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Tatanka

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Butcher’s Crossing

John Williams

Lumen, 2013

ISBN: 978-84-264-2192-0

358 páginas

18,90 €

Traducción de Luis Murillo Fort

 

 

Fran G. Matute

Pocos casos recuerdo, al menos recientemente, en los que la recepción de una novela haya sido tan unánime: Stoner (1965) de John Williams se publicó por primera vez en España en 2010 (a remolque de su recuperación en Estados Unidos por la New York Review Books Classics) y, desde entonces, no ha dejado de acumular acólitos, no han parado de lloverle los elogios. Aquí va por su cuarta edición y entiendo que ya se habrán corregido las infinitas erratas que contenía la primera de ellas. Erratas que se comentaban con sorpresa entre los lectores pero que nunca fueron capaces de ensuciar la calidad del contenido. Hemos visto Stoner en las librerías con tres portadas diferentes, a cada cual más fea. Hemos visto también que, en la faja publicitaria, la principal autoridad para recomendar el libro era Tom Hanks. A pesar del empeño que la editorial Baile del Sol parecía estar poniendo para que su producto cayera en el olvido más absoluto, terminó venciendo la literatura porque el veredicto final del público fue aplastante: Stoner era una obra maestra que había estado oculta, de forma incomprensible, durante demasiado tiempo.

Hasta el menos interesado por la lectura terminó preguntándose quién era ese tal John Williams. Muchos llegaron (llegamos) a pensar si no sería el famosísimo compositor de bandas sonoras. Pero afortunadamente era otra persona. Se trataba de un olvidado escritor americano, fallecido en 1994, poco prolífico pero que, en su día, había cosechado ciertos reconocimientos: su obra Augustus (1972), por ejemplo, fue co-galardonada con el National Book Award. Pero más allá de estos laureles, tan solo publicó un par de poemarios y otras tres novelas: Nothing But The Night (1948), Butcher’s Crossing (1960) y la citada Stoner. Poca cosa, sin duda, pero toda ella se antojaba enjundiosa. De tal forma que los lectores ya estábamos un poco nerviosos pensando en si la próxima referencia de John Williams que viera la luz en España iba a estar a la altura de las expectativas creadas. Y, definitivamente, así ha sido.

Lo cierto es que en Butcher’s Crossing no solo nos topamos con las mismas virtudes literarias que en su día descubrimos en Stoner (esa prosa limpia y directa, esa narrativa aparentemente sencilla centrada en el detalle de lo cotidiano, en la entidad de las cosas simples) sino que, al estar su historia ambientada en Kansas a mediados del siglo XIX, se incorporan al texto importantes elementos de tensión argumental propias del género al que pertenece la obra. Porque Butcher’s Crossing es, por si no lo sabían, un ‘western’ que además presenta no pocas dosis de acción y aventuras.

Se da la circunstancia, también, de que en los últimos años hemos asistido, como lectores, a un proceso de reeducación sentimental en relación con las llamadas “novelas del Oeste” gracias a la recuperación de obras de verdadera entidad literaria dentro del género. Pienso en Oakley Hall, cuya potente trilogía formada por Warlock (1958), Bad Lands (1978) y Apache (1986), ha sido rescatada por Galaxia Gutenberg. Y pienso, cómo no, en Valdemar, que inauguró hace relativamente poco su colección “Frontera” en la que han visto la luz títulos tan interesantes como El trampero (1965) de Vardis Fisher que, por cierto, comparte más de una sensibilidad con este Butcher’s Crossing.

Una sensibilidad, por otro lado, que va más allá de los elementos típicos que conforman el género, y que se puede apreciar en el tratamiento que Williams da a ciertos temas que se ve que le preocupan. Como ese choque cultural que se produce entre el joven y bisoño Will Andrews, recién salido de la Universidad de Harvard, y el rudo y ajado cazador Miller, en un juego de contrarios parecido al que ya expusiera en Stoner, en la que un humilde y apocado granjero terminaba lidiando con el cerrado y elitista mundo universitario (un supuesto, por cierto, muy similar al vivido por el propio autor).

Este mismo choque de contrarios puede también observarse en el pulso que Williams plantea en Butcher’s Crossing entre el hombre y la naturaleza. No resulta casual que la novela comience con una hermosa cita de Ralph Waldo Emerson, pues el joven Andrews lo ha leído de forma profusa allá en la universidad y de alguna manera se nos apunta que sus ansias de aprendizaje pasan por experimentar en carne y hueso lo estudiado en las aulas. La novela se presenta entonces como un viaje que, en un principio, se justifica por el protagonista como un mero ejercicio para desintoxicarse del ambiente académico pero que termina convirtiéndose en todo un periplo de iluminación vital. Y será durante esta travesía cuando John Williams nos agarre por las solapas y nos haga pasar mucha hambre y un frío de cojones.

Porque Williams se recrea esta vez en su detallismo para describir, con esa precisión de cirujano que gasta, cómo actúa la naturaleza en estado salvaje; las inclemencias del tiempo, su inestabilidad, la dureza de la montaña, el peligro de los riscos, los resbaladizos vados, la aparente calma de las llanuras. Todo es susceptible de convertirse en un infierno para cualquier ser humano que ose contravenir los designios naturales. Porque así es como parece que Williams establece la relación del hombre con la inmensidad. Como si de un ajuste de cuentas se tratara, como si se hubiera pactado una especie de equilibrio invisible entre el hombre y la naturaleza, un equilibrio que se autorregula cuando una de las partes incumple su parte del trato. Y Williams se cuida, en todo momento (y esto, a mi juicio, le honra), de no caer en una visión panteísta de las cosas.

Estos pasajes recuerdan, por qué no, a las poéticas divagaciones que Cormac McCarthy tiende a verter en sus libros sobre esos áridos paisajes por los que suelen deambular sus personajes. Pero más allá de la carnosidad de la prosa de Williams a la hora de describirnos, por ejemplo, las vicisitudes de arrastrar un carro lleno de víveres por zonas rocosas o los procesos de despelleje de la pieza cazada, a nadie escapa cuál es el verdadero mensaje que subyace tras Butcher’s Crossing: la matanza indiscriminada de bisontes, ese símbolo tan americano, sirve a Williams para mostrar sin tapujos los instintos más bajos del ser humano, su obstinado afán por acumular riquezas con rapidez, su miopía respecto al daño que causan sus acciones en el presente. Butcher’s Crossing se muestra así como un sensible y sentido tratado de lo peor del ser humano. Un retrato de una época pero también de una esencia y, por tanto, resulta perfectamente extrapolable a nuestros días. Porque es, en definitiva, la historia de un terreno hermoso, supuestamente virgen y no adulterado, que lleva ya en su sangre todas las impurezas posibles. Que sucumbirá, de forma inexorable, a su propia naturaleza. Se ve que John Williams no tenía puestas demasiadas esperanzas en nosotros como raza. Pero nosotros sí las tenemos puestas en su literatura. Así que aquí esperaremos, bajo una gruesa y maloliente piel de ‘tatanka’, ateridos mientras nos comen los gusanos, a que se rescate el resto de su obra. La espera merecerá seguro la pena.

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