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¿Truco o magia?

ALEJANDRO LUQUE | Hace ya unos 15 años que el nombre de un escritor italiano, Sandro Veronesi, se nos quedó grabado a muchos gracias a una novela deslumbrante titulada Caos calmo, bendecida con el premio Strega. De ella se hizo una película protagonizada por Nanni Moretti que también tuvo su recorrido, si bien la impresión de la obra original resultó mucho más fuerte, y nos permitió vaticinar una espléndida madurez a aquel autor ya metido en la cuarentena.

Aunque en Italia habían ido apareciendo otros títulos, en nuestro país no volvimos a saber de Veronesi hasta la edición de Profecía, que recuerdo haber leído con muchas ganas, pero de la que no consigo retener ni siquiera el argumento, lo cual no suele ser una buena señal. El año pasado nos reencontramos con él gracias a un breve pamplhet, Salvar vidas en el Mediterráneo, hasta que supimos que había vuelto a ganar el premio Strega con una nueva obra, El colibrí.

Permítanme empezar por el final: no puedo decir que haya podido reencontrarme con la euforia que me produjo Caos calmo, pero sí que caí bajo una suerte de encantamiento que he aprendido a reconocer con el tiempo, y que me invita a desconfiar por sistema. Es una sensación que me sucede a menudo con ciertas películas: salgo del cine con una especie de ebriedad que me permite hablar durante horas de la maravilla que he visto, pero conforme avanza la noche voy descubriendo, a toro pasado, los trucos del prestidigitador, y es posible que a la mañana siguiente apenas quede rastro de la magia.

Esto ocurre, sobre todo, con obras que albergan un fuerte componente sentimental, que van directas a la entretela, cuando en realidad lo que les pido es que pasen, antes o después, por el cerebro. Que me toquen, sí, pero que también activen algún mecanismo transformador que no se agote en la simple emoción. Cuento todo esto porque, pasada una semana de la lectura de El colibrí, sigo sin estar seguro de poder distinguir hasta dónde Veronesi se sirve del truco y dónde hace magia de verdad. Lo más honesto que puedo hacer es exponer esta duda…. confiando –lo reconozco– en decantarme por alguna opción antes de concluir esta reseña.

Hablemos, pues, del protagonista de la obra, Marco Carrera, apodado El Colibrí en su niñez por haber visto retrasado su desarrollo. Mote que mantiene a pulso en su madurez, pues toda su vida es un aleteo constante para mantener el equilibrio, como tienen por costumbre hacer estos pajaritos. Nada que no intentemos hacer, por otra parte, todos los seres humanos, solo que en el caso de Carrera los vendavales que le salen al paso son pruebas particularmente exigentes, desde las atenciones que debe prestar a sus padres enfermos al distanciamiento con su hermano, pasando por un matrimonio fallido o el hecho de hacerse cargo también de su hija, primero, y de su nieta después.

Así, estamos ante una novela que encaja en el tiempo en que la institución familiar ha dejado de ser lo que era, donde los esquemas clásicos han quedado obsoletos, aunque el mapa de los afectos siga trazándose sobre sus viejas huellas. Carrera, hijo, hermano, marido, padre y más tarde abuelo, también representa la endeblez de esa estructura a la que, en cambio, se resiste a renunciar.      

Primeros motivos para levantar la ceja: Carrera es un personaje que te enternece de principio a fin. Demasiado lindo, por así decirlo, con muy poco o ningún sombreado. Esto puede provocar un efecto contrario al deseado, porque esa figura en vilo entre dos estereotipos –el de la víctima y el del héroe– necesita mucha sangre y un buen montón de rayos en noche de tormenta para echar a andar por su cuenta.   

Y segundo levantamiento de ceja: el hecho de que el castigo de la suerte o del destino a un personaje tenga siempre algo de purificación de raíz judeocristiana, automáticamente, me pone en guardia. Y más si, como es el caso, el autor se cuida de recrearse demasiado en las tragedias mayores y menores, aunque me sucede también con los más sádicos, léanse las películas de Lars Von Trier.

Pero lo cierto es que la novela va, funciona, te envuelve. Buena parte de ello se debe al hecho de que Veronesi renuncia a cualquier tipo de linealidad, tanto estilística como temporal. La narración salta en el tiempo a capricho, cada uno de los capítulos viene desarrollado de un modo distinto sin que se pierda la coherencia, a menudo trabajándolos a la manera de o deslizando homenajes escondidos entre líneas, por si algún lector quiere sacar nota.

Ello da la sensación de discurrir sobre una prosa enormemente viva, impredecible. Y, sin embargo, hay que estar muy despistado para no ver que las piezas se van colocando muy a propósito, y que se van limando para que, llegado el caso, encajen todas a la perfección. Demasiado a la perfección, podríamos decir, por más que el autor se aplique en servirnos giros sorprendentes. Es más, por momentos el texto da la impresión de estar más vivo que los personajes, lo cual no deja de ser otro problema.

Claro que la emoción comparece, porque hay que tener el corazón de piedra para leer durante 300 páginas sobre amor y muerte sin conmoverse. Eso sí, –y me temo que a Veronesi no le haría mucha gracia lo que voy a decir–, el pasaje de El colibrí que más me ha golpeado no es del escritor romano, sino de un milanés: un poema de Giorgio Manganelli que me pone al borde de las lágrimas. Claro que, al fin y al cabo, elegir con tino las citas es también un modo de escribir, de escribir bien. 

En resumen, ¿truco o verdadera magia? Aun asumiendo que la literatura es siempre truco –y su éxito consiste precisamente en convencernos de que existe la verdadera magia–, debo concluir que este libro participa de ambas cosas. Hay un narrador muy sólido, con un catálogo de registros admirable, pero también, quizás, demasiado seguro de su capacidad para llevar al lector adonde quiere… aunque se le escaparán también muchos por el camino. Con todo, El colibrí se antoja una novela muy de nuestro tiempo, incluso de nuestro año, aunque la vi en las librerías de Roma en marzo, cuando la pandemia todavía era una amenaza difusa. Ese canto a la resiliencia frente al dolor, a la esperanza frente al desaliento, al amor después del amor, al estoicismo frente a lo inevitable, tendrá sin duda un público agradecido. 

Reseña publicada previamente en M’Sur.

El colibrí (Anagrama, 2020) | Sandro Veronesi | 320 páginas | 20.90 €

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