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Terquedad

Daniel Ruiz García

La reciente Feria Internacional del Libro de Frankfurt ha vuelto a servir de barómetro para la situación de la delicada industria editorial mundial. Junto a las tristes noticias sobre los descensos en los índices de lectura y la crisis del sector a escala global, la feria ha centrado el debate en torno a la penetración del libro electrónico, que sigue perpetuándose como el eterno maná para el sostenimiento futuro del sector, a pesar de que las cifras de negocio, de momento, siguen produciendo bastante sonrojo.

Las cifras cantan, y la evidencia es que el libro electrónico sigue siendo una promesa, algo que está por venir, un bebé prematuro que se mantiene a duras penas incubado por el precario negocio del papel.

Un día de éstos yo, como lector, tendré que hacer la reconversión, pero entretanto milito con orgullo en el bando de ese grupo de lectores reaccionarios y analógicos que defienden el libro físico, atendiendo a consideraciones más cualitativas y probablemente gratuitas que cuantitativas. Es verdad, en un libro electrónico cabe la Enciclopedia Británica y las obras completas de Corín Tellado, es eficaz porque no se arruga ni se amarillea, además pesa poco, y encima de todo -hay de verdad quien lo piensa- los libros te salen gratis. Pero yo sigo valorando en el libro otros aspectos deliciosamente accesorios, como por ejemplo el olor (es lo primero que me seduce en un libro), la calidad del papel o lo cuidado del diseño. Por no hablar de ese incomparable juego de seducción que representa la elección de un libro en una librería: la forma en que tomamos y retomamos los libros de los anaqueles porque la primera frase leída sigue cimbreándonos los tímpanos tras el primer paseo, el esfuerzo aparentemente invisible pero tenaz de un libro por vencer a las otras opciones y que te lo lleves a casa, la insospechada aparición de un libro que no esperabas comprar y que ya has pagado porque fuiste incapaz de resistirte a su reclamo.

Soy consciente: pertenezco a otra era, y está claro que el futuro pasa sí o sí por lo digital. La cuestión está en ver durante cuánto tiempo más el libro electrónico seguirá siendo un bebé enfermizo antes de convertirse en el saludable muchacho que esperan todos.

Entretanto, siguen apareciendo libros que son en sí mismo extraordinarios argumentos para seguir defendiendo la permanencia del papel. Libros publicados por editoriales que, aun comprometidas con el libro digital, siguen poniendo en el mercado propuestas extraordinarias que nos reafirman en que la experiencia lectora del papel sigue siendo imbatible. En esta reseña quiero detenerme en dos de ellos, pues representan con precisión este compromiso con la edición tradicional.

Extranos

 

Extraños

Javier Sáez Castán

Sexto Piso, 2014

ISBN: 978-84-15601-74-6

48 páginas

24 €

 

 

 

El libro de Javier Sáez Castán es una locura. Y lo es tanto por la forma como por el fondo. Una cosa extraña y deliciosa desde la portada hasta la contra, con formato de cómic o historieta a través de viñetas de gran dimensión y un dibujo con texturas más propias del grabado. Tiene el tamaño justo para convertirse en el habitante impertinente de cualquier biblioteca: 25×37 centímetros (para entendernos, cercano al A3). En los dibujos predomina el blanco y negro, aunque jugando traviesamente con algunos colores. Son tres historias breves, y en cada una de ellas se asoma un color, que es el color que da personalidad cromática al monstruo. Porque sí, es un libro de monstruos, un libro de tres historias de seres monstruosos que parecen arrancados de los delirios cinematográficos de la Serie B más chusca de los años 50, 60 y 70. Uno no puede dejar de pensar, por ejemplo, en la Criatura del Pantano, en el Monstruo del Lago Ness, en Godzilla… Son monstruos que irrumpen en mundos cotidianos pero no por ello comunes, sino más bien todo lo contrario: mundos extraños, con personas de carne y hueso que resultan más monstruosas que los propios monstruos protagonistas. Hay una estética de residencial de suburbio norteamericano de los 50, con mujeres con faldas almidonadas que beben zarzaparrilla y padres que conducen flamantes Buicks, pero es una estética rara, distorsionada, trucada con artificios de esperpento. Lo que se nos viene a decir, en definitiva, es que nadie está a salvo de los monstruos, porque en realidad todos somos un poco (o muy) monstruosos. El maestro de ceremonias de todo este tremendo trampantojo es nada menos que Vincent Price, que a modo de conductor de un serial de terror nocturno va introduciendo cada una de las historias. Y leyendo algunas de las viñetas introductorias, uno acierta casi a escuchar los sonidos de un terrorífico theremin acariciando sus oídos. El remate final apela directamente al lector/espectador, con un recurso -y hasta ahí puedo leer- que acaba de rematar la condición del libro físico como objeto de valor.

ElviajedeShakleton

 

El viaje de Shackleton

William Grill

Impedimenta, 2014

ISBN: 978-84-15979-32-6

76 páginas

19,95 €

Traducción de Pilar Adón

 

 

Encuadernado en cartoné, este libro merece, por méritos propios, conservarse en el anaquel de los Libros que Uno Nunca Debe Prestar. Allí donde están los ‘pop-ups’ que les regalaron a tus hijos y de los que has acabado apropiándote por resultarte demasiado hermosos y frágiles para sus tiernas manos, los libros de fotografías de gran formato que uno siempre suele enseñar a las visitas o las viejas ediciones de los libros predilectos. El viaje de Shackleton es una preciosidad, un verdadero lujo de edición que tiene todos los ingredientes que debe tener el buen libro físico: calidad del papel, fragancia, encuadernación cuidada… Y detalles. Porque es un libro plagado de detalles. Las ilustraciones evocan la textura de los dibujos con ceras de colores, y son dibujos de trazo infantil. En realidad es un cuento, para niños y también para adultos, y desde el comienzo el libro te invita a participar de ese juego rellenando la casilla con tu propio nombre. Muchas páginas te obligan a la observación morosa, como esa en la que se detallan todos los elementos del equipamiento del Endurance, el barco en el que la expedición de Shackleton realizó su mítico viaje, o como esa otra en la que se presenta a todos los miembros de la tripulación.

La historia es por todos conocida: Shackleton se embarcó en la que más tarde fue conocida como la última gran aventura del periodo heroico de los grandes exploradores del siglo XIX, consistente en atravesar de lado a lado la Antártida por tierra. La expedición se truncó debido al encallamiento del Endurance en el hielo, durante muchos meses en los que los tripulantes debieron combatir contra el frío, la desesperación y la locura. La capacidad de liderazgo del explorador, que los expertos en motivación han manoseado después hasta el límite de lo aborrecible, permitió que el grupo siguiera unido y que la mayor parte de los integrantes de la expedición lograran salvar su vida. Si bien es cierto que, años después, casi todos los miembros de aquella expedición acabaron atormentados por el alcohol y la locura. Pero esa ya es otra historia. La historia del libro se centra en las vicisitudes de los expedicionarios, pero dando al dibujo un papel prioritario, a veces de forma absoluta, ocupando todo el espacio posible en el papel. A pesar de este predominio del dibujo, es un libro con mucho juego de blancos (el blanco está al servicio, casi siempre, de la recreación de los paisajes gélidos de la Antártida), y con cierta vocación minimalista, que queda de manifiesto en la forma de resolver la composición de las cajas de texto.

Un libro, pues, que es un verdadero gozo estético, como el primero de esta reseña conjunta, y que no hace más que reforzar la terquedad de los que seguimos empeñados en celebrar la vigencia del libro en papel. Mientras existan editoriales como Sexto Piso o Impedimenta, el libro físico, estoy seguro, seguirá teniendo futuro.

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