REYES GARCÍA-DONCEL |Mal tiempo engloba dos novelas cortas —o quizás dos relatos largos—, a saber: la que da título al conjunto y la denominada Los almajos, cerrando con un extenso y detallado epílogo del profesor, crítico y escritor José Juan Díaz Trillo que da una visión completa no solo de esta, sino de toda la obra de Juan Villa. Ambos, relatos o novelas, son magníficos y tienen en común varios elementos. En primer lugar, el espacio. Como no podía ser de otra manera el territorio donde se narran las historias es Doñana y sus alrededores, la marisma, el bosque, los poblados de colonización… tratado por Juan Villa con profundidad y sabiduría en todas sus novelas. En segundo lugar, la época: ambas novelas suceden en los años cincuenta, en la posguerra, con toda la miseria moral que esta conlleva, con los recuerdos, con el miedo y el hambre, con el domino absoluto de los vencedores y el silencio obligado de los vencidos, con la presencia sobrevolada de la muerte. Todavía tan cercana que «con más o menos intensidad, todos habían vivido la última guerra y ninguno la había entendido».
El tercer elemento en común es el mal tiempo atmosférico. En la primera novela una insólita y sorprendente nevada sucedida el 2 febrero 1954: «Había desaparecido también el pulso de la vida, la voz del campo. Solo silencio, un silencio limpio, rotundo, cristalino y quieto», propicia que los trabajadores de la zona, y algún vagabundo, se refugien alrededor de la lumbre en una nave industrial de la recién inaugurada Repoblación Forestal. En el caso de Los Almajos es una lluvia interminable, violenta, un aguacero que inunda y anega el tajo de trabajo en el campo y el poblado de colonización El Majadal, y con ella también el futuro de los personajes. Finalmente en ambas novelas tenemos la presencia envolvente y mágica del fuego: «Las somnolientas llamas desprendían una fuerte fragancia a eucalipto». Historias que se narran alrededor de una hoguera, algo tan antiguo como la especie humana, que nos remite a la cueva, a la tribu, a la oralidad origen de toda literatura.
En el hangar de Mal tiempo el autor es capaz de crear toda una atmósfera alrededor de la fogata, se ven las chispas, el resplandor en las caras absortas en la narración, se nota hasta el calorcito que desprende el bidón ardiente: «…el fuego, prodigio encarnado y palpitante que nos susurra y nos hace suyos como el silbido capcioso de una pitón». Antonio Camacho, el guardia mayor del Patrimonio Forestal del Estado, es el narrador de unos hechos sucedidos durante la guerra civil en los Picos de Aroche, Sierra de Huelva, tal y como se los contaron a él tres personas diferentes. Alguien cuenta lo que otro le contó, y Juan Villa a su vez lo recoge manteniendo la fuerza y la naturalidad de la voz original, y se nos muestra en cursiva, pues pertenecen a otro, mientras el narrador omnisciente lo hace en redonda, un relato dentro del relato, demostrando así su capacidad para engarzar historias, tanto la que se cuenta alrededor del fuego como lo que sucede dentro de cada uno de los que escuchan. La narración oral se convierte en el lugar de encuentro, la que crea la realidad. Las tres historias —la de Santiago Quintero, médico, con los falangistas; Francisco Vega, Tío Vega, contrabandista y gran conocedor de la sierra, con los huidos; y la del Tío Domingo, el Gallo, con un hijo en cada bando— iguales pero distintas pues dependen de quién la contó, remueven los propios recuerdos de los oyentes, sus dudas y vergüenzas, sus culpas, y disparan preguntas sobre el pasado, el porqué de las guerras y la responsabilidad de cada uno: «¿No seremos nosotros, todos nosotros los que terminamos montando todas las guerras?».Esto es lo más interesante, como la singular concurrencia: tractoristas, guardas forestales, sargento y número de la guardia civil, nómadas de paso… sienten desamparo y asumen los hechos con derrotismo y destino fatalista. Al final de la mañana terminan cocinando un arroz con liebre en ese fuego: «Contando a los niños eran trece, como en la Última Cena, e igual que dos mil años atrás (…) también el quebranto y los malos augurios flotaban en el aire».
En Los almajos la lumbre está en la cantina, «una suerte de industria tripartita – panadería- ultramarinos- cantina», del El Majadal, recién creado poblado de colonización para las nuevas actividades forestales y lugar idóneo donde esconderse para empezar una nueva vida, si los recuerdos y el horror enquistado te lo permiten.A través de una partida de cartas el día 22 diciembre de 1951, víspera de la boda de Fabián, se nos va mostrando la historia de los vencedores y de los vencidos, sus intentos de ocultar su pasado, de reconstruir su vida, de volver a creer en un futuro posible en esa España devastada no sólo económicamente. El título ya nos da la pista: los almajos son unas hierbas que las yeguas comen para abortar (mal parir en la terminología marismeña) cuando el año viene malo y saben que no habrá comida para el potro. Los almajos es la derrota, es la pérdida, es el no futuro, como siente Fabián «ganara quien ganara él siempre sería un vencido».
A los protagonistas de ambas novelas los acompaña un cortejo de personajes, algunos de los cuales aparecen en otras obras del autor, formando así una especie de mitología personal. Son personas reales, muy bien descritas física y emocionalmente «un Cristo de baquelita, un objeto barato, como todo lo suyo…», «salió de la listería con la frialdad a cuestas», pero parecen vagar bajo el peso de su pobreza: «las ratas huyendo de las riadas del invierno invadieron la choza familiar y le royeron la nariz y una oreja», sus recuerdos y su miedo, como fantasmas en la bruma de Doñana. Personajes a los que el destino arrasa.
Se dice que no hay construcción más difícil en literatura que la del cuento largo o novela corta. Pues además de esas historias duras pero capaces de conmovernos, y de la enorme capacidad de descripción de los personajes antes apuntada, Juan Villa las narra con una enorme riqueza léxica. Palabras de oficios, palabras antiguas, expresiones del argot marismeño… vocabulario extenso y variado pero donde ninguna es superflua y que no le impide ser preciso («¡Inteligencia, dame / el nombre exacto de las cosas!» pedía su paisano Juan Ramón Jiménez). Una voz personal capaz de transportar a la lectora a ese otro mundo que existió y existe todavía en la memoria de los que lo vivieron. Una literatura de verdad, ajena a las modas de temas o estilo. Mal tiempo ha venido a sumarse a las anteriores obras, a sus novelas Crónica de las arenas, El año de Malandar, Voces de la Vera; a los ensayos Doñana en la cultura contemporánea, Doñana: los hitos del mito, Anatomía de La Vera… que nos han permitido sumergirnos en este territorio rico y complejo, tanto en lo histórico como en lo social y por supuesto en lo medioambiental, que el autor conoce tan bien y plasma con realismo pero convirtiéndolo a la vez en territorio mítico —similar a Macondo y más aún a la Argónida— como si perteneciera a otro mundo. «Juan Villa ha prestado un impagable servicio al conocimiento cabal de Doñana», dice Caballero Bonald.
No hay un enfoque político definido, ni siquiera una moralina de buenos y malos, pero Mal tiempo es un manifiesto antibelicista pues desde la primera cita que abre el libro hay una denuncia de los estragos de la guerra, permanentes a través del tiempo. No es solo una nevada desconcertante, un aguacero interminable en Doñana, es mal tiempo para el país y mal tiempo interior: «En una guerra entre hermanos, todos somos traidores».
Mal tiempo (Ed. Comba, 2023) | Juan Villa | Epílogo de J.J. Díaz Trillo|190 páginas | 16,6 €