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Un escritor en apuros

14942287359788483932193_04_lANTONIO RIVERO TARAVILLOAntonio Ortuño nació en Zapopan, al lado de Guadalajara, en 1976. Es pues uno de los muchos y excelentes escritores que el Estado de Jalisco ha dado a la República Mexicana, con nombres que, de nación o adopción, doran una lista ilustre formada por Juan Rulfo, Fernando del Paso, Juan José Arreola, Mariano Azuela, Antonio Alatorre… De los escritores mexicanos de su generación es uno de los que tiene más proyección en el extranjero: de hecho, y entre otros reconocimientos, fue el único autor de su país seleccionado por la revista Granta de entre los mejores escritores jóvenes en español en 2010. Como novelista es autor de El buscador de cabezas (2006), Recursos humanos (2007, finalista del Premio Herralde), Ánima (2011), La fila india (2013), Blackboy (2014), Méjico (2015) y El rastro (2016). En el género del cuento ha publicado El jardín japonés (2007), La señora Rojo (2010) y Agua corriente (2015). A finales del año pasado obtuvo el Premio Ribera del Duero en su quinta convocatoria por este volumen, La vaga ambición, que estos días llega a las librerías.

Ortuño es un narrador brillante, que sabe utilizar sus recursos y que desde el humor y la ironía, más la agudeza psicológica, consigue que los lectores se sientan inmersos en la narración y disfruten de la misma. Eso deben de haber entendido los miembros del Jurado (Sara Mesa, Juan Bonilla y Almudena Grandes) al seleccionar su obra de entre cinco finalistas entre los que había otros autores de primera fila. Lo cierto es que es un libro que sabe a poco y en la media docena de relatos se echa en falta algo más de ambición (que como en el título es algo vaga) y mayor extensión. Es libro que, como suele decirse, se lee en una tarde. Y eso, en la actualidad, tal vez no sea tanto defecto, de cantidad, como virtud, de calidad.

Pero si uno hubiera deseado al menos dos o tres piezas más, las que reúne La vaga ambición dan fe de la calidad de Ortuño, capaz de manejar el lenguaje figurado de modo que al hablar de un lago sin interés diga “los peces que extirpaban de sus aguas”, o al describir a una mujer que “sus ojos eran pequeños, azules y brillantes como el agua teñida de los sanitarios” u observar, en fin, que una niña tenía “la boca delgada como el filo de un naipe”. Este es el primer relato, “Un trago de aceite”, que marca ya el territorio del libro: diferentes escenas y momentos de la vida de un escritor en apuros, desde la infancia y la consecución de un premio por “un cuentito sobre un caballero y un dragón” a la muerte de su madre, a la crisis creativa, conyugal y profesional, a las giras de lecturas y talleres en situaciones a menudo ridículas (que recuerdan a las páginas vitriólicas de los diarios de Andrés Trapiello cuando refieren sus charlas y conferencias ante un dudable y dudoso público). En “El caballero de los espejos”, ese narrador que tiene muchos rasgos del propio Ortuño, se convierte en una suerte de infantil y atribulado sosias de Pierre Menard, también autor del Quijote aunque sin la complejidad especular del relato de Borges. “Quinta temporada” es particularmente actual por el auge de las series de televisión. El mismo autor se ve enredado allí en una trama de guionistas y éxito que redime su vida cenicienta y tendente a la bancarrota. Es de los más divertidos del libro, a menudo hilarante, y contrasta, por ambiente, tono y tratamiento con el más sombrío de todos, “Provocación repugnante”, que se trata del único que no está narrado en primera persona y que ha de considerarse un relato escrito por el protagonista de los otros. Se desarrolla en los inicios de la Rusia soviética y sirve como ‘comic relief’ inverso (es decir, como grave interludio) antes de “El príncipe con mil enemigos”, la esperpéntica relación de las peripecias del escritor en una ciudad de provincias y una inopinada intervención en un programa de televisión.

“La batalla de Hastings”, finalmente, se ocupa de un taller que imparte nuestro ya viejo conocido. Se yuxtaponen aquí noticias de aquella victoria de Guillermo el Conquistador con la historia del Cantar de Roldán, que fue recitado entre las huestes normandas, y las enseñanzas y consejos del escritor a sus alumnos, ‘writers to be’ o ya en ejercicio. También desde la primera persona alecciona en líneas aplicables al raro oficio de juntar palabras: “Somos bardos mercenarios que escriben algo que escuchamos en otra parte para venderlo a los miserables que puedan pagar por él. Somos unos mentirosos que adornamos, pulimos, deformamos, embellecemos lo repulsivo y lo trocamos en presentable, incluso si intentamos reflejar el lodazal.” Hay, efectivamente, en algunos de estos relatos momentos repulsivos (notable es el del giro inesperado del primero de ellos), pero Ortuño sabe que el humor es a menudo el pincel con el que se subraya lo trágico. Tiene además en su haber no caer en ningún momento en las disquisiciones plúmbeas a las que se podría haber prestado la temática. La vaga ambición es un muy buen libro. Si Ortuño, no contagiado por cierta pereza de su protagonista, hubiese ofrecido algunos relatos más, tal vez sería más extenso, sí, pero quizás resultara cansino en la exposición de las miserias del mundo de la escritura si mantenía el hilo conductor aquí elegido. Un hilo que, la verdad sea dicha, funciona aquí a la perfección y hace del volumen, casi tan delgado como el filo de naipe de aquella niña, Guadalupe, un conjunto altamente recomendable.

La vaga ambición (Páginas de Espuma, 2017) de Antonio Ortuño | 120 páginas | 15 € | Premio Ribera del Duero 2017

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