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Somos nuestros agujeros

conjunto vacíoCAROLINA LEÓN | Hay libros que sabes que te van a afectar desde antes de abrir su primera página. Éste es un fenómeno que aparece en la vida cada vez con menor frecuencia, conforme una adquiere hábitos más extensivos de lectura y asimismo experiencia en la vida, al tiempo que se va dejando atrás la curiosidad de la infancia y/o impresionabilidad de la adolescencia. También hay libros que se hacen un hueco propio en la bio-bibliografía, en la “estantería selecta” con muy poco esfuerzo, incluso cuando una ha entrado en la era de ser tremendamente selectiva, con los compañeros de viaje de papel y con los de dos piernas.

Conjunto vacío pertenece a ambas categorías, y aunque estoy introduciendo esta reseña con dos modos de afectación, personales, es desde ahí desde donde quiero construir una lectura compartida. Con la convicción de que aquello que es privado la literatura es capaz de convertirlo en mensaje de eco amplio que, por poco que toque a unos pocos, puede hacer temblar el mundo. Teoría del caos o teoría de conjuntos. Verónica Gerber Bicecci se ha decantado por lo segundo: es posible contar una historia que se disgrega, que pierde elementos y sustancia conforme pasan las páginas, como desaparece a veces nuestra capacidad de decir o de designar con las palabras. Es ahí donde entran, en este Conjunto vacío, los esquemas y dibujos que acompañan la historia y que se hacen parte consustancial del relato.

Una historia que comienza con una ruptura: “Mi expediente amoroso es una colección de principios”. Y que sigue con un encuentro, o con varios, en el pequeño caos generado por la de-sustanciación que sigue a toda ruptura. La protagonista-narradora de esta historia va ofreciendo fragmentos sin orden cronológico (que el lector podrá o no reconstruir) entre el universo que abandona y el universo en el que ingresa, marcado todo ello por una ausencia primigenia. Y por el miedo a las que vendrán. “Cuando un suceso es inexplicable, se hace un hueco en alguna parte. Así que estamos llenos de agujeros, como un queso gruyere. Agujeros dentro de agujeros”. Su hermano (H) y ella (Y) han perdido a su madre (M), náufragos del exilio argentino en México, y ni se pueden explicar su ausencia ni pueden dejar de encontrar señales de su presencia en un piso que ya nadie mantiene ni cuida. Hay un fantasma que va dejando señales o agujeros a su paso como hacen los ratoncillos que habitan con nosotros. De esas presencias esquinadas y leves hay más.

La autora se sirve de las palabras pero también de gráficos que emulan la teoría de conjuntos, con los personajes y sus universos interseccionando, de manera cada vez más compleja. Pero esto no aparece como mera ornamentación sino que sirve al total del significado y la expresión; donde alguna vez existió un elemento que tocó nuestra individualidad, su pérdida se torna agujero, llaga, herida, marca para la identidad. O queso gruyere de extraño sabor rancio.

La voz protagonista va incorporando otras sustancias a su narración. Léase la lectura de un archivo de memorias de una escritora semi-olvidada, léase el uso de un telescopio que le muestra lo extravagante de nuestra presencia en el planeta y la relatividad del tiempo y el espacio; léanse las vetas de unas planchas de madera que va delineando con artesonada paciencia hasta el final del libro, como si dedicarse a esa convencida tarea pudiera devolverle parte de la sustancia que se disgrega en encuentros y desencuentros. La madera, con sus vetas, como metáfora del tiempo comprimido: quién no ha querido tener todos su momentos felices y epifanías reunidas en un único instante, en lugar de sentir que la identidad se desmorona en la línea de tiempo que va cuarteándonos el alma cada vez que un ser amado abandona nuestro conjunto…

Gerber Bicecci también nos lleva al reencuentro imposible con lo abandonado, o perdido antes de nacer, con las marcas identitarias de quien es de varios lugares a un tiempo: “Es extraño llegar a un lugar que se corresponde contigo, pero al que no perteneces. Reconocer una calle en la que no creciste (…). Encontrar un hueco justo de tu tamaño pero no poder llenarlo”: el relato transcribe ausencias que hablan de los exilios pero que se pueden leer en varios códigos; golpea ahí en el hueco, no deja indemne.

Y explora otra gran cantidad de agujeros (los de los desaparecidos de las dictaduras, los de los seres queridos emigrados o los de los posibles amores que jamás haremos existir en un intervalo de tiempo, que sabremos siempre finito), mientras se va instalando en el córtex de la lectora. Sirviéndole de metáfora abierta para leer sus propias ausencias y sus espacios en blanco, aposentándose cual mariposa que describe vacíos que, si bien cambiamos la mirada, se tornan rellenos.

Es posible que, con las pinceladas propuestas, nadie se haga muy bien a la idea de qué va este libro. Yo digo que va de nuestras vidas y lo hace con la forma más que con el fondo. Pero en su fondo, o en sus pequeñas escenas aparentemente inconexas que se encadenan con argamasa de palabras y dibujos, su idea central es posiblemente la de que existimos en tanto que nos abandonan (y el texto existe en tanto es abandonado para transmutarse en su esquema, mucho más comunicable). Es un libro en diálogo entre las ausencias y las posibilidades, entre los huecos y lo que cabe dentro de ellos. Es posible, digo, sólo posible, que aquello que nos roba sustancia e identidad nos la esté en verdad dando, proporcionando identidades que se ahuecan y hacen porosas como un queso gruyere para dejar entrar a nuevos elementos en el conjunto. Eso es lo que a menudo no sabemos ver en nuestras pequeñas vidas. Y de este modo proseguir la lectura, la curiosidad, el aprendizaje, tanto como la vida.

Conjunto vacío (Pepitas de calabaza, 2017), de Verónica Gerber Bicecci | 200 páginas | 16,50 euros

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