ALEJANDRO LUQUE | En Italia, sin ir más lejos, ya ocurre desde hace tiempo, y también puede verse en muchas librerías españolas. Me refiero a que la sección ‘novela negra’ o ‘novela policíaca’ va separada de la de ‘narrativa’ a secas. Esto puede tener varias explicaciones, la más evidente de las cuales es que se trata de un nicho comercial en auge. Pero desde el punto de vista literario, también puede decirse que el giallo, como género, posee unas reglas que el consumidor (léase lector) quiere reconocer a la primera. Esa es sin duda una de las claves de su éxito, y también una de las razones por las cuales yo no lo frecuento demasiado; y, cuando lo hago, busco a dinamitadores de esas claves, ya se trate de un Carlos Pérez Merinero, un Marcello Fois o un Leonardo Sciascia.
Si me acerqué a La niña de oro, la incursión del argentino Pablo Maurette en la narrativa negrocriminal, fue porque intuía que no sería una novela negra convencional. De él solo tenía una referencia anterior, el prolijo ensayo El sentido olvidado, en torno a las representaciones del tacto en las artes y las letras, que me interesó mucho. Por qué no darle una oportunidad en la ficción.
Lo mejor que puedo decir de entrada de su novela es que no pretende sorprender al lector. Los elementos iniciales, el hallazgo de un cadáver, la secretaria de la fiscalía al cargo y su ayudante, se presentan según los cánones. Comienza la investigación, se va tirando de un hilo o de otro, aparecen los sospechosos, las pruebas van arrojando luz sobre el asunto. Quiero decir que todo resulta familiar en apariencia, pero hasta ahí llegan las comparaciones con lo que sabemos del género.
Maurette no pretende, por ejemplo, radiografiar nada: ya saben, usar la novela como forma de indagación en una época y un lugar concretos. El Buenos Aires donde se desarrolla la acción carece casi por completo de detalles; si no fuera por alguna mención y por el habla porteña de los personajes, podría tratarse de cualquier otra ciudad, cualquier otro país y casi cualquier otra época. No busquen a Milei ni a ningún otro elemento parecido en estas páginas.
Hay una trama, claro. Algo turbio que tiene que ver con un taxi boy (chapero en lenguaje porteño) y con cierto interés (¿científico?) por los albinos. Pero poco a poco nos vamos dando cuenta de que la resolución del caso no es lo más importante para el autor. Lo que está haciendo página tras página es dibujarnos a una serie de personajes que nos atraen no por sus características excepcionales, sino precisamente por lo que se parecen a las personas de carne y hueso. Tienen sus bondades y sus miserias, aciertan y se equivocan, quieren ganarse el sueldo y al mismo tiempo quieren tener una vida propia. Dicho de otro modo, Maurette evita lo que él mismo ha llamado alguna vez “los colores chillones”, da un delicioso realismo a su historia porque los tonos son tenues y mate. Lo más chocante (aunque para bien) es el hecho de que la protagonista, Silvia Rey, se reúna cotidianamente con su padre en un bar de farloperos cuyo nombre, de hecho, da título a la novela.
Y por último está el tono. Recuerdo que en El sentido olvidado me llamaba la atención el tono elevado del discurso, que por momentos distraía del contenido del ensayo. Aquí encontramos otro Maurette, más contenido, que brilla tan solo con destellos puntuales, pero que en general adopta un perfil bajo precisamente para que su voz no se imponga sobre los distintos personajes. Ello nos conduce a ese punto en que el paradigma científico, que defiende una explicación para todo, y el mágico, donde todo está en manos de lo sobrenatural, se reúnen como actitudes naturales en el ser humano, y ayudan a desenmarañar la historia.
Una novela, me atrevo a conjeturar, que no gustará a los muy cafeteros del género negrocriminal, pero que seducirá y hasta entusiasmará a quienes sean felices poniéndose simplemente delante de los anaqueles de ‘narrativa’ en su librería predilecta.
La niña de oro (Anagrama. 2024) | Pablo Maurette | 264 páginas | 18.90 euros