Jesús Cotta
Fundación Ecoem, 2009.
ISBN: 978-84-92411-83-2
56 págs.
8 euros
Lo escribió hace muy poco el tratadista Javier Mije en esta misma página: quizá los libros nos gusten cuando provocan la ilusión de que hablan de nosotros mismos. Y alguna razón debía de tener el admirado colega cuando una bandada de pájaros procedente de un libro de poemas nos obliga a comenzar esta reseña por el tejado y no por los cimientos. Efectivamente, tanto el regusto que produce este A merced de los pájaros en el paladar como el buqué de su presentación son inmejorables, pero ¿cómo desentrañar los inefables caminos del verso sin que se avinagre el poema con los agrios rudimentos de la crítica literaria? Conviene ir paso a paso.
Pero si el clasicismo caracteriza el apartado formal del libro, ¿qué decir de los temas tratados? La perdurabilidad de la naturaleza ante la fugacidad de la huella humana, la belleza, la familia, la soledad, la muerte, el amor. Ninguna nota discordante, ningún guiño postmoderno, ninguna brizna de experimentalismo extrapoético. ¿No es acaso esto otra muestra más del equilibrio ortodoxo del poeta? Quizás por ello, y a la manera de los nuevos pastores de Virgilio, Cotta nos emplaza de nuevo al beatus ille de su corazón. Y allí, entre árboles y violetas, líquenes y hojarascas, sombras y estrellas veremos sucederse una tras otra las cuatro estaciones del año, presagiando al final la cenicienta luz del invierno, ese no ser al que algunos [lo] confunden con la muerte.
En A merced de los pájaros se encuentran versos tan brillantes que podrían ser calificados como definitivos a pesar del carácter primerizo de su autor: ¿No me dirás, descuido de la noche, / a qué sabrán tus labios de hojas verdes? O tal vez estos otros, de remotas reminiscencias lorquianas: Hoy se me han despertado tus delfines / y me han hecho montar en tus caballos, / aunque eres alta y honda y me das miedo. Sin embargo, donde demuestra admirablemente Cotta su oficio es en el remate de los poemas, revelándose como un excelente visionario que conduce al lector por el camino del verso, abandonándolo al final del sendero para que sea este el que halle en solitario la piedra filosofal que convierte la intuición en una onza sentimental de oro. Evidentes ejemplos de esto último son “La noche más oscura”, “Amor me sabe a poco” o “Estrellas en el barro”.
LA NOCHE MÁS OSCURA
Se ha cernido la noche más oscura
y ya no ves las torres que has alzado,
la ciudad que tu espalda aún defiende,
los muchos niños que llevaste en brazos.
Y te encuentras de pronto en un abismo
donde no llega el canto de los pájaros
y no ves en el cielo las estrellas
porque las tienes todas en la mano.
Tócalas, padre, para que se enciendan
y te curen por siempre del espanto.
De este modo, como en la sinuosidad dulce del río, el libro discurre por el cauce del lector (yo soy el río, adiós, yo soy el río) hasta un mar que se transmuta en el aire donde vuelan los pájaros y resplandecen las estrellas (¿Por qué un amor nacido entre las flores / me recordará tanto a las estrellas?). Algunas composiciones se quedan en la memoria, retenidas por meandros que impiden su trayectoria natural. Excelente es el soneto blanco inicial “Los árboles no pueden suicidarse”, donde la voz lírica rumia el fatal destino del hombre, ser consciente de su muerte, y lo contrapone a la naturaleza, símbolo de la belleza inconsciente (Las mariposas por ejemplo insisten / en volar sin saber que son hermosas); así como el vértigo de eternidad que transmite el poema “Visita a las secuoyas”, árboles ajenos a los límites humanos en tiempo y en espacio, aplastantes vencedores ante todo soberbio atisbo de progreso y de tecnología contemporáneos (¿Para qué ir a ver los rascacielos / temblones que además se resquebrajan / si hay secuoyas que llegan hasta el sol?); o, más adelante, “Estrellas en el agua”, sueño en el que el poeta alarga su brazo para atrapar la ilusión óptica de una estrella sobre las aguas del estanque nocturno, como lejana sombra de un nuevo Manrique becqueriano (¿Y quién no fue feliz en el engaño / de tener al alcance de los dedos / la más indiferente lejanía?).
Este es, en fin, el libro de Jesús Cotta, una sucesión de ilusionantes aciertos que sumergen al lector en una catarsis que se agradece en estos tiempos que corren, tan poco propicios para la lírica. Pero, sin embargo, y como ocurre en todo tanteo inicial, el libro dista de ser redondo y no sería justo pasar por alto una de sus aristas más evidentes: a pesar de los aspectos positivos reseñados, se advierte en la estructura del poemario cierta dispersión, achacable sin duda a la disparidad de obras seleccionadas y a su difuminado proyecto global. Quizás por esto se notan demasiado los saltos entre las composiciones, encadenadas en estilo y forma, pero discontinuas en temas y símbolos, asemejándose en algunas ocasiones a una concatenación de buenos poemas ocasionales, sin ninguna cohesión narrativa ni lírica entre sí.
Pero no nos engañemos, este quinto título de una cuidadísima –todo hay que decirlo- colección Siltolá de poesía es un buen libro de poemas. Con él su autor se ha señalado para que en un futuro su nombre no sólo sea tenido en cuenta como el del excelente ensayista que ya es, sino también como el de un poeta de los pies a la cabeza que puede dar mucho de sí. Por lo pronto, ya sus pájaros vuelan tan alto por el cielo lírico que buscan las estrellas lejanas, pero, a la vez, tan cercanos al suelo que por eso hablan en el libro de nosotros mismos. Quizás ese sea el secreto de la poesía. Quizás, por eso mismo, este A merced de los pájaros deja tan agradable sabor, como el del buen vino, en el paladar.