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Todo lo que esconde el silencio

RAFAEL CASTAÑO | El lector español pensará que Richard Powers no es un nombre de verdad. Se acuerda uno de cuando Homer Simpson cambió su nombre por el de Max Power, desechando opciones como Hércules Rockefeller o Rembrandt Q. Einstein. Pero no, Richard Powers nació en los años cincuenta en Illinois, y se llama así, y por si su nombre no fuera lo suficientemente rocambolesco para que ustedes, paradójicamente, me crean, en su etapa como informático trabajó para un primo de Juan Carlos I. Tal que así.

Todo esto es cierto. Lo que no lo parece son la ambición y el dominio, a la altura de aquella, con que Powers concibe y escribe sus novelas. Su jornada de escritura, según cuenta en The Paris Review, comienza a las siete de la mañana. Escribe hasta las cinco de la tarde, y de cinco a once lee. ¿Dónde queda la vida, precisamente eso que hace verosímil lo que un hombre escribe? Imagina y se documenta con fervor. Come en la cama. No descansa. No extraña, por tanto, que El clamor de los bosques parezca haber sido escrito por Rachel Carson bajo los efectos del éxtasis; no extraña, tampoco, que Orfeo, escrita años antes pero publicada justo ahora en España por Alianza de Novelas, se nos antoje un  avanzado y misterioso tratado de música atonal disfrazado de novela.

La ciencia y el arte han sido dos de los temas característicos de las novelas de Powers, por las que ha cosechado diversas distinciones, entre ellas un Pulitzer y cuatro nominaciones al National Book Critics Circle Award. Y es al inicio de otra de ellas, El tiempo de nuestras canciones, donde el narrador dice de su hermano Jonah, un cantante brillante (la traducción es mía): “Era un Orfeo al revés: Mira hacia delante, y todo lo que amas desaparecerá […]. Si una voz pudiera haber alertado al pasado para corregir un futuro aún por hacer, esa habría sido la voz de mi hermano”.

El protagonista de Orfeo podría ser un Orfeo al derecho, lo opuesto a Jonah. Peter Els es un compositor que, a sus setenta años, recibe a la policía en su casa cuando se prepara para enterrar a su perro. De este momento de pérdida y desconcierto arranca la novela, que va hacia adelante y hacia atrás, reflejando una de sus ideas centrales, el hecho de que la música, que se sitúa en una tradición y al mismo tiempo la rompe, que es creación y replicación, puede prever el pasado y recordar el futuro.

Tal vez estos intentos, estos poderes insólitos que se atribuyen a la música, sean inútiles. Orfeo perdió a Eurídice al mirar atrás, y Peter Els mira atrás para tratar de recuperar a su hija y a su mujer. Hay en toda la novela un constante presentimiento, la sensación de que la vida de Els estaba escrita desde el inicio (es así para el lector, de hecho, pues la novela comienza en los últimos compases de su vida). Toda la narración se concentra en un instante, pues la novela también culmina poco después del inicio, y toda la vida de Els paralelamente orbita en torno a un momento, un periodo breve y denso, sus primeros meses como padre, escritos, a diferencia de casi toda la novela, en un presente dichoso y fugaz. Se acuerda uno de aquella hermosísima novela de Marilynne Robinson, Gilead, en la que un viejo pastor le cuenta en una carta su vida a un hijo, aún niño, al que no verá crecer.

Lo que está entre instante e instante, entre el inicio y la coda de Orfeo, es una rememoración, el intento de redención de un personaje que, quizás como todo artista, zozobra siempre entre los polos opuestos del arte y la vida. A un lado, la solitaria búsqueda de la belleza y la gloria. Al otro, la gregaria y feliz y sencilla e insoportable vida del padre de familia. Ser músico o ser biólogo, conceder la voluntad necesaria a ambas vocaciones. Tratar de ser ambas cosas, comer todos los frutos de la higuera antes de que caigan todos de golpe, no se sabe cuándo.

Del mismo modo que El clamor de los bosques, brillantísima novela, trufaba su texto con intrincadas referencias botánicas, Orfeo está lleno de un lenguaje musical avanzado, aunque menos disuelto en el cuerpo de esta novela que el biológico en aquella. De estos oscuros códigos se sirve Powers para describir una ópera compuesta por Els, la insólita concepción del Cuarteto para el fin de los tiempos de Messiaen o la quinta sinfonía de Shostakovich, concebida en un ambiente de extrema opresión bajo el yugo estalinista. Podemos asegurar que, pese a no entender ni jota, el lector medio disfrutará de estos pasajes, porque se asientan en una escritura vibrante y apasionada. Se goza y se aprende como lo hace el alumno de un buen maestro.

La música aparece aquí como remedio, como bálsamo, como aquellas posibles salidas por las que escapar de nuestra prisión de las que hablaba Mircea Cartarescu en Solenoide, pero está acompañada al mismo tiempo de sufrimiento, de dolor y muerte. Aquellos policías de los que hablábamos llegan a la casa de Els porque sospechan que sea un bioterrorista. Algo ominoso acompaña siempre a la música y a la vida de Peter, la amenaza de una pérdida o de un castigo, y al mismo tiempo todo lo baña la promesa de un tiempo en el que la música, desgarrada, volvía al pasado para destruirlo y construir, de cero, un nuevo futuro.

Es eso lo que intenta Peter Els, y aunque Orfeo no sea tan hipnótica y grandiosa como El clamor de los bosques, plantea unas cuestiones tan profundas como aquella. Si allí se hablaba de la vida de los árboles, unos organismos de una antigüedad y complejidad inimaginables, aquí se va al otro extremo de la escala, al del ADN y al de la invisible e inmutable lógica de los sonidos. Powers aplica la enseñanza que un profesor de composición inculca al joven Els: toca una nota del piano hasta escuchar todas las notas que se ocultan tras ella. El buen novelista sabe desvelar toda la vida que se oculta debajo de la vida, y Orfeo es, de nuevo, una prueba del inmenso talento de Richard Powers, a cuyo nombre esperemos que el lector español, por fin, se acostumbre.

Orfeo (AdN, 2020) | Richard Powers | Traducción de Teresa Lanero Ladrón de Guevara | 416 páginas | 19 €

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