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Un juego de niños

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Jota Erre

William Gaddis

Sexto Piso, 2013

ISBN: 978-84-15601-38-8

1.133 páginas

35 €

Traducción de Mariano Peyrou

National Book Award 1975

 

 

Sara Mesa

1.133 páginas de William Gaddis. Para los que habíamos disfrutado tanto de Gótico carpintero y estábamos a la espera de la reedición de Los reconocimientos, este tochazo se nos ha presentado estas navidades como un verdadero festín. Un atracón, un banquete de los buenos, de los de pura gula, y sin embargo, refinado, elaborado con extremo cuidado, ¡sabrosísimo! (esto, cómo no, es un guiño). Lo digo ya desde el principio para que quede claro: Jota Erre es una gozada de libro. Una fiesta. Un derroche de ingenio, inteligencia y buena literatura. Una novela carnavalesca, satírica, divertida y con un sutil toquecito amargo. Un reto que no tiene nada de juego de niños y que, a su vez, se basa en un extraordinario juego de niños. Una bofetada a gran parte de la narrativa actual que nos llega desde 40 años atrás: obtuvo el National Book Award en 1975 y es, sin embargo, una de las novelas más actuales que pueden leerse hoy día.

No es sencillo reseñar un libro así. Podemos empezar por el disparatado argumento (disparatado sólo en apariencia, o al menos no más disparatado que la vida real). Todo comienza con una discusión en torno a una herencia -participaciones y acciones en General Roll, una pequeña empresa familiar de rollos de pianola- y, paralelamente, con una excursión organizada en un peculiar colegio con el fin de “hacer una aportación a Estados Unidos”. En esta salida escolar en la que uno siente que se le están desperdigando los niños por todos lados, tras la conveniente explicación de un corredor de bolsa y las pertinentes fotografías posteriores, el grupo de alumnos compra una acción de una empresa, la Diamond Cable. Jota Erre es uno de estos alumnos: enclenque y un tanto descuidado por sus padres, parece siempre resfriado, no va demasiado limpio, pero es hábil y ambicioso hasta lo extenuante. Entrañable e irritante a la vez, Jota Erre abre sus ojos maravillado ante el mundo de las acciones, las licitaciones, las pérdidas, las demandas, los valores y las fusiones. “Detrás de cada cosa hay un millonario”, dice, ¿por qué no puede convertirse él en uno? ¿Únicamente por su edad? Eso no puede ser ningún problema: sólo necesita a un incauto al que implicar en sus proyectos para que dé la cara ante el público (lo cual conseguirá con el señor Bast, un joven compositor atormentado, que a su vez es pieza clave en la herencia familiar de la General Roll), un pañuelo con el que taparse la boca cuando habla por teléfono desde el colegio o la tienda de chuches y una grabadora con la que ralentizar su voz y que parezca la de “un señor de cincuenta”. Nada más. Con esto, y un caótico cuartel general improvisado para Bast (el apartamento donde trabajan -o no- los escritores Eigen y Gibbs, y cuyo nivel de desorden consigue incluso superar al del famoso camarote de los hermanos Marx), Jota Erre monta un conglomerado de empresas a su nombre: la Jota Erre Corporation, un verdadero castillo de naipes con la capacidad de poner entre las cuerdas a todo el sector financiero neoyorkino e incluso tener repercusiones en la política internacional. Lo curioso -e inquietante- es que este crecimiento empresarial se produce de la nada (¿nos suena a algo esto de las burbujas?), basándose sobre todo en depreciaciones, pérdidas, deducciones fiscales y amortizaciones, así como en la expansión del miedo y el rumor sobre el valor fluctuante y arbitrario de las cosas. Jota Erre consigue tener bajo su mando a un ejército de seres ambiciosos y mediocres que, sin haberlo visto nunca, admiran su osadía y su aura de misterio: “así piensan los grandes -dice uno de ellos-, por eso el jefe está donde está y nosotros estamos aquí abajo sacando punta a los lápices, va directo al grano y manda sus directrices, algunas son tan tajantes que casi parece medio bobo, casi no se le entiende por teléfono la mitad de las veces…”. Como cita Rodrigo Fresán en el prólogo a Ágape se paga (Sexto Piso, 2008), libro que por cierto aparece autocitado en Jota Erre como obra en proyecto del escritor Gibbs, Gaddis siempre se sintió atraído por “la llamada charada del mercado libre y su léxico”, donde se compra no por el producto en sí, sino por el beneficio, sin que uno se entere de lo que sucede verdaderamente en las tripas de esas acciones. “Ese mundo siempre me pareció sumamente infantil”, confiesa Gaddis.

Y entre medias de tanto absurdo (o no), hay además en Jota Erre un sinfín de personajes con sus peripecias particulares que acaban entrelazándose al final: divorcios, adulterios, frustraciones artísticas, desavenencias familiares, luchas de poder entre empleados, historias de trepas y caraduras, de jefes y secretarias, de coroneles y comandantes, y sobre todo de frustrados, infelices, solitarios y ávidos de más y más dinero; en definitiva, un cruel y certero retrato de la sociedad de su tiempo y, me temo, del nuestro.

Pero si la historia es ya de por sí un espectáculo apabullante, con un ácido acercamiento a cuestiones como lo políticamente correcto, las implicaciones de la economía en todos los ámbitos de la vida, la corrupción de los medios de comunicación, la estupidez infinita de los gobernantes, la ferocidad del capitalismo más salvaje o la perversión y mecanización de las artes (de ahí la aparición de la pianola, obsesión en toda la obra de Gaddis), si todo esto, como digo, es ya digno de admiración, aún es más increíble el exquisito manejo del lenguaje, la forma, el estilo con el que Gaddis «compone» esta sinfonía: esa complicación justificada, la sensación de caos, de puzle desmontado, de perderse para volver a encontrarse, de hilos que se atan y desatan, esos maravillosos diálogos que nos mantienen -a pesar de la dificultad de su lectura- enganchados a la historia, con saltos espacio-temporales y personajes hablando al mismo tiempo, pisándose unos a otros, equivocándose, siendo interrumpidos por llamadas de teléfonos, televisores, radios, intrusos varios, y todo ello con apenas indicaciones de quién habla en cada momento, dónde, cuándo y a quién.

Porque esto es un hecho que no debe ocultarse para evitar sorpresas: las 1.133 páginas de Jota Erre no están organizadas en capítulos ni en fragmentos de ningún tipo que permitan un respiro en la lectura: toda la novela se compone de una única tirada de texto formada por un 90% (calculo) de diálogo, llamativas elipsis, transiciones casi invisibles y múltiples subtramas.

¿Desanima esto? No, al revés. Muy al revés. Una vez que se conocen las reglas intrínsecas de la narrativa de Gaddis (aunque esto pueda llevarnos, sí, algunos centenares de páginas con dolor de cabeza) la lectura se convierte en un verdadero placer. Identificamos a los personajes por su manera de hablar (tanto por su vocabulario como por su sintaxis más o menos balbuceante), los lugares por menciones fragmentarias a objetos («¡Sabrosísimas!») o el tiempo por pequeñas pistas sobre la luz o la comida (pues pueden haber transcurrido varios días en una línea sin que ni siquiera se nos señale con un punto y aparte).

No es un libro difícil. Tampoco es un libro fácil. No creo que ésta, la de la dificultad, sea la vara de medir adecuada para la novela (y ya sabemos que Gaddis fue desdeñosamente calificado como «Mr. Difficult» por Jonathan Franzen). Habría que hablar mejor de complejidad, pues Jota Erre es una obra compleja en un sentido amplio del término: complicada, compuesta de elementos diversos, rica, variada, abundante, enmarañada pero con posibilidad de ser desenmarañada. Justo ahí está el reto. La obra de Gaddis exige lectores ambiciosos, pero a su vez nos hace mejores lectores, más sutiles, más arriesgados e inconformistas. Gaddis nos estimula: nos quiere listos, nos quiere rápidos y sagaces, nos quiere atentos y bienhumorados, nos pone a su altura y eso, siempre, es un honor.

Hay que destacar la apuesta de la editorial Sexto Piso por este «Mr. Difficult» (seguimos esperando, ansiosos, Los reconocimientos) y el titánico (imagino) esfuerzo del traductor Mariano Peyrou por traernos al español toda la plasticidad del lenguaje hablado que predomina en estos diálogos tan vivaces y realistas. Y ya que todo el libro trata de dinero, ganancias y pérdidas, hagamos un cálculo muy rápido: 1.133 páginas a 35 euros el volumen nos sale a 3 céntimos la página de buena literatura, lo que resulta un buen precio para muchas, muchas horas de diversión, admiración y placer. A Jota Erre le parecería un negociazo, aunque luego el asunto lo resumiese con un simple “que me den que te den que me den que te den”, como hace ante el impotente Bast cuando éste, en una de las escenas más conmovedoras del libro, le fuerza a explicar qué siente ante la cantata número 21 de Bach. Bast se indigna:“En cuanto le pones la mano encima a cualquier cosa, la capacidad de dejar cualquier cosa como estaba, no puedes hacerlo, no puedes ni siquiera dejarlo en paz para que la poca gente que sigue buscando algo bonito, gente que preferiría escuchar una sinfonía que comer, que todavía puede, que escucha a una soprano con una voz extraordinaria cantando en alemán y no escucha como tú a la señora esa cantando que te den, no puedes llegar hasta su nivel, así que los haces bajar hasta el tuyo, si hay alguna forma de estropear algo, de degradarlo, de convertirlo en basura barata”. No, Bast no perdona a Jota Erre. Pero nosotros nos vemos forzados a hacerlo. No es más que un niño que juega con extrema seriedad. Al fin y al cabo, los adultos no muestran mucho más respeto por las piezas del juego (llamémoslo economía o finanzas) que este mocoso de once años cuando deforma su voz en la cabina de teléfono de la tienda de chuches.

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