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Un libro de película

9788416246267RAFAEL ROBLAS CARIDE | Los encuentros literarios entre poetas tienen estas cosas. Lo mismo sirven para discutir bizantinamente sobre el sexo de los ángeles -¿existe realmente una “Poesía sevillana”?, ¿tal vez también una “trianera” o, quizás, otra “polinganera”?, ¿cuáles son sus características?, ¿huelen las nubes a humo de calentitos?- que para que uno salga del evento con una joyita bajo el brazo como esta que hoy les traigo de aperitivo, La mesa italiana del paisano Víctor Jiménez. Y la verdad es que me alegro, porque, enfrascado en mis “clásicos básicos”, ando a menudo tan perdido en el panorama de la lírica más contemporánea que olvido que no sólo de Garcilasos, Quevedos, Bécqueres, Lorcas o Cernudas se alimenta el filólogo. De ahí mi contento cuando, desde mi miope atalaya, atisbo que afortunadamente hay vida más allá de la Generación del 27,… lo que, traducido resulta -parafraseando al otro-, que va a ser verdad que “la Poesía es un arma cargada de futuro”. O, al menos, así me lo parece.

Y en este futuro de calidad vislumbro a este Víctor Jiménez, que pasaba por allí, y que ha ideado y llevado a la práctica un ingenioso poemario que, lejos de lo que podría intuirse, no usa como pretexto la gastronomía, sino el cine. ¿Quién dice que con el género lírico no se aprende nada? La primera en la frente, que una “mesa italiana” -nos explica Jiménez en una nota introductoria- es, teatralmente hablando, “una lectura conjunta con todo el reparto de un guión”. De ahí que todos los títulos de sus poemas hagan un guiño a la tradición cinematográfica, bien por analogía o por contraste. Así, “Misty nights”, “Estación Termini”, “Éxodo” “Al este del desdén”, “Regreso al pasado”, “Juan Nadie” o “Balada triste sin trompeta”, por destacar sólo algunos de ellos.

Mas no se queda esta “Mesa italiana” únicamente en una ingeniosa presentación de títulos. Víctor Jiménez ha diseminado sus versos en tres capítulos temáticos de desigual extensión que desembocan en un cuarto -una falsa sección final que consta de una sola composición- que cumple con la función de anudar el libro en un poema-epílogo bautizado como “Pregúntale al viento”. De este modo logra un resultado bastante eficaz y el poemario se cierra en un círculo, acentuando así su solidez y rotundidad. A esta sensación contribuye el soneto introductorio que abre el libro -“La mesa italiana”- y explica la particularidad estructural de lo que el lector va a encontrar en su interior.

Aunque vayamos por partes, nunca mejor dicho: ¿cómo se articula temáticamente La mesa italiana? Aunque los tres capítulos referidos se encabecen exclusivamente con el símbolo numérico latino, me he permitido la libertad de intitularlos a mi manera para que el curioso receptor de esta reseña se haga una idea de la naturaleza exacta de los mismos. Así, el primero de ellos bien podría llamarse “El territorio de la infancia”; el segundo, “El territorio del amor”; y el tercero y último, “El territorio de la vida”. De la mano de Jiménez, y bajo el pretexto del cinematógrafo que va proyectando uno tras otro los poemas, desfilarán en sesión continua los paisajes perdidos de la niñez; de la casa natal ya lejana en el recuerdo; de los juegos olvidados de los muchachos; de las costumbres irrecuperables de los vecinos;… del barrio, en fin, transformado y sustentado sobre dos de sus simbólicos ejes: la antigua estación de trenes, hoy reconvertida en mercado; y los ojos del puente, huérfanos ya en sus bajos del tráfico ferroviario.

Sin embargo, el visionado no ha hecho más que comenzar, porque, en su segunda parte, el poeta desnudará su intimidad y nos presentará aquellos amores sufridos o gozados, distantes o cercanos, pasionales o platónicos…, reflexionando luego sobre la naturaleza de los mismos. Finalmente, el tono de los poemas se torna existencial en el tercer apartado, abordando así la creación poética y el oficio escritor, la enfermedad, la soledad, la muerte, el vacío vital…

Me adelanto a la jugada ya que adivino lo que estará pensando el lector a estas alturas: “Nada hay de original en lo que nos cuentas que escribe este tipo, Roblas”. Touché. Sin embargo, contrataco. Personalmente entiendo que ninguna manifestación literaria realmente sólida se sustenta sobre la originalidad absoluta. Ahí están los tópicos históricos de la literatura clásica para desmentirlo o, incluso si se quiere, disparo otra afirmación mucho más descarnada que se atribuye a Hemingway para corroborarlo: “El que no es hijo de nadie es un hijo de puta”. No obstante, entrego la cuchara y procedo a desvelar mis cartas. Acompáñenme amigos hasta el siguiente párrafo.

Confieso que he pecado como aprendiz de crítico, padre, y que mis preferencias se inclinan hacia lo elegiaco, compartiendo así múltiples afinidades personales y gustos estéticos con Víctor Jiménez; aunque ahora vaya en mi descargo el hecho de que cualquier lector avezado de poesía puede darse cuenta del indiscutible virtuosismo técnico de este autor, que es capaz de cuadrar con la mayor naturalidad del mundo un pensamiento propio en el molde de un soneto, de una décima, de una copla o de una soleá. Sin embargo, y siempre según mi modesto parecer, lo realmente destacable en este poemario es la interrelación que el emisor establece con el receptor del mensaje lírico, usando en cada momento los recursos adecuados, y ajustando así las dosis necesarias de escepticismo (“Un puente lejano”), de desencanto (“La huida”), de esperanza (“Al este del desdén”), de dulzura (“Con las botas puestas”), de ternura (“Un grito en la oscuridad”), de humor (“Cyrano”), etc., según la composición lo requiera. Sólo de este modo me explico lo que pocas veces me ocurre con un libro entre las manos: que quedo como el niño boquiabierto ante el mago que lo ha sorprendido con su truco de prestidigitación, o bien que maldigo al poeta una y mil veces desde la envidia más malsana por haberme “robado” esos versos que nunca escribiré. Ya ven que no me avergüenzo ni un tanto en confesarme por aquí.

Porque Víctor Jiménez firma en esta Mesa italiana versos memorables y composiciones tan redondas que bien pueden marcar el cenit de una carrera bibliográfica ya dilatada. Si apoteósicos me parecen los epifonemas que coronan los poemas “Regreso al pasado” (“[…] Y Dios espera / para ser tú más Dios y Él más humano.”) o “El último viaje” (“Porque hay vidas que duran lo que quiere la muerte / y muertes hay que duran lo que quiere la vida.”),… ¿qué habré de decir para elogiar el conmovedor recuerdo de “Un grito en la oscuridad” (dedicado a su madre, enferma de alzheimer), o la magnífica soleá de “Valentine’s day”?:

«No sé nunca en esta fecha,

por más vueltas que le doy,

qué regalarle a tu ausencia.»

Aunque, si me tengo que conformar con un sólo momento de esta lectura, la elección está clara: me quedo con este antológico soneto “Perdona si te llamo”, con el que Víctor Jiménez entra por la Puerta Grande de la Poesía, así, con mayúsculas:

«Después de tantas sombras, vuelvo a verte.

De los sueños el tiempo es enemigo.

Quisiera yo decirte –y te lo digo-

que ya no tengo nada que ofrecerte.

Por desgracia tal vez, tal vez por suerte,

tampoco soy ahora aquel mendigo

que en tus brazos ayer buscaba abrigo

para quitarse el frío de la muerte.

Eso tiene la ausencia. Te acostumbras

también a tardes grises y a penumbras

cuando falta la luz. Hoy no le pido

destellos a la vida. No me pidas

que recuerde tus besos, mis heridas…

Amor, perdona si te llamo olvido.»

Después de esto, ¿qué más voy a añadir? Si acaso, sólo desmentiría definitivamente dos bulos en los cuales creía hasta hace poco como dogma de fe. Ni la Poesía está muerta y ni los encuentros literarios suponen una pérdida de tiempo. A mí, por lo menos, el último me ha servido para conocer la obra de un poeta como la copa de un pino.

La mesa italiana (Renacimiento, 2015), de Víctor Jiménez | 100 páginas | 14 €

admin

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