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Un mono con monóculo

El último de la estirpeJOAQUÍN BLANES | No sé si a ustedes les habrá pasado alguna vez, pero reconozco mis limitaciones para enfrentarme a determinado arte. Llego a comprender algo el arte conceptual, aunque es cierto que, al adentrarme en museos de arte contemporáneo, mi capacidad intelectual se transforma en la de un simio llevando monóculo. Llego a entender la ingeniosa idea de Marcel Duchamp de colocar un urinario en un museo con el nombre de Fuente para dar un nuevo significado al objeto según el espacio que ocupe. Esa nueva contextualización es la que concedía sentido al ideario del ready made de Duchamp y se puede no compartir la idea pero es sencilla de comprender. Encuentro significativo el concepto que quería transmitir René Magritte al dibujar al detalle una pipa y escribir justo debajo Ceci n’est pas une pipe, fue su modo de comenzar la traición de las imágenes. Más o menos, llego a comprender la abstracción geométrica de Piet Mondrian; más que comprender, debería matizar, me transmite gratas sensaciones, especialmente Broadway Boogie-Woogie, que hace pensar en una vista cenital de la ciudad de Nueva York muy transitada. Hasta ahí, mis capacidades básicas para entender el arte contemporáneo. Lejos de eso, todo me parece enigmático, en ocasiones fascinante, atractivo, pero en otras muchas, lo encuentro ridículo, hasta siento que me están tomando el pelo, aunque esto es un juicio de valor demasiado personal y nada transferible.

Esa misma sensación abrumada es la que he tenido al adentrarme en el libro de Fleur Jaeggy, El último de la estirpe. Me he sentido desconcertado, incapaz de empatizar con la literatura de Jaeggy, desmañado para descifrar todos los matices que propone. Es innegable que la autora maneja muy bien el lenguaje, pero lo que trata de transmitir escapa a mi intelecto y a mi emoción lectora. La contraportada del libro, como esas anotaciones junto a un cuadro moderno, trata de explicar el arte conceptual de esta obra. “Veinte intensos relatos donde la emotividad latente pugna por resquebrajar la atmósfera gélida y silenciosa, onírica y, también, brutalmente realista que los envuelve”. Leído esto, espero que sepan ya cómo enfrentarse a estas narraciones, yo no supe hacerlo.

Fleur Jaeggy (1940), aunque nacida en Zurich, es considerada una de las mejores escritoras en lengua italiana contemporánea, hablan de su narrativa como descendiente de Thomas Bernhard y tiene entre sus curiosidades haber colaborado con Franco Battiato bajo el pseudónimo de Carlotta Wieck. Todo ello, a priori, resulta sumamente atractivo, otra cuestión distinta es enfrentarse a sus relatos. Las narraciones de Jaeggy respiran una tristeza y un sufrimiento que llegan a parecer obsesivos y enfermizos. En algunos de ellos encontramos la misma historia de suicidas y pirómanos como si se tratara de un leitmotiv, en otros un intento de ironizar sobre la vida sin abandonar ese poso de angustia. La ironía se transforma en crudeza y pierde el sabor irónico para convertirse en atormentado.

Tristeza y desasosiego, pero no es la tristeza emocional del fado, que se adentra en el espíritu como fluido sanguíneo, es más bien tristeza y desazón implícita, que el lector ha de colegir y sobre la que ha de reflexionar detenidamente, es el tormento de Nietzsche intentando contar algo gracioso. Probablemente el cuento que abre el libro, “Soy el hermano de XX”, es el más interesante y es el que, una vez leído, nos da el tono desdichado de todos los relatos que se repite en “El último de la estirpe” o “La heredera”. Seres dolidos, una prosa muy pensada, de frases cortas, concisas, buscando la palabra precisa. Todo eso es loable, la corteza, el armazón, el andamio, son muy sólidos y están bien anclados, ahora bien, lo que es la carne, la chicha, el pernil, el codillo, eso está muy crudo para lectores poco carnívoros como servidor.

Es evidente que cada libro tiene sus lectores, del mismo modo que cada autor encuentra su devoto. Espero que este lo encuentre entre alguno o alguna de ustedes.

El último de la estirpe (MaxiTusquets, 2018), de Fleur Jaeggy | 192 páginas | 7,95 euros | Traducción de Beatriz de Moura

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