Rosas de plomo. Amistad y muerte de Federico y José Antonio
Jesús Cotta
Stella Maris, 2015
ISBN: 978-84-16128-46-4
400 páginas
19 €
Premio Stella Maris de Biografía Histórica
Antonio Rivero Taravillo
A punto de cumplirse los ochenta años ya de su muerte, la debatida figura de José Antonio Primo de Rivera continúa siendo objeto de atención hasta el punto de que estos días coinciden en librerías dos novedades editoriales sobre él y para el otoño se anuncia algo que a priori parece descabellado, un musical centrado en su vida amorosa, obra que sin embargo viene de la mano de un director que presumiblemente no caerá en frivolidades aunque solo sea por motivos de parentesco: Álvaro Sáenz de Heredia.
Si José María Zavala vuelve sobre el personaje tras La pasión de José Antonio (Plaza & Janés, 2011) en una obra que se preocupa sobre todo de los detalles de la ejecución, con Las últimas horas de José Antonio (Espasa, 2015), el poeta, narrador y ensayista Jesús Cotta se ocupa de la relación entre el jefe de la Falange y el dramaturgo y poeta Federico García Lorca. No ha sido un trabajo en absoluto improvisado, y el lustro largo que Cotta lleva dando vueltas al asunto se nota en lo amplio y minucioso de las investigaciones y en la madurez de la exposición. Además, el acercamiento al tema procede en última instancia de su interés por Lorca, y no por simpatías joseantonianas o por la militancia en alguna de las mil falanges habidas o por haber, todas aproximaciones posibles pero con un gran margen de error una vez que murió fusilado el fundador, que era el tuétano de lo que fue FE de las JONS hasta 1936.
Despacharé rápidamente el asunto de la posible amistad entre los dos hombres, la cual tiene como piedra angular el testimonio nada sospechoso de filofalangismo de Gabriel Celaya, y me centraré a continuación en lo que considero el principal acierto del libro: las similitudes más allá de lo epidérmico entre ambos, los rasgos comunes de sus temperamentos e incluso de sus respectivas trayectorias y concepciones del mundo, no tan disímiles, independientemente del trato o amistad que llegaran a tener en vida.
A pesar de su voluntad de equidad y de no caer en simplificaciones, Cotta realiza alguna atribución discutible, como esa, ya en la misma introducción, de que a Lorca lo mataron los azules. Si el color lo emplea como metonimia del bando nacional, valga, aun con reparos, porque fueron falangistas los que lo protegieron frente a la vesania del gobernador civil José Valdés (también es cierto, “camisa vieja”) y de ese cedista rebotado (en los dos sentidos) al que José Antonio no quiso en la Falange, Ramón Ruiz Alonso. Efectivamente, los hermanos Rosales, falangistas, hicieron lo posible, sin resultado, por salvar a Lorca. Félix Grande salió al paso de las acusaciones contra Luis Rosales en La calumnia, y hace poco Antonio Hernández ha vuelto a defender al autor de La casa encendida en su libro premiado con el Nacional de Poesía Nueva York después de muerto, en donde en el verso sexto y siguientes escribe: “En Federico quisieron asesinar / lo que es coraza contra la muerte. A Rosales / pretendieron hacerlo cómplice / del crimen. Tenía / una camisa azul como sus ojos, / huellas adolescentes: los ojos, la camisa.” Y algo más adelante, desembarazándose del relativo prosaísmo de los versos anteriores, sitúa el crimen en su contexto: “Sucedió / en un país lleno de ratas y telarañas, / con hombres y mujeres que odiaban los espejos / relatores de sus ojos aupando / siglos de resentimiento y odio, / pero igualmente lleno de criaturas / inocentes, de ángeles imprecisos bautizados / por las aguas del bien.”
En cuanto a José Antonio, creo que tampoco procede afirmar sin matizaciones que lo mataron los rojos, porque con todas las deficiencias de forma que se quiera y con la decisión en manos de un tribunal popular, la sentencia fue dictada conforme a la legislación vigente de la República, por más que en esta tuviera un gran peso el comunismo apoyado por la URSS y se hubieran suspendido muchas garantías jurídicas. En el terreno de las etiquetas, Cotta emplea otras que son sin embargo un acierto pese a su aparente altisonancia, pues operan no ya sobre el espectro político sino con arquetipos: el Caballero es José Antonio y el Poeta es Federico. Con este reparto de papeles consigue algunas de las páginas de mayor ahondamiento en los personajes del drama.
En mi opinión, Cotta abusa de esa idea expresada por José Antonio de poner a Federico al mando de la escuadra de poetas de la Falange. Lo que es lenguaje figurado y en todo caso ‘wishful thinking’, el autor de Rosas de plomo lo toma a rajatabla. Pero lo cierto es que el jefe falangista sintió siempre una gran inclinación por la literatura (escribió poesía y novela) y buscó la proximidad de literatos, como Rafael Sánchez Mazas o Eugenio Montes. ¿Fueron Lorca y él verdaderamente amigos, o simplemente se profesaron una simpatía que, a modo de ‘boutade’ o travesura dialéctica, fue magnificada en la famosa frase de Lorca de que cenaban juntos todos los viernes pero tenían que desplazarse en un taxi con las cortinillas bajadas para no ser reconocidos?
Que coincidieron es seguro; que el político quiso granjearse la simpatía si no la colaboración del dramaturgo, también. Ni Miguel García-Posada ni Aquilino Duque creen sin embargo que hubiera tal amistad, y Cotta lo reconoce con honradez pero ello no es óbice para que intente rebatir los motivos que haya para ese escepticismo. Pero sobre todo, como adelanté, establece un catálogo de similitudes y, como una especie de Plutarco hispano, unas vidas paralelas (Fernando Sánchez Dragó ya publicó unas Muertes paralelas en las que ponía en relación la suerte corrida por José Antonio con la de su propio padre). “Dos revolucionarios cristianos”, los llama. Y en otro lugar apunta: “Lo que resulta incompatible entre ellos no son sus personalidades, sino tan solo sus respectivas imágenes públicas, los iconos que eran o que les hicieron ser.” Creo que se le va la mano al subrayar el cristianismo de Lorca, más cultural que sentido. Venía de él, como Primo de Rivera del fascismo, pero ambos iban a otras cosas, difíciles de especular en el segundo, pero bastante manifiestas en el primero: un deseo de libertad sin cortapisas.
Hay pocos errores, que señalo por si el libro alcanza una segunda edición: Agustín de Foxá no era falangista sino amigo de José Antonio y como uno de los escritores de su “corte literaria” colaboró en la composición de la letra del “Cara al sol”, el himno falangista; en cuanto al compañero de prisión en la Modelo, Antonio Lucero (sic), en realidad se llamaba Antonio Lucena. En lo concerniente a los pies de las fotos, sobre las que tal vez Cotta no tenga responsabilidad, hay más errores. No existió como tal ningún café La Ballena Alegre (era el sótano del Lyon), el diplomático chileno Carlos Morla Lynch no pudo propiciar el primer encuentro entre Lorca y José Antonio “pocas semanas antes del inicio de la Guerra Civil” porque el segundo se hallaba en prisión desde mediados de marzo y son muchas a partir de ese instante, y densas de acontecimientos, las semanas que faltaban hasta el 18 de julio. Por lo que respecta al retrato en el que el jefe de la Falange supuestamente posa en la cárcel de Alicante, la ubicación es incorrecta: es en la Modelo madrileña, y una de las fotos que tomó precisamente Lucena.
Eso, por lo que respecta a los datos. En cuanto a las apreciaciones, el autor parece eludir constantemente la homosexualidad, que él prefiere llamar, es cierto que siguiendo a Lorca, “epentismo”. Pero hace bien en disipar cualquier asomo de sospecha de esa tendencia en José Antonio, bien que este despertara la admiración en bisexuales como Morla o incluso en algún camarada que pudo haber sido “de la acera de enfrente”: así, Cotta atempera el entusiasmo, y puede que algo más, de Felipe Ximénez de Sandoval en su Biografía apasionada de José Antonio.
Y vamos, tras el del párrafo anterior, a los muchos aciertos, que resulta difícil resumir aquí. Las semblanzas de sus protagonistas, sus perfiles psicológicos, están muy bien trazados, así como la consecuencia de su singularidad. “Dos personas así, de pensamiento libre y antipartidista, que no encajan en ningún partido, ni ganas que tienen, que son conservadoras, revolucionarias y liberales en según qué cosas, y sobre todo en una época de turbulencias donde cualquier cosa es blanca o negra, no tienen más remedio que romper moldes y etiquetas y caer mal a mucha gente.” Me gustaría saber qué piensa Ian Gibson (que curiosamente ha sido biógrafo de ambos) sobre esta compartida magnanimidad, y este ver en ambos la síntesis de muchas cosas, que haría que el Primo de Rivera el joven quisiera captar a Lorca y explicaría la notita que le envió escrita en una servilleta cuando coincidieron en un restorán o casa de comidas de Salamanca o Palencia. Cotta lo explica muy bien: “Pero José Antonio se equivocaba. ¿Podría haber representado el Poeta, en una España falangista, su obra El público, donde reivindica sin componendas el afecto y la atracción por el mismo sexo? Si no se atrevió en la España frentepopulista, tampoco se habría atrevido en una falangista. Esa oferta que desde el punto de vista de José Antonio no era política, sí lo era para el Poeta. Aceptarla habría mostrado a los ojos de todos que él sintonizaba con el representante del fascismo español en muchos asuntos. Si por miedo y seguridad se había resistido a los ofrecimientos políticos de su cuñado, el socialista Fernández-Montesinos, o del mismísimo Azaña, ¿por qué no iba a rechazar los de José Antonio si este tenía menos poder , aunque más encanto que Azaña, y su compañía entrañaba muchísimo más peligro porque era más odiado y apuntaban más pistolas contra él?”
Recogiendo información de testigos que a veces se asemejan al típico narrador de dudosa credibilidad de las novelas de Henry James, y con muy pocas pistas aunque mucho análisis, Jesús Cotta ha escrito un ‘tour de force’, un libro incómodo. Esa es, acaso, la obligación de un ensayo: hacer pensar, discurrir, incluso a riesgo de tocar fibras sensibles y prejuicios asentados; lo contrario sería una obra divulgativa o una chata monografía académica. La principal virtud de Rosas de plomo es su espíritu superador de inquinas y diferencias y el prestar atención sobre todo a las personas por encima de las estructuras, buscadas o impuestas, que las encuadran. Lo ha escrito, además, con una prosa excelente, precisa, indagatoria, matizada, que se separa por igual de la hinchada retórica franquista y de la plana de tantos libros de historia. Porque, en el fondo, este no es un libro sobre historia ni política, sino sobre las almas de dos hombres muy solitarios a pesar de todos los que los rodearon y también de esa otra alma, la de España. Esta es la razón que da Jesús Cotta de la muerte violenta de estos dos personajes: “Y por eso los mataron. Por impuros y conciliadores, por recoger la voz que ya no estaba permitido oír: la de quienes eran reaccionarios en las cosas buenas y revolucionarios en las malas.”
Lorca era amigo de todo el mundo. José Antonio trataba de serlo. Este, mostrado aquí en toda su complejidad, conspiró para un levantamiento que, cuando finalmente se produjo, lo arrolló. Seguramente no sea justo equipararlo con aquel, que no conspiró por nada y jamás empuñó un arma (aunque fuera en defensa propia). Pero si, como el franciscanismo del que se acusaba a la Falange desde la derecha cuando aún no vengaba a sus muertos, el mensaje de Rosas de plomo es que es posible la conciliación, la amistad pese a las diferencias, el libro acierta, aduciendo muchos ejemplos de coincidencia donde esta parecía imposible. Me parece bastante.
Se habla aquí de «Dos personas así, de pensamiento libre y antipartidista, que no encajan en ningún partido»; y se califica a José Antonio como «el representante del fascismo español». ¿No hay una contradicción entre una y otra cosa? ¿Un fascista no es «partidista»? Algo hay que se me escapa, o que no entiendo.
Si, se le escapa: lo que Jesús Cota repite, y Rivero Taravillo suave e implícitamente corrige cuando fija los tiempos, «venía del fascismo», no es más que una de las escasas concesiones que el profesor malagueño hace a los lugares comunes en su muy recomendable ROSAS DE PLOMO. José Antonio se descontaminó del fascismo a una velocidad que rebasa la de quienes vivieron la misma experiencia; más rápido que Anguita o Cayo Lara, mucho más rápido que Dionisio Ridruejo o el filósofo que reconstruyó el PSUC, Manuel Sacristán, muchísimo más rápido que Jorge Vestrynge. En tres años se distancia de tal modo que es el primero en hacer una crítica tan sería como demoledora del corporativismo, la doctrina social de los fascistas, y termina condenando al fascismo por «fundamentalmente falso». Este fue su último documento de análisis político, escrito ya en la cárcel de Alicante.
Explicado esto es más fácil entender que había afinado al máximo su proyección en torno a tres ideas: la persona como eje del sistema; la solidaria unidad de España; la justicia igualadora entre españoles. Sabía muy bien que no se podía hablar de patria en casa del hambriento. Una síntesis de ayer que, alejada de anacrónicos y opacos devaneos falangistas, habríamos de pensar en cuanto nos valdría para el hoy y que por lo visto en su tiempo y en el actual, permite a Jesús Cotta escribir lo que escribe y para lo que usted pide aclaración. En la lectura detenida de José Antonio, está.