ELENA MARQUÉS | Antes de empezar a bosquejar estas líneas, me asomo a la revista Estado Crítico, y al correo electrónico que mantiene comunicados a sus componentes, por si alguno de mis compañeros se ha lanzado a tratar el libro que tengo interés en reseñar hoy. Escribo en el buscador «Manuel Astur» y compruebo que nada se ha dicho aún sobre La aurora cuando surge; pero me salta una recensión muy positiva sobre una obra anterior del escritor asturiano, Seré un anciano hermoso en un gran país, que me ofrece algunas pistas para este trabajo.
Lo primero de todo es que, aunque desde la primera frase («No, desde luego esto no será un libro de viajes») el autor niega la pertenencia a ese género que te hace recorrer distintas partes del mundo, ese viaje existe, y es un periplo personal por el que todos tendremos que pasar alguna vez: enfrentarnos a la muerte del padre.
Así que, bajo apariencia diarística, o eso que se da en llamar «literatura confesional», con muchos brotes líricos (el autor se define también, o principalmente, poeta), entre las descripciones de espacios y situaciones, escuchamos complacidos la voz del escritor recordando y reviviendo la figura paterna sin aparentes filtros ni excesivos artificios. De hecho, suena todo como esa aurora del título, natural y espontaneo, nada doloroso, y los recursos poéticos se deslizan equilibrados entre hermosas y sencillas metáforas y felices comparaciones, como cuando dice que «los ojos de los italianos son como gorriones buscando pan» o define la poesía así: «coger un carbón de la chimenea apagada y dibujar con él lo que recuerdas del fuego antes de que se te olvide». Más o menos lo que hace el escritor, primero en sus cuadernos, de los que espiga con acierto salvo, para mí, en una ocasión, ese delirante diálogo con la luna que más parece el de un lunático, nunca mejor dicho, que el del hombre equilibrado y sincero que se retrata en estas páginas, y después en este libro: una especie de haiku que detenga el momento.
Manuel Astur, acompañado de la presencia casi muda de su pareja, emprende un largo viaje, a la manera del gran tour de los románticos, por Italia. Un viaje del que apenas conocemos el plan, que parece algo improvisado. Seguramente porque, al hacer los trayectos en coche, se somete a la libertad de cambiar itinerarios, detenerse a placer, lo que de alguna manera condiciona la estructura del libro: un continuum sin capítulos (solo sirven como líneas de separación fechas y lugares, más algunos poemas) que salta de la descripción al recuerdo, a reflexiones casi filosóficas que nos sitúan ante nuestra pequeñez y transitoriedad, a alusiones al duelo dulce al que de repente se ha visto abocado. También sus fórmulas de alojamiento, entre cámpines y conventos que ofrecen habitación-celda a los peregrinos, parecen adecuadas para subrayar esa idea algo anárquica de ausencia de planes, de provisionalidad de la existencia del hombre, eterno nómada en esta vida pasajera a la que puede uno anclarse a través de la palabra.
A alguno le llamará la atención que no se detiene el autor en descripciones de grandes monumentos, como se esperaría de un libro de viajes (pero «No, desde luego esto no será un libro de viajes»), y más si ese viaje, bastante largo, se realiza a través de Italia, donde cada rincón se convierte en espacio artístico. Seguramente porque, como él mismo dice sobre Siena, es inútil «tratar de decir algo sobre lo que es perfecto […] Esta ciudad está terminada, no se le puede añadir nada sin estropearla». Por eso se decanta por regocijarse en la poesía de los pequeños detalles, y en transmitirnos sensaciones físicas más allá de lo que alcanza la vista (el calor del sur, el polvo de Sicilia, los sabores de las comidas…).
También ocurre que el país mediterráneo guarda tanta historia, tantas huellas, tantos cadáveres, que es inevitable que despierte nuestros fantasmas; mucho más para un escritor. Astur recorre, o peregrina más bien, por lugares pisados por sus autores favoritos, acude al cementerio no católico de Roma, a la tierra de San Francisco, con quien se identifica en el gozo de lo sencillo. Pero, sobre todo, evita convertirse en turista, esos personajes a los que «no les interesaba el arte renacentista antes de venir y no les interesará más después, pero ahora les pertenece», desoyendo las recomendaciones de las guías de viaje y trazando, por el contrario, sus propios recorridos.
En fin, que suena cursi decir que este es un libro luminoso desde el título (sí, me lo ha puesto bastante fácil, aunque lo haya tomado prestado de un escritor del siglo XVI); que, con un tono íntimo y sencillo, nos descubre el verdadero sentido del hombre, que no es otro que ser y estar (en su caso, ser y estar en la escritura), pero es que así es como lo percibo. Atravesarlo es hermoso, no hay grandes emociones, si bien (y supongo que en eso consiste la fuerza y/o la magia de la literatura) uno no sale de él tal como entró. Sentimos que hemos recorrido con el autor el mismo trayecto, una experiencia que tiene la generosidad de compartir con nosotros, los lectores, quienes, al menos hasta que vuelva a subir la marea, nos deslizamos por una agradable sensación de paz. Lo que dure ese contagio, no lo sabemos. La vuelta a la rutina nos arrebatará, imagino, el placer de contemplar, siempre igual y distinta, la aurora cuando surge.
La aurora cuando surge (Acantilado, 2022) | Manuel Astur | 192 páginas | 14 euros