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Un lagarto azul, un elefante blanco

Greene_Quiet

Para celebrar nuestro VI Aniversario, Fran G. Matute nos expone aquí una extraña teoría en virtud de la cual el escritor británico Graham Greene viajó en el tiempo, de 1955 a 2015, emulando así al mismísimo Marty McFly. Según nuestro estadista, al viajar al futuro, Greene comprendió qué es lo que tenía que hacer con «El americano impasible» para pasar a la posteridad. A nosotros, la verdad, no nos cuadra mucha esta teoría, pero aquí os la dejamos por si acaso tuviera algo de lógica.

FRAN G. MATUTE | Una extraña teoría me ronda la cabeza desde hace tiempo, y os la voy a exponer a continuación, a ver cómo lo veis. En 1955, poco antes de enviar el manuscrito de The Quiet American a su editor, Graham Greene se preocupó por primera vez en su vida por el qué dirán. Estaba a punto de cumplir los cincuenta y una mañana, ante el espejo, todavía con espuma de afeitar en la cara, reflexionó en voz alta tal que así (la traducción es lamentablemente mía): “La verdad es que he vivido mucho, y comido bien. No me puedo quejar. Tengo a mis espaldas una obra literaria considerable, y casi siempre he recibido el aplauso de la crítica y del público. La vida me sonríe, cierto, pero reconozco que por dentro me corroe enormemente el no saber cómo envejecerá mi obra. ¿Se me leerá el día de mañana? ¿Qué tipo de escritor seré? ¿Tendrá alguna validez algo de lo que he escrito hasta ahora? ¿Se me caerá el pelo?”… Todas estas cuestiones tan existenciales se le aturullaban en la mollera al pobre de Graham Greene aquella fría mañana.

Ha de tenerse en cuenta que, a la fecha, Greene ya había dado a la imprenta sus afamadas novelas Brighton Rock (1939) y El poder y la gloria (1940), entre muchas otras, y había hecho sus pinitos en el cine, como guionista de El tercer hombre (Carol Reed, 1949), por ejemplo. Había escrito también relatos, libros de viaje, libros para niños y alguna que otra obra de teatro. Era, en fin, un escritor reconocidísimo y el británico pensó entonces que era el momento perfecto para mirar atrás o, en este caso, para mirar hacia adelante. ¿Cómo lo hizo? Desarrollemos un poco más mi teoría.

Con lo que Graham Greene soñaba era, cómo no, con viajar en el tiempo. Quería hacer balance, sí, pero desde el ahora, con la perspectiva que otorga la Historia. Se planteó primero utilizar la famosa máquina ideada por su compatriota H. G. Wells, pero al pronto recordó que una familia de mapaches vivía en su interior, y no quiso molestarlos. La segunda opción era el no menos práctico túnel del tiempo, pero al parecer no lo habían desinfectado desde la última vez, y temió por su salud. Solo le quedaba una opción viable: fabricarse su propio zumo del tiempo. Así, pues, mezcló en la batidora los ingredientes necesarios (una portada de la revista Time, un trocito de Stonehenge, un poco de tomillo y un mechón de pelo de Rod Taylor) e ingirió el mejunje, un tanto amargo. Y a 2015 que fue a parar la criatura.

Al llegar a nuestro tiempo, Graham Greene se percató de que eran casi las cinco de la tarde. “La hora del té”, se dijo, y entró en el primer establecimiento que encontró habilitado a tal efecto. La clientela de aquel supuesto café parecía estar hipnotizada frente a una serie de pequeños televisores. A Greene le decepcionó un poquito el futuro en ese momento. Pidió su té, se sentó tranquilamente a una de las mesas y observó a los demás clientes con atención, casi todos jóvenes que tecleaban de forma nerviosa en unas máquinas de escribir modernas, totalmente aerodinámicas, que se encontraban conectadas a las pantallas del televisor. Todos parecían ser escritores a ojos de Graham Greene, de modo que, movido por la curiosidad, decidió acercarse a uno de ellos para preguntarle qué es lo que estaba escribiendo con tanto ahínco. “No estoy escribiendo nada, señor. Solo estoy buscando información en Internet”, le dijo amablemente el cliente. Greene no entendió la palabra “Internet” pero se interesó en eso de buscar información. “¿Qué tipo de información se puede buscar ahí, caballero?”, preguntó Greene. “Cualquier cosa. Lo que usted quiera”. A Greene se le encendió una bombilla: “Si no es mucha molestia, joven, ¿podría usted buscarme información sobre un escritor llamado Graham Greene? ”. “Ahora mismo, señor. ¿Graham Green ha dicho?”: el comienzo fue desolador, aunque no tanto como los primeros resultados de la búsqueda.

Lo primero que apareció en la pantalla fue una canción pop escrita por un tal John Cale, y al propio Greene se le erizó el cuello al escuchar la primera estrofa que hablaba de alguien que tomaba precisamente el té con Graham Greene: llegó a pensar que estaba siendo espiado en ese mismo instante, pero la canción databa de 1973, según le explicó el chico que manejaba el televisor, y Greene se destensó. Por poco tiempo, eso sí, pues lo siguiente que presenció fue aún más turbador: era algo así como su entrada en «la enciclopedia de las enciclopedias», le explicó de nuevo el chico, en la que se le describía como un “exitoso autor británico católico de novelas de espionaje”. El té se le enfrió de inmediato.

Greene nunca había negado que algunas de sus creaciones eran puro “entretenimiento”. Así las llamaba él mismo. De hecho, The Quiet American iba a ser, en principio, una más de esa serie. Pero no comprendía por qué ese tipo de obras debía relegarlo a una especie de segunda fila dentro del mundo de la cultura. Greene descubrió también, atónito, que muchas de sus obras habían sido adaptadas al cine por Hollywood, y con gran éxito. Su propia participación como guionista le había granjeado cierta fama (y dinero) pero también, al parecer, lo había alejado del parnaso literario: comprobó que jamás recibiría el Premio Nobel, uno de sus grandes sueños. “¡Putos americanos!”, gritó para sus adentros. ¿Y sus viajes al extranjero? ¿Y sus sesudos análisis sobre política exterior? ¿Acaso no valían nada? ¿Todo al garete por haber escrito un par de novelas negras, por haber participado en dos o tres películas? ¿Y qué coño tenía que ver lo del catolicismo? ¿Qué más daba que fuera católico o no? Tras un rato más enredando con el Internet, Greene se volvió a 1955 absolutamente hundido y defraudado.

Al llegar a casa retomó el manuscrito de The Quiet American decidido a reescribirlo entero: «Os vais a cagar«, dijo. En unas semanas de lo más febriles, Greene hizo todo lo posible por contradecir a todo el mundo del futuro: al protagonista, Fowler (lo más parecido a un ‘alter ego’), viejo corresponsal británico destinado en Vietnam durante la guerra de Indochina, lo convirtió en un descreído radical: ateo, cínico y de vuelta de todo, observaba los tejemanejes de las grandes potencias invasoras (Francia y Estados Unidos) sin inmutarse, incapaz de tomar parte en el conflicto. Al segundo personaje importante, Pyle, un joven empleado de la Misión de Ayuda Económica, lo transformó en el “americano impasible” del título: “Lo resumí precisamente en esa definición, como si hubiera dicho un lagarto azul o un elefante blanco”. Algo inconcebible, en definitiva.

Greene aprovechó la reescritura para plantear nuevas formas de imperialismo por parte de los Estados Unidos, en una jugada un tanto inquietante pues justo al año de publicarse la novela comenzaría la fatídica Guerra de Vietnam, y algunos de los vaticinios de Fowler terminaron haciéndose realidad. Lógicamente, a Greene le había dado tiempo de leer largo y tendido en Internet sobre el futuro de Vietnam, lo que justifica esa supuesta capacidad prestidigitadora. Greene pensó de paso que caricaturizando a los norteamericanos, dibujándolos como unos auténticos seres sin escrúpulos, ningún estudio de Hollywood se atrevería a llevar al cine su novela. Pero nosotros ya sabemos que ni con esas.

Una de las cuestiones más controvertidas que sobrevuelan El americano impasible es la necesidad de encontrar una “tercera fuerza” en Vietnam, que es el fondo el motor de toda la historia. Aunque el concepto político no era nuevo, no hay apenas dudas de que Greene extrajo aquella idea de la famosa “tercera vía” propuesta en su día por el primer ministro británico Tony Blair y que tanto acercó a su país a los Estados Unidos de Bill Clinton. Greene conoció este hecho histórico, cómo no, en sus búsquedas por Internet, y resulta de lo más hiriente observar cómo esa “tercera vía” encuentra su perfecto paralelismo en El americano impasible en esa especie de relación triangular que se forma gracias a Phuong, la joven y hermosa vietnamita que Pyle pretende arrebatar a Fowler, supuestamente aplicando la mayor de las “diplomacias”. Greene planteaba de esta forma tan gráfica la nueva política internacional: el americano robándole la novia al británico; los Estados Unidos arrebatándole el Imperio al Reino Unido. Y en su puta cara.

Destrozados los cimientos de su supuesto catolicismo (la ingenua religiosidad de Pyle resulta ciertamente sonrojante) y puestos a caldo a los norteamericanos, a Greene solo le quedaba dinamitar el tercer sambenito de su legado: el entretenimiento. De ahí que se esmerara en la reescritura de El americano impasible para conseguir una de las escenas más intensas que se han escrito jamás: la noche que pasan Fowler y Pyle atrapados en una torreta de vigilancia, en medio de unos inmensos arrozales. Es tal la tensión que se masca en esas páginas que no hay lector que no quede rendido ante la evidencia de mi teoría: Graham Greene viajó en el tiempo para conseguir con El americano impasible su lagarto azul, su elefante blanco, la ansiada inmortalidad literaria.

admin

2 comentarios

  1. Gracias por este interesante artículo, lleno de datos que desconocíamos. Desde hoy mismo nombramos socio honorario de nuestra asociación al gran escritor de novelas de espionaje Graham Green. Saludos con antifaz.

  2. Me ha encantado este artículo, que he leído con mucha atención (de pie). Semejante teorión explicaría que la OMS haya decretado como insalubre el Diolactón, ese delicioso producto lácteo del que el americano tranquilo proveía al General Thé (otra deliciosa bebida) y que yo consumo en cantidades industriales, bien sazonado de ajo. Ahora también con sabor mentolado.

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