JOAQUÍN PÉREZ BLANES | Más de una vez hemos mantenido, siguiendo los postulados de Juan Mayorga, que el teatro es un arte político. El teatro es un acto que convoca a la polis y se celebra en asamblea, por lo que resulta difícil decirle a las personas del teatro que no se metan en política cuando, en realidad, el teatro es una manera de hacer política. De otro modo, no podrían entenderse los clásicos griegos, el teatro isabelino o el Siglo de Oro. Revisen cualquier obra de Shakespeare y díganme si no son políticas. Otra cuestión distinta es la calidad de la obra escrita o representada. El peor de los teatros es el tendencioso—no es el caso de esta obra de Sanzol, conste en acta—, porque fuerza el elemento político olvidando la esencia del teatro que es cuestionar la realidad que nos rodea. Al teatro, cuando es parcial o arbitrario, se le nota hasta el último pespunte, convirtiendo a los personajes en simples estereotipos, de tal planitud que haría las delicias de los terraplanistas. El teatro que no interroga o que no se cuestiona a sí mismo y a sus personajes, es un teatro simplón, manido y fallido, al menos para cualquier aficionado sensato. Tengo profundas dudas cuando la gente identifica el teatro con la izquierda política. El teatro es político en general y lo único que hace es manifestar los problemas comunes a toda civilización, pone en escena las contradicciones naturales de cada sociedad. Presenta y representa sobre las tablas a personajes que viven esos problemas, cómo les afectan en sus relaciones humanas y qué consecuencias provocan esos dilemas, morales, sociales o incluso materiales, de cada momento. Por volver a Shakespeare, que es siempre un referente inagotable, el rey Lear transita dos cuestiones universales: la relación filial y la traición. Mucho en Shakespeare tiene que ver con la traición, en sus diferentes grados de deslealtad, vileza o alevosía. Es cierto, pero sin la traición no hay conflicto y sin conflicto no hay trama y sin trama no hay mimbre con el que confeccionar un cesto, una silla, una canasta o una buena pieza dramática. Detrás de cada texto subyace una serie de conflictos que provocan la actitud cambiante de los personajes, enriqueciendo su complejidad humana. Sanzol trabaja muy bien esos conflictos subyacentes que habitan, inquietan e incomodan a sus personajes, confiriéndoles ese volumen de cualidades humanas que nos hace ser tan maravillosos como detestables. Pone a los personajes frente a sus miedos y les hace avanzar como un equilibrista amateur que, gracias a la suerte del principiante, llega siempre a buen puerto. En La respiración la base sobre la que se construye el texto parece ser la pérdida, la ruptura, la necesidad de detenerse a respirar hondamente, tomar aire y salir a flote. En La valentía los problemas de familia parecen cohabitar con sus propios fantasmas, valdría perfectamente el comienzo de Ana Karenina, todas las familias felices se parecen pero las desgraciadas lo son cada una a su manera. Qué arduo y penoso es enfrentarse a los principios inamovibles de la propia familia, a las herencias envenenadas. La ternura es una comedia hilarante, con un aire a La tempestad de Shakespeare—sí, una vez más el bardo en estas líneas— y con los elementos más deleitables de las comedias de enredo. Comedia que trata de quebrantar los dogmas: Todos los hombres son iguales y las mujeres hacen al hombre infeliz o viceversa.
Sanzol es una persona con una mente creativa que pone a prueba los extremos, los elementos dogmáticos que tratan de encorsetar o encajonar a las personas o los que marcan a fuego lo que, se supone, debemos ser. Sufrimos una época dogmática en la que se nos jalea para estar dentro de un dogma o de otro, no podemos permanecer fuera de ellos, entretenidos en la continua duda existencial. El mundo ha dejado de ser circular y lleno de puntos intermedios en el área de su circunferencia para convertirse en un balancín en el que o bien se está en un lado o bien se está en el otro. Esa manera de minimizar la condición humana es asombrosa y especialmente peligrosa o dañina.
Sanzol pone todo esto a prueba y lo hace siempre con una magnífica luminosidad gracias al humor.
En El bar que se tragó a todos los españoles, Sanzol toma un punto de partida aparentemente singular, el cura Jorge Arizmendi cuelga los hábitos para comenzar la vida desde cero a los treinta y tres años. Es probable que esa singularidad no fuese tal en esa época pretérita, no tan lejana, donde el sentimiento de culpa habitaba en nosotros como una parte de nuestra propia tradición. La culpa y la complejidad para salir de los cánones establecidos. Resultaba tan inalcanzable romper con esos estándares sociales que Sanzol lleva al paroxismo las acciones para conseguir la dispensa papal gracias a la intervención de otro sacerdote llamado Txistorro que se les va un poco de madre. Es un ejemplo de lo difícil que es normalizar una actitud en la vida distinta a la preestablecida por la tradición, los dogmas y los miedos.
Esta obra dedicada a todos los españoles que se tragó alguna vez un bar, único refugio donde contar la vida tal cual transcurre, sin miedo a lo que puedan pensar los interlocutores desconocidos, permite lo que el propio autor expone en el prólogo: Puede que la realidad siempre supere a la ficción, pero la ficción hace que la realidad tenga significado. El punto de partida es real, aunque en el fondo nos debe dar lo mismo, no necesitamos saber si es real o no o qué parte de la historia es real o no. Si Jorge Arizmendi vendió aspiradoras puerta a puerta en EE.UU., si un matrimonio le ofreció heredar una granja por el simple hecho de parecerse a su hijo fallecido, o si Martin Luther King asistió a una fiesta en la que el propio Arizmendi acudió disfrazado de Rey Baltasar; poco importa si es cierto o no, pues en el momento en el que se pone en escena, la realidad es otra y en el momento en el que esa otra realidad nos atrapa, nos adentramos en el interior de un bar que nos muestra el reflejo de una época de dogmas donde todos nos sentimos culpables alguna vez, incluso por seguir el impulso de querer ser felices.
El bar que se tragó a todos los españoles (Ediciones Antígona, 2021) | Alfredo Sanzol| 220 páginas | 18 euros |