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“Soy una ópera. Una revuelta. Una amenaza”

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El mundo deslumbrante

Siri Hustvedt

Anagrama, 2014. Colección «Panorama de narrativas»

ISBN: 978-84-339-7905-6

402 páginas

20,90 €

Traducción de Cecilia Ceriani

 

 

Sara Mesa

Vamos a viajar unos cuantos siglos atrás -en concreto unos 350 años- para situarnos en el momento en que la Royal Society de Londres otorga, condescendientemente, su autorización a la duquesa de Newcastle, Margaret Cavendish, para que asista como observadora a una sesión de experimentos científicos. ¿Una mujer allí? ¿Interesada en la investigación científica? ¡Qué extravagancia, qué locura! Si es recibida es posiblemente por pertenecer a la aristocracia, no desde luego por su “intelectualidad” -que en todo caso será considerada como una monstruosidad o, cuanto menos, como una anomalía- ni por su aportación a la ciencia de la época (leo en la Wikipedia que Cavendish, nacida en 1623, “participó en discusiones sobre la materia y el movimiento, la existencia del vacío, la percepción y el conocimiento, también en la formulación de las primeras teorías moleculares, llegando a escribir diez libros de filosofía natural” ). No, nada de eso. Si a la autora de la que se considera la primera novela de ciencia ficción de la época, New blazing world, y también de la primera obra firmada por una mujer en toda Europa, se le otorga el privilegio del conocimiento no es tampoco para que pase desapercibida ni se libre de todo tipo de juicios desdeñosos. Fue calificada de “mujer loca, presuntuosa y ridícula”, según nos cuenta Siri Hustvedt a través de su personaje Harriet Burden y, para evitar males mayores, optó en ocasiones por el travestismo: “¿De qué otro modo podía una dama entrar en el mundo al galope? ¿De qué otro modo podía ser escuchada? Tenía que convertirse en un hombre o abandonar este mundo o abandonar su cuerpo, el insignificante cuerpo que le tocó al nacer, y deslumbrar”.

Bien, volvamos al momento presente. Es cierto -es innegable- que las cosas han cambiado mucho desde entonces y que hoy una mujer puede participar en igualdad de condiciones que un hombre en el mundo científico o artístico. Es decir: no existen vetos externos ni explícitos para ello e incluso son muchos los que afirman que, justamente al contrario, lo que hay son incentivos y favoritismos para ellas (¿?). Dejando esta discusión a un lado, la cuestión que plantea El mundo deslumbrante -título, en efecto, tomado de Cavendish- no radica en el acceso en sí de la mujer a la cultura -¡prueba superada, gracias!-, sino que apunta más hacia la recepción de la obra: ¿de verdad acogemos igual la creación de un hombre que la de una mujer? ¿No hay prejuicios en juego? Yo me temo que siguen existiendo diferencias sustanciales, que todavía una escena de sexo descarnado en un libro escrito por un hombre es calificada, entre guiños, como «bestia», «divertida» y «salvaje», digamos que como parte del código, pero en un libro de mujer pasa a ser «provocadora» y «sórdida», una especie de desafío incómodo. No digo que esto sea así siempre, pero seamos francos: no nos suena tan raro. También creo que existe un abismo entre el mercado artístico, que puede llegar a favorecer ciertos productos de mujeres muy por encima de los de hombres -aunque casi siempre desde una perspectiva comercial, esto es, utilitaria-, y la crítica académica, que todavía se resiste a incluir a mujeres en su canon.

Este es el punto de partida de la última novela de Siri Hustvedt, un experimento sobre la estética de la recepción desde una perspectiva de género. La protagonista, una artista neoyorquina durante muchos años a la sombra de su marido -un poderoso marchante-, decide poner en marcha un juego no exento de rencor: ¿qué pasaría si presenta sus obras bajo nombre masculino? Conoce bien numerosos casos de mujeres cuyas obras fueron ocultadas o fagocitadas por hombres, y está harta de las miradas que la catalogan como “la viuda de…”: Artemisia Gentileschi, a quien la posteridad despreció y cuya mejor obra le fue atribuida a su padre. Judith Lesyter, admirada en su día para luego ser borrada del mapa y atribuir sus cuadros a Frans Hals. Le reputación de Camille Claudel fue devorada totalmente por la de Rodin. El gran error de Dora Maar: follarse a Picasso”. También habla de James Tiptree, el escritor de ciencia ficción que fue elogiado por su “irrefutable masculinidad”, y que resultó ser el pseudónimo de Alice Bradley Sheldon, cuya obra bajo nombre femenino rechazaban las editoriales. El experimento de nuestra protagonista no se limita sin embargo a usar pseudónimos, sino que se vale de hombres reales para presentar sus creaciones en exposiciones cuya autoría teóricamente les pertenece. Lo hace en tres ocasiones, de manera muy distinta, y en todos los casos la recepción crítica es favorable y estrepitosamente equivocada: nadie se da cuenta de la farsa. Las obras expuestas, aunque no tengan nada que ver con los artistas que las presentan, son analizadas y valoradas bajo una luz diferente a si las hubiese firmado su verdadera autora -cuyas exposiciones anteriores habían pasado previamente desapercibidas, o juzgadas con complacencia-. Todo esto no es tan plano como se pudiera pensar en un primer momento. No se trata solamente de cambiar una firma, sino de ponerse una máscara: la misma autora afirma que, sabiendo que sus obras serán juzgadas como las de un hombre, sabiendo que puede despojarse de lo que se espera de su femineidad, se comporta de manera diferente: más radical, más libre, sin pedir permiso, sin poner excusas, sin buscar apoyos, sin esperar aceptación: “No, yo quería dejar mi cuerpo al margen de todo eso y emprender algunas excursiones artísticas bajo otros nombres y quería algo más que un simple George Eliot como tapadera. Yo quería mis propias formas de comunicarme indirectamente al estilo Kierkegaard, cuyas máscaras chocaban y se enfrentaban entre ellas, donde la ironía era marcada y sutil y casi invisible”.

Ella misma desliza también sus propias dudas sobre el proyecto: ¿no es también la edad una barrera? Todas sus máscaras que ella usa pertenecen a hombres jóvenes, lo cual ya supone un sesgo de partida, y una de ellas en concreto, la de un mulato homosexual, ¿no introduce también elementos interpretativos sobre raza y opción sexual tan sesgados como los que ella misma está acostumbrada a padecer? Para que el experimento fuese más sólido, ¿no habría que haber incluido también a tres mujeres artistas para comparar la recepción de sus obras frente a las de los hombres, y aún así, no habrían intervenido también otras muchas variables difíciles de controlar? La novela, que arranca desde unos presupuestos feministas, deriva así en un planteamiento mucho más complejo -sin excluir por ello el feminismo-, que incluye reflexiones sobre la identidad, el desmesurado ego del creador, el mercado artístico, la crítica y las grietas que supone toda anticipación sobre el fenómeno de la recepción.

Presentada como una investigación biográfica sobre la protagonista, Harriet Burden -o Harry, como gustaba ella de ser llamada-, la complejidad de estos planteamientos se refleja en la estructura de la novela, una amalgama de materiales diferentes -fragmentos de diarios, entrevistas, críticas y artículos de revistas especializadas, etc.-organizados por un tal I.V. Hess, que realiza el prólogo del libro y desliza eruditas notas al pie, y del cual nunca llega a quedarnos claro si es hombre o mujer. Curiosamente, esto no deja de ser otra forma de experimento: en algunas críticas he visto que, automáticamente, se considera que I. V. Hess es una mujer, porque, claro, si alguien se interesa por la obra de una mujer es normal que sea otra mujer. ¿Pensaríamos que I.V. Hess es una mujer si estuviese escribiendo sobre un hombre?

Hess funciona como un altavoz para las distintas voces en juego -hablan los hijos y la pareja de Harry, críticos y periodistas, otros artistas, familiares o conocidos de los que fueron sus máscaras, o incluso estudiosos que son o pudieran ser ella misma-, ofreciendo así un interesante perspectivismo de los hechos, de los cuales nunca se llega a saber toda la verdad. Así, los mismos acontecimientos -el ahogamiento de unos gatitos, por ejemplo- son presentados de manera distinta según quien los cuente, y la misma protagonista -personaje poliédrico donde los haya, tanto que nos recuerda al Orlando de Virginia Woolf– se transforma notablemente según el foco que la ilumina, y puede ser delicada o dictatorial o elegante o maleducada, según el momento. “Yo soy una ópera. Una revuelta. Una amenaza”, deja escrito de sí misma en uno de sus diarios.

En principio no me apasionan las novelas de tesis y creo que a esta, en concreto, le sobran algunas páginas y cae en cierto efectismo, pero también creo firmemente que la propuesta de Hustvedt es original y arriesgada y al final nos conduce a lo que muchos libros de corte filosófico aspiran: hacernos pensar en la posibilidad de otros mundos y cuestionar la inmovilidad de éste en el que estamos. El mundo deslumbrante -título de la novela de Cavendisch, título de una obra artística de Harriet Burden y título también de esta novela- funciona así como un estímulo para enfrentarnos a nuestros prejuicios, o, al menos, para tomar conciencia de ellos.

admin

5 comentarios

  1. Muy interesante reseña que aprovecho para señalar otro mal moderno, relativo a la espinosa cuestión de los «géneros», que suele arruinar buenas intenciones (artísticas): la manía puñetera de presentar un mundo en el que los hombres incurren en millones de miserias con algarabía y desparpajo mientras las mujeres, a veces las compañeras de esos energúmenos, se convierten en santas sufridoras, en víctimas repletas de virtudes y maravillas. Discurso facilón que (casi) todo el mundo acepta como lo más normal y que es zafio, maniqueo y simplón; como si para compensar barbaridades pasadas se considere estupendo cometerlas ahora.

    • Claro, Lucien, de discursos facilones está todo lleno, de un lado y del contrario. A esta novela se le pueden poner algunas pegas, pero no creo que sea «facilona». ¡Gracias por comentar!

  2. Gracias, Juanjo. Le acabo de hechar un vistazo a esa reseña y, francamente, las reflexiones que contiene me parecen de lo más pueriles. En mi opinión al autor le faltan lecturas y generaliza sobre su experiencia. Que a las mujeres son más detallistas escribiendo y los hombres son más directos. «Louise Erdrich se demora en contarnos lo que pasa, como si le pareciera más importante el aire que circula alrededor de los personajes, el ritmo de sus palabras, sus recuerdos y sus motivaciones, que van surgiendo poco a poco…» frente a «Un hombre lo habría llenado todo de aristas, de sucesos y palabras espectaculares, de comentarios irónicamente lúcidos… de salvas de fogueo por todas partes. El lector habría ido saltando de un personaje a otro, de un sentimiento a otro, como quien participa en una carrera de coches por las calles de un pueblo perdido, llenándolo todo de banderas de colores, frenazos y acelerones.» El detallito del rodeo frente a la virilidad de lo directo. Eso: que ha leído poco. Así que viene muy al pelo, claro que sí 🙂

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