El niño perdido
Thomas Wolfe
Periférica, 2011. Colección «Largo recorrido»
ISBN: 978-84-92865-41-3
96 páginas
15,50 €
Traducción de Juan Sebastián Cárdenas
Fran G. Matute
Quizás sea William Faulkner el principal culpable de la fama ganada por Thomas Wolfe, considerado un auténtico maestro, pionero dentro de las letras norteamericanas de principios del siglo XX, a pesar de su corta trayectoria vital que no literaria, ya que ésta última resulta ingente si tenemos en cuenta que el autor falleció a los 38 años. No obstante, la obra de Thomas Wolfe no ha estado bien defendida en castellano y la editorial Periférica parece estar dispuesta a enmendar el error con la publicación de dos de sus ‘novellas’ más afamadas, El niño perdido (1937) y Una puerta que nunca encontré (1933), que comparten en cierto modo el mismo hilo conductor estético.
La prosa de Wolfe se caracteriza por su lirismo y detallismo cotidiano. Un puntillismo narrativo evocador que pone el acento en la belleza de las cosas insignificantes, magnificando el día a día, el recuerdo, la nostalgia incluso. Por eso, cuando nos percatamos que El niño perdidonarra, en primerísima persona, los estragos causados por la prematura muerte por enfermedad del hermano pequeño de Wolfe, nos echamos a temblar esperando un texto duro como pocos, triste y desolador hasta la extenuación. Pero no es esto lo que encontramos. Wolfe es capaz de sacar belleza y esperanza de los escombros y con independencia de que la pena por la pérdida de un ser tan querido recorra toda la novela, la lectura de El niño perdido no se atraganta.
Un halo evocador recorre este texto autobiográfico ambientado en el St. Louis (Missouri) de principios del siglo XX, durante la celebración de la Exposición Universal de 1904. Una ciudad pequeña y humilde que se convierte en el centro del mundo, que se engalana para los visitantes y en la que la numerosa familia de Wolfe pasó sus mejores años. Un sentimiento de recuerdos inmejorables que tienen que convivir con el dolor de la muerte de Grover, el hermano pequeño del autor, el niño perdido.
Resulta evidente que conseguir un balance «ético» entre la nostalgia de los buenos tiempos y la tristeza por la tragedia familiar es, no sólo complejo, sino peligroso. También es cierto que la cultura norteamericana bebe profusamente de dicha balanza. Hay que encontrar, por tanto, un equilibrio adecuado entre la prosa poética y la ñoñería. Por eso, en ocasiones, esta obra nos ha remitido a una especie de literatura del New Deal rooseveltiano, erigiéndose Wolfe en un equivalente literario del Frank Capra más edulcorado.
No seré yo quién contradiga a Faulkner (ni a Jack Kerouac ni a Philip Roth, confesos seguidores de Wolfe), pero durante la lectura de El niño perdido hemos tenido la constante sensación de estar ante una obra relativamente sobrevalorada. Cierto es que la forma de escribir de Thomas Wolfe resulta singular y su visión estética es ciertamente única si la comparamos con otros contemporáneos. Pero también nos cuesta discernir en qué momento estamos leyendo pasajes de verdadera expresividad prosopoética o estamos ante una amalgama de cándidas palabras sabiamente engarzadas por un orfebre para hacer las delicias de los instintos más básicos de nuestro cerebro. También puede ser que no esté hecha la miel para la boca del asno…
Una puerta que nunca encontré
Thomas Wolfe
Periférica, 2012. Colección «Largo recorrido»
ISBN: 978-84-92865-54-3
104 páginas
15,50 €
Traducción de Juan Sebastián Cárdenas
Fran G. Matute
Sin embargo, no percibimos la misma desazón con Una puerta que nunca encontré, un texto más evocador si cabe que El niño perdido y mucho más compacto en cuanto a ese equilibrio lírico al que hacíamos referencia antes. En esta obra sigue presente el dolor por la muerte del hermano -ese ‘blues’ de St. Louis, el punto de conexión de ambas novelas-. Pero en esta ocasión Wolfe no se centra en una ciudad para abrir el baúl de los recuerdos sino en el sentir de una determinada época del año: ese octubre, otoñal, sugerente, que nos da pistas de por qué Ray Bradbury también se erige en uno de los principales prescriptores de la obra de Wolfe, pues encontramos en esta novela reflejos de ese «país de octubre» que idealizó el autor de Crónicas marcianas en algunos de sus relatos.
Un octubre lineal pero vivido en distintos años. Un viaje en el tiempo que nos transporta a 1931 para pasar luego a 1923 y a 1926, en busca de aquellos momentos críticos en la vida del autor, en los que la belleza del día a día, el rostro de una persona, los pequeños gestos y, en definitiva, la observación con asombro inocente de todo lo que nos rodea conforman una colección de experiencias que el autor magnífica hasta la extenuación. La nostalgia otoñal que recorre Una puerta que nunca encontré nos parece igualmente hermosa que la de El niño perdido, pero sin caer en sentimentalismos.
Y un último capítulo ambientado en la primavera de 1928 -quizás el pasaje más interesante de todos-, una época que debería elevar a un autor tan sensible hasta los altares y sin embargo Wolfe encuentra más matices en el entretiempo del otoño que en el florido abril. Pues toda la explosión de belleza que provoca la primavera es percibida por Wolfe como símbolo del empeño de la naturaleza por perdurar. Y con ella perdurará el dolor por la pérdida de los seres queridos y ello será el motor que nos haga querer seguir viviendo la vida en plenitud. Así que resulta que Wolfe era un vitalista que con sus textos nos quería transmitir su amor por las cosas simples y hermosas, un mensaje que cobra más fuerza expresiva si cabe conociendo no sólo la tragedia familiar que vivió sino el fatídico destino del escritor.
Con todo, el híbrido estético que Thomas Wolfe ofrece en estas dos pequeñas novelas, a medio camino entre la autobiografía y el catálogo filosófico, no dejará indiferente ni a los lectores más aguerridos y se presenta como una lectura casi obligatoria para todos los enfermos del alma. Nunca el dolor, la pena y la tristeza hicieron tanto por ayudar a comprender y amar la vida.
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