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Un buen artesano

Cárceles imaginarias

Luis Leante

Alfaguara, 2012

ISBN: 978-84-204-1108-8

360 páginas

18,50 €

Daniel Ruiz García

Confesaba Luis Leante hace unos días en una entrevista a Alejandro Luque su desconfianza y desarraigo hacia las camarillas literarias. Todas, dice, le resultan algo forzadas, y nunca se ha identificado con ninguna. De ahí que siempre haya ejercido su oficio literario por libre, y que sea muy difícil de meter en el saco de cualquiera de los grupos que, a modo de taifas, dan cuerpo al abigarrado mapa de la literatura española contemporánea.

“Todos los escritores con quien hubiera deseado formar escuela están muertos”, o algo así, le oí decir el otro día en la entrevista, y aquello me dio que pensar. Porque después de leer Cárceles imaginarias uno reconoce muchas deudas en la literatura de Leante. Pero por ese gusto impertinente que uno tiene por la comparación, uno no piensa en el socorrido modelo cervantino, donde de un tiempo a esta parte todos los autores españoles parecen querer plantar su raíz, ni siquiera en los noventayochistas, que fraguaron esa cosa del espíritu de intelectual español. Pienso sobre todo en Somerset Maugham, y en las muchas similitudes que el escritor murciano tiene con el inglés. Empezando por el aspecto físico algo ‘british’ de Leante, aparentemente sobrio y comedido, desde luego muy poco español. Continuando con la querencia por los ambientes exóticos en la construcción de muchas de sus novelas, y por el gusto por el viaje como motivo literario. Siguiendo por la solidez en la construcción de personajes, por la apuesta por estructuras narrativas bastante férreas y bien pergeñadas. Y terminando por el propio ideario literario, que en el caso de Leante, como en el de Somerset Maugham, podría resumirse en contar buenas historias e intentar contarlas con eficacia.

El estilo de Leante en Cárceles imaginarias parece incluso haberse “anglificado” más que de costumbre, de forma que hay una renuncia total al adorno, a la adjetivación, a descripciones que resten músculo a la trama. Ello no quita que el murciano gaste un estilo elegante, con un uso de la metáfora comedido pero muy efectivo, donde hay detalles de poética diminuta que otorgan una estimable «gracia» al texto. De eso trata, pienso, saber contar una historia, porque todo parece consagrado a contar la historia que se tiene entre manos.

Estamos ante un arquetipo de novela con poso de intriga histórica. Pero esta intriga no es, como suele suceder en las novelas de este tono, nada grandilocuente ni ambiciosa. Aquí no hay ninguna verdad oculta que vaya a cambiar el sentido del mundo o nuestra percepción sobre personajes relevantes de nuestra Historia. Es una intriga más bien psicológica, personal, incluso íntima, que se desarrolla a través del formato de trama dentro de otra trama. La trama, digamos, periférica, es la que justifica y da pie a la trama interna, que funciona en sí misma como una segunda novela. Es, a mi juicio, esta segunda historia la que le da consistencia al libro, y la que concentra todo el interés del lector. Mucho más expresiva que la primera, mucho más concentrada y estimulante, es la culpable de que el libro se lea con avidez y expectación, sin altibajos de tensión, reservados normalmente a la trama periférica (que, en todo caso, también se lee con interés: en todo momento «se nos está contando algo»).

Cárceles imaginarias centra su mirada en un personaje enigmático, cuya personalidad se va dibujando a lo largo de toda la obra. Un anarquista de finales del siglo XIX que va mudando su identidad y emborronándola a través de diversos viajes por Europa, Asia y Latinoamérica en los que asume otros nombres y padece todo tipo de peripecias, perseguido siempre por la sospecha y atenazado por un carácter quizá algo dubitativo, desnortado, con poca fe en sí mismo y en sus propias creencias. Un modelo posible de antihéroe, en medio de unos sucesos poco heroicos, con los que Leante pone en pie una reflexión sobre el azar y sobre la forma en que se construye nuestra vida y, por tanto, nuestra memoria. Ni el protagonista principal, ni ninguno de los secundarios -otra cosa que lo acerca a Maugham: su buena mano para el dibujo de los personajes de reparto-, destacan especialmente por su valía personal o su genio. Son seres humanos bastante normales, atrapados en unas circunstancias vitales determinadas, donde el aparente libre albedrío es machacado por el azar y su caprichosa madeja. Una dinámica existencial, pienso, muy parecida a la que gobierna nuestra propia vida, la real, no la que reconocemos en los libros. Y es por ello que, por encima de las peripecias, de los viajes, de los peligros, no cuesta sentirse identificado con la historia de esta novela, en la que Leante da muestras de su competencia literaria. Una competencia nada exhibicionista ni rutilante, sino silenciosa, elegante, discreta, acorde con lo que cabe esperar de un buen artesano, de todo un maestro de oficio.

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