VICTORIA LEÓN | Que este libro “es una apuesta por la lentitud, por el detenimiento, la contemplación, la conversación con el paisaje” nos lo advierte ya la atinada frase que Aurora Luque firma en la contracubierta. Y la advertencia no decepciona la expectativa generada en el lector. Pues son versos que parecen escritos para detener el tiempo los de este canto a la quietud y la demora, a una lentitud de agua serena y clara que ha compuesto el leonés Antonio Manilla (1967), un poeta de ya larga y notable trayectoria que ha merecido con ellos el XXI Premio de Poesía Generación del 27.
Su lectura destila un delicado horacionismo de hoy y de siempre donde la naturaleza adopta tintes elegíacos más que idílicos con una nota predominantemente nostálgica. Pues en ellos más que la celebración arcádica prevalece el anhelo de restablecer la unidad perdida con la naturaleza que hallamos en “Preces”, el poema que contiene precisamente el verso que da título al libro: “Rueda del río / músculo de la piedra / pulmón del viento; // dejadme ser / sin que nadie lo advierta / a vuestro lado // aire de otoño, / desmoronada peña / árbol de orilla: / suavemente ribera / mientras el tiempo pasa”. Y ese es el indiscutible tema central que no deja de sonar del primer al último poema del conjunto.
Quietud de ribera mansa es, desde luego, lo que buscan y logran inspirar estos poemas donde la vida natural cobra una doble dimensión metafórica y plástica, casi pictórica, en un libro dividido en seis partes con prólogo y epílogo donde el poeta es el transeúnte que se acerca a leer la inscripción en piedra a la orilla del camino, el soñador ensimismado que a la hora del crepúsculo contempla “los anchos horizontes del desván / desde un pequeño ventanuco”, pues “el universo entero cabe en ellos”, o el viajero que recorre esos espacios desolados con un algo expresionista y onírico que hallamos en poemas como “El hotel de Ulises” o “Casa en solar ajeno (Demotanasia)”, donde por un momento se nos viene al recuerdo la Luvina de Juan Rulfo.
En la elegía serena de Manilla, el individuo huérfano de destino que ha construido su casa en un solar que no le pertenece se enfrenta a las sombras del desarraigo, del abandono y del conflicto existencial. Pero lo hace sin levantar la voz, en un verso elegante que dibuja paisajes y estados de alma e invita al lector a caminar a su lado como amable compañero de conversación y de paseo.
Ante la nada, ante la certeza incontestable de que “sin prisas ni demoras / vivir es ir hacia la muerte andando”, el ser humano se reconcilia con lo más íntimo de sí, pero sin renunciar a su identidad individual, pese a todo. Pues el poeta también se encarga de recordarnos que: “Nada se pierde con un hombre. Nada / salvo ese mundo único / que sus ojos un día contemplaron / y nunca más será / igual en ningún hombre”. Y vuelve una y otra vez sobre la idea moral insoslayable que ha querido dejar en esta bella colección de epigramas, muchos de los cuales perfectamente podrían haber salido de la mismísima Palatina: “Acumulas riqueza / de una materia sin valor alguno. // No hay posesión que valga / lo que vale un instante / de una vida vivida en plenitud”.
A vueltas con Horacio, con Virgilio, con los místicos, con los poetas modernos y contemporáneos que han hecho de la nostalgia de esa unidad perdida con la naturaleza el motor de su obra y la guía de su caminar solitario por el mundo, Antonio Manilla ha escrito un libro hermoso que nos invita a remontarnos con él a su larguísima estirpe poética, pero a la vez nos sorprende con su aliento de inimitable y personalísima autenticidad. Tras leerlo, sabemos que hemos vuelto de ese viaje necesario hacia la calma que supone el ser todos y ser nadie por un rato, ese periplo que siempre nos devuelve al fragor de la batalla contra el tiempo algo más cuerdos y más sabios que al partir. Y siempre se agradece esa agua clara.
Suavemente ribera (Visor, 2019) | Antonio Manilla | 100 páginas | 12 €