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Un fratricidio a título póstumo

3FRAN G. MATUTE | Con la publicación a título póstumo de Caín (2001), Gregor von Rezzori (1914-1998) cerraba a su modo lo iniciado en La muerte de mi hermano Abel (1976). Resulta algo inquietante pensar que tras escribir una novela tan rotunda como era aquella, cercana a las 800 páginas, a Rezzori se le hubieran quedado cosas en el tintero, hasta el punto de tener que retomar a unos personajes creados veinte años atrás. Bien mirado, excusas no le faltaban para ello: si aquella primera novela llevaba a Abel en el título, a nadie sorprenderá que la presente lleve el del fratricida Caín, cerrándose así el díptico; también, la propia estructura fragmentaria de aquel ambicioso proyecto narrativo dejaba la puerta abierta a la aparición de más material escrito por Aristides Subicz, el escritor-narrador protagonista de esta historia, cuya ingente y desordenada producción da forma a esta locura metaliteraria. Y así ha sido: una carpeta encontrada en un coche tras un accidente (y hasta aquí podemos leer) nos permite adentrarnos de nuevo en las intimidades de Subicz, ese “individual of doubtful nationality” empeñado en escribir la Gran Novela Europea del siglo XX.

La transformación de personas de carne y hueso en personajes literarios era uno de los muchos frentes abiertos sobre los que se divagaba en La muerte de mi hermano Abel. Subicz trataba así de justificar que las miserias de sus familiares y allegados pulularan por su relato, vampirizadas bajo los ropajes de tal o cual nombre de ficción. Esta pugna se materializa en Caín con la irrupción no de uno ni dos sino de tres narradores (el propio Subicz, su editor Schwab y el auténtico Rezzori) que se entremezclan sin piedad en el texto, en un juego posmoderno un tanto arriesgado (absténgase aquí los lectores pusilánimes) que sirve más que nada para confirmar lo que ya intuíamos: que Subicz no es otra cosa que un alter ego de Rezzori.

Por eso invento todo este embuste que yo mismo me trago”, escribe (a mano) Rezzori. “Paradójicamente, sólo podré liberarme de mí mismo cuando, como ahora, me proyecte fuera de mí sobre el papel”. Funciona así Caín como una confesión a tumba abierta, y entiende uno entonces la necesidad de escribir al final de toda una vida este texto desenmascarador de la incómoda figura de Subicz, un ‘bon vivant’ que sobrevivió a las dos guerras mundiales de prostíbulo en prostíbulo: “Es lo contrario de lo que soy en todo y para todo: él es ligero, mientras que yo soy pesado; elegante, mientras que mi aspecto es banal (…). También es orgulloso, pero por una especie de humildad, no por soberbia… En una palabra: es mi exacta imagen literaria, la imagen con la que siempre he soñado”.

Si Abel (esta vez en palabras de Schwab, su editor) no era tanto “la autobiografía de un hombre que escribe” como “la biografía de su libro”, Caín sí parece por fin indagar en la compleja (y en ocasiones repugnante) personalidad de su creador. En este sentido, resulta desgarradora la carta que Subicz escribe a su hijo, a su “pequeño hombre”, gracias a la cual descubriremos las verdaderas motivaciones que laten bajo la futura escritura de La muerte de mi hermano Abel.

En efecto, Caín ofrece muchas claves vitales sobre Subicz, previas la mayoría a la construcción de su expansiva y meándrica obra literaria. Caín es una coda que sabe a prólogo. Un complemento que quizás, y aquí viene la pega, no aporte tanto como pretende. Salvo dos o tres momentos de enjundia, el resto de Caín se lee como un batiburrillo, como un reciclaje de materiales, efectivamente escritos durante la concepción de La muerte de mi hermano Abel, a los que se les ha querido dar una segunda vida literaria por la (en ocasiones tramposa) vía de la metaficción. Caín se presenta así como un texto incapaz de funcionar de forma autónoma, pues su disfrute (y comprensión) está supeditado a la lectura de la que para muchos es su obra maestra indiscutible, (y esto sí que lo hemos averiguado ahora) la más personal de todas.

Caín. El último manuscrito (Sexto Piso, 2016) de Gregor von Rezzori | 252 páginas | 20 € | Traducción de José Aníbal Campos

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