De París a Monastir
Gaziel
Libros del Asteroide, 2014
ISBN: 978-84-15625-72-8
312 páginas
17,95 €
Prólogo de Jordi Amat
Alejandro Luque
A menudo, y más ahora con el empuje de las redes sociales, surge la cuestión: ¿Cualquiera puede hacer periodismo? Mi posición al respecto es clara: sí, creo que todo el mundo, si se lo propone seriamente, puede hacer periodismo, sin necesidad de títulos. Si me apuran, sin necesidad de medios. Pero también que cualquiera no es periodista. Y opino que, con el debido respeto para las facultades de Comunicación, es un oficio que no se estudia, pero se aprende. Si desconfían de lo que digo, tomen el ejemplo de Agustí Calvet, más conocido como Gaziel.
Este catalán de Sant Feliu de Guíxols se hallaba en París completando sus estudios de filosofía y frecuentando las conferencias de Bergson cuando, en el verano del 14, estalló la Gran Guerra. Aficionado a enviar artículos al diario regionalista La Veu de Catalunya, cuando regresa a Barcelona entrega en La Vanguardia las impresiones anotadas en sus cuadernos, inaugurando lo que sería la serie «Diario de un estudiante de París». Es así como nace el pseudónimo de Gaziel, al que el atento prologuista Jordi Amat no duda en calificar de periodista accidental. Es decir, de testigo que cuenta lo que ve, y lo cuenta bien, con objetividad y buen pulso narrativo.
Cabe recordar que la I Guerra Mundial fundó una nueva forma de hacer periodismo: con Hemingway y Dos Passos a la cabeza, se instituyó la crónica por entregas, a modo de folletín, en la que la información no solo giraba en torno a movimientos de tropas y grandes decisiones políticas, sino que también se atendía a los efectos del conflicto sobre la población civil, cruelmente castigada durante aquellos años. La fórmula permitió, además, el uso de la primera persona, lo que aumentaba la sensación de veracidad y la cercanía con el lector. Llegamos así a De París a Monastir, recopilación de las crónicas que Gaziel envía a La Vanguardia no ya como espectador casual, sino como corresponsal, es decir, consciente de que escribe para ser leído, y que su obligación es mantener viva la atención de su público.
El asunto central de su trabajo será la invasión de Serbia por parte de los búlgaros, ante la vergonzosa indolencia del ejército aliado, y en un segundo plano la feroz lucha de poder en Grecia, entre el rey Constantino y el primer ministro Venizelos. La guerra abría una nueva fase lejos de Champaña, y alguien tenía que explicarla. “El Oriente va a ponerse de moda”, advirtió un amigo a Gaziel, y éste respondió sacando del bolsillo un telegrama de su periódico: “Puede usted marcharse a los Balcanes cuando guste”. Por tierra y por mar, Gaziel va registrando sus impresiones. A veces se desenvuelve como un turista, otras se permite licencias de novelista –¡qué grande su descripción de Nápoles!–, pero el tono predominante es el del reportaje elaborado, ágil y rico en detalles, en absoluto guiado por la urgencia.
Dejando atrás el estrecho de Messina llega a Grecia para conocer a “los nietos oscuros” de Pericles, Sócrates y Epaminondas, y un monje ortodoxo le instruye, en un capítulo impagable, sobre la ruinosa situación del país. Atención, hay párrafos enteros que podrían leerse como el periódico de hoy… Aunque la joya documental de estos pasajes griegos es su entrevista con Venizelos, Gaziel sabe como pocos dar color e interés a sus crónicas. Es capaz de demorarse en describir las fisionomías de los rostros con los que comparte travesía por el Egeo, o de los movimientos en el puerto de Salónica (“… la exportación de opio y adormidera (5.500.000 de francos), pimiento (1.250.000), gusanos de seda (5.500.000), pieles macedónicas (4.000.000) y, sobre todo, algodón…”) transportándonos literalmente a aquel tiempo y a aquellos confines. Lo mismo puede decirse de esas elegantes observaciones que jalonan toda la narración, como esta que sale al paso en un campamento británico en Grecia: “Los alemanes van a la guerra como a una cruzada. Los franceses, como a un sacrificio indispensable. Los ingleses, como a un ‘sport’”. En los últimos capítulos, conforme se acerca a “uno de los más tenebrosos rincones del mundo”, la prosa de Gaziel se vuelve más cruda y dramática. Aunque se autodenomina neutral, no es imparcial: está del lado de esas masas de desplazados serbios que huyen de los brutales ‘comitadjis’ búlgaros. No puede evitar estremecerse, y hacernos estremecer, al llegar a Monastir, una ciudad con “nueve mezquitas, seis sinagogas, varias iglesias y capillas griego-ortodoxas (sic), católicas, protestantes, y una Escuela de Artes y Oficios”, donde el terror de la invasión se masca en el aire.
De algún modo, Gaziel sabe que el mundo va a olvidarse de los Balcanes. Intuye que el humo y las cenizas de Verdún atraerán todas las miradas, y que la tragedia serbia quedará relegada a los márgenes. “De todas las escenas rudas, deprimentes o calamitosas que he visto y sufrido”, escribe, “no quedará nada, absolutamente nada, a través de los años. Todo el detalle de la actualidad naufragará en el tiempo”. Tenía razón, claro. Y al mismo tiempo se equivocaba, porque su trabajo, felizmente rescatado por Libros del Asteroide entre otros empeños, nos devuelve a aquel escenario terrible y no nos permite permanecer impasibles. Tal vez lo que mejor entendió Gaziel, el periodista accidental que llegó a director de La Vanguardia, es que este oficio exige a menudo pasar penurias, precariedad, frío e incomodidades de todo tipo, sin garantizar siquiera que estos sacrificios vayan a tener eco en la Historia. Vivir para contarlo, sí, pero sin esperar demasiado, sin confiar en un Luis Solano que venga a ponerte, muchos años después, de actualidad, como hizo también con nuestro admirado Manuel Chaves Nogales. Cualquiera puede intentarlo, pero lograrlo no está al alcance de cualquiera.
Magnífica