la que aquí queda.
Atentamente se lo agradece
Elena Marqués
Una larga lealtad. Filólogos y afines (Acantilado, 2022) | Francisco Rico | 280 páginas | 18,00 euros