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Una cuestión de carácter

9788416734368CORADINO VEGA | Cuando Albert Camus recibió el Premio Nobel en 1957, con apenas cuarenta y tres años y a sólo tres de su prematura muerte, ya era para la intelectualidad parisina una figura venida a menos, condenada al desdén de sus colegas y a la soledad y al ostracismo, un escritor al que parecía que hacía mucho que se le había acabado la buena estrella del temprano reconocimiento que le produjeran en 1942 El extranjero y El mito de Sísifo; el aura del éxito; la influencia decisiva que ejerció sobre la sociedad francesa en los primeros años de posguerra desde los editoriales de Combat. Atrás quedaban su corta militancia en el Partido Comunista cuando aún vivía en Argelia, su participación en la Resistencia frente al cómodo mutismo expectante de otros, incluso la denuncia del fascismo que para la mayoría fue La peste; puesto que sus compañeros de viaje no vieron o no quisieron ver que la epidemia de la que trataba la novela podía ser perfectamente aplicable también al estalinismo; e incluso Simone de Beauvoir iría más allá en su empeño de fijar la versión canónica, en esa artera manipulación que es La fuerza de las cosas, cuando escribió que “asimilar la ocupación a una plaga natural era una vez más un medio para huir de la historia y de los verdaderos problemas”. ¿A qué se refería cuando decía “una vez más”? Sin duda a la lluvia de agravios que le cayó a Camus tras la publicación de El hombre rebelde, ensayo en el que condenaba sin matices la violencia revolucionaria y que supuso la ruptura definitiva con su amigo Jean-Paul Sartre y el círculo de Les temps modernes.     

La disputa es conocida. Un joven colaborador de la revista llamado Francis Jeanson escribió una crítica demoledora de El hombre rebelde; Camus, ofendido y herido en el orgullo, replicó con una carta dirigida directamente a Sartre; y la respuesta de éste fue uno de los ataques más crueles, injustos y brillantemente expuestos de los que se tiene fe. En ella Sartre no sólo acusaba a Camus de incurrir en un aburguesamiento acomodaticio, sino que desdeñó la falta de formación filosófica de quien desde ese momento pasaría a ser su examigo y, aprovechando la explicación con la que venía a decirle que no la había entendido en su sentido hegeliano, lo acusó de darle la espalda a la Historia por soberbia y autoproclamada autoridad moral. Sin embargo, este ataque sólo venía a ser la gota de colmaba el vaso, la precipitación de un distanciamiento que ya llevaba tiempo latente, quizás desde el momento en que Camus cambió de opinión y se opuso a la aplicación de la pena de muerte contra el poeta colaboracionista Robert Brasillach (acercándolo más a las tesis de un pensador católico como Mauriac que a los “suyos”), o tal vez incluso desde el principio: desde que Camus publicó todavía en Argelia una reseña parcialmente desfavorable de La náusea y Sartre le correspondió con otra en la que trataba de restar todo mérito y originalidad a El extranjero.       

A partir de entonces la grieta no hizo más que agrandarse, ya fuera por la denuncia de los campos soviéticos o el rechazo de la violencia en Argelia, y mientras Sartre se iba erigiendo en el nuevo referente de la izquierda intelectual, Camus fue recluyéndose cada vez más en sí mismo, apartándose de lo público, sumergiéndose en un silencio que el círculo cercano a Sartre interpretó como la evidencia más notoria del amargo desgarro que le había supuesto la constatación de sus contradicciones ideológicas. Fueron los mismos que, en lugar de congratularse por la concesión del Nobel, lo anatemizaron aún más por tratarse del mayor galardón burgués, de la prueba más palpable de que Camus había dejado definitivamente de militar en el lado correcto de la historia; los mismos que consideraron El exilio y el reino y La caída dos obras menores, y estaban convencidos de que su autor era un escritor acabado cuando le sobrevino la muerte en un accidente de tráfico. Ésa es la verdad que se preocupó por extender con predicamento Simone de Beauvoir. La realidad, como pretende argumentar José María Ridao, fue en cambio distinta: si Camus se había apartado al pueblo donde compró una casa con el dinero del premio, había casi dejado de publicar artículos en los periódicos y había decidido reeditar al fin El revés y el derecho era porque, como revela el prólogo escrito en 1958 para la reaparición de su primera obra, de alguna forma necesitaba ventilar la necesidad íntima de lo que había inspirado todo su itinerario posterior, todo su pensamiento y toda su literatura: el mundo de pobreza y de luz de la Argelia de su infancia y primera juventud, el pudor instintivo del que hablara su maestro Louis Germain y en el que su mentor Jean Grenier notó que latía el orgullo de la miseria, la vergüenza de los orígenes y la vergüenza de sentirla como el propio Camus cuenta en El primer hombre, el manuscrito de la novela en la que se encontraba trabajando cuando murió y que, tras su publicación en 1994, disparó la devoción emocional hacia quien Hannah Arendt llegó a llamar “el mejor hombre de Francia”.

De alguna manera, cuanto pone de manifiesto El primer hombre es una añadidura a lo que el tiempo fue comprobando de modo implacable, es decir, que en todas las controversias que mantuvieron Camus y Sartre el primero tuvo razón y que, mientras Camus se ha convertido en uno de los grandes escritores del siglo XX, a Sartre es difícil leerlo (y más aún comprenderlo)  fuera del polarizado contexto de las grandes ideologías que, en su búsqueda infatigable de justicia y libertad, acabaron extraviadas en el apoyo de la tiranía y el asesinato. Pero esto no es ninguna novedad; como tampoco lo es que, todavía hoy, tras el elogio al santo laico en que parece que se convirtió a Camus, se agregue como coletilla: aunque su pensamiento adoleciera de poco rigor, aunque su filosofía careciese de solidez sistemática, aunque sus ideas fueran para alumnos de bachillerato. Y ése es el terreno peligroso por donde decide adentrarse valientemente Ridao, el de la reivindicación además del Camus filósofo, el de la refutación de la ceja arqueada de ‘normalien’ con que lo despreciaron no sólo los Sartre o Merleau-Ponty de turno, sino también quienes compartieron más de una postura con él pero consideraron oportuno, como Raymond Aron, conservar sus credenciales manteniendo las distancias altivamente.

Este riesgo que asume en su tesis Ridao hace que su libro pierda la fluidez rigurosa y a la par divulgativa de, por ejemplo, el ensayo que Tony Judt le dedica a Camus en El peso de la responsabilidad; que los capítulos más teóricos —aquellos que se detienen a explicar la filosofía de Sartre como contraste— se vuelvan a ratos farragosos, si bien de una forma leve que no deja de tener su mérito. Para defender el pensamiento de Camus, José María Ridao hace un recorrido por los puntos que podrían determinarlo mejor con la figura de Sartre siempre de ‘tertium comparationis’: la forma en la que reelaboraron ambos en su obras los referentes biográficos, como por ejemplo la ausencia del padre; el contrapunto entre la reflexión y la lectura, entre una filosofía que pretendiera hacer lo que habían hecho los primeros pensadores y otra en la que primase la autoridad, la cita y el comentario bibliográfico; la diferencia entre el denominado existencialismo y una mera filosofía de la existencia. Puede que en La caída, cuando el narrador protagonista habla del “juez penitente” que al reconocer sus pecados refuerza su autoridad para juzgar a los otros, Camus estuviera pensando tanto en sí mismo como en las acusaciones de moralismo que le dirigió Sartre, quien por el contrario no pareció tener nunca muchos cargos de conciencia, más bien al contrario, se vio desde siempre en una posición de cierta superioridad —como él mismo recuerda en Las palabras— a partir de la cual elaboraría su sistema filosófico. La apuesta por la reflexión en vez de por la lectura tiene que ver más bien en Camus con una preferencia de lo concreto sobre lo abstracto, pero no en el sentido de la apuesta por la acción de Paul Nizan, sino de convertir en materia filosófica la luz y el mar y concebir el mejor modo de expresarla: ya sea mediante un lenguaje místico cuando el absurdo se vuelve inefable, ya mediante el género híbrido que aprendió de Grenier (esa mezcla de ensayo, confesión y crónica de viajes en la que están escritos El derecho y el revés, Nupcias o El verano). Camus nunca fue un autor existencialista, entre otras cosas porque inicialmente ni siquiera Sartre y Simone de Beauvoir reconocieron esa etiqueta que parecía una especie de reclamo periodístico del que, sin embargo, no tardarían mucho en apropiarse de un modo particular: en El existencialismo es un humanismo Sartre esboza una de esas definiciones negativas e impositivas, a las que luego se mostraría tan aficionado, en la que arremete no sólo contra todo lo que no pueda considerarse existencialista, sino contra todos aquellos que no asuman los preceptos existencialistas. El ejercicio sartreano de sacarse de la manga un sistema en base a su condición personal es uno de los procedimientos retóricos más ingeniosos y eficaces, a la vez que inconsistentes, de la historia de la filosofía; por lo que no deja de llamar la atención que quien con prepotencia profesoral menospreciara la falta de solidez del pensamiento de Camus fuese tan vago, teleológico, contradictorio e impreciso a la hora de levantar la estructura del suyo.    

Se podría inferir que cada movimiento que hizo Camus después de la polémica originada por El hombre rebelde fue una respuesta encubierta a las críticas que vertió sobre él Sartre: a la de moralismo, con el juez penitente de La caída, que viene a explicar cómo su viejo amigo escondía al igual que un trilero el yo detrás del nosotros —cuando en el conflicto argelino, por ejemplo, hablaba de “nuestros” crímenes para referirse a la violencia cometida por la Francia metropolitana— no para expiar su propia culpa, sino la de hombres y mujeres inocentes que tuvieran la mala fortuna de caer indiscriminadamente bajo los efectos de una bomba en un mercado; a la de darle la espalda a la historia, contando en El primero hombre la visita a la tumba de su padre fallecido tan joven en la Gran Guerra; o a la de burgués, revelando al fin transparentemente la pobreza de sus orígenes, hablando de forma directa de su madre, del maestro gracias al que pudo seguir estudiando mediante una beca. Son contraposiciones que se vuelven más rotundas si uno indaga en los orígenes de Sartre y su papel durante la ocupación, si nos paramos a pensar que quizás en el fondo de lo que se trate es de una cuestión de carácter, de dos temperamentos antagónicos, de dos sensibilidades incompatibles que se han ido repitiendo mucho luego en los perfiles intelectuales: la actitud tan distinta entre quien, de un lado, ha llegado a la conclusión de que no hay perdones imposibles ni revoluciones necesarias, ve el origen humano de cuanto es humano o considera por supuesto que toda reflexión filosófica debe ser una indagación ética y quien, de otro, señala que el único debate moral es el que tiene que ver con los fines en una circunstancia histórica determinada, no con los medios, es decir, de quien anima a ensuciarse las manos como un acto de coraje político escribiendo que “abatir a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir al mismo tiempo un opresor y un oprimido”. Hablamos de dos formas de ser: la del que muestra una gran seguridad en sí mismo aunque sea de una manera forzada que sublime algún complejo acendrado, y la de quien duda cada vez más con el tiempo y se da cuenta de su falta de certezas. Hablamos de la diferencia de calidez que hay en el corazón de quien escribe El primer hombre y en el de quien da a la luz un libro como Las palabras; no sólo de una falta de sintonía ideológica o de método filosófico.

Porque ¿qué importa que Camus filosofara sin sistema y que Sartre y otros se lo echasen en cara? Han quedado las biografías, los hechos, las obras y sus lectores. Más que el doble rasero que mostró la izquierda en la órbita de Sartre en relación con el gulag, uno puede imaginar perfectamente a Camus sintiéndose violentado en su intimidad cuando, en medio de la tragedia personal que es como percibió el proceso descolonizador de Argelia, viese aparecer de nuevo a Sartre justificando sin ambages los atentados terroristas del FLN y llamando a los ‘pieds-noirs’, sin distinción, fascistas. Al igual que Germaine Tillion, Camus estaba apostando por una tercera vía difícil de argumentar, contraria a la independencia argelina pero por motivos muy dispares a los de la derecha patriótica que justificaba a su vez la tortura y la violencia del ejército; conocedor de lo que hablaba; tratando por todos los medios de separar los casos particulares de las geometrías puras y las categorías con las que razonaba Sartre; ofreciendo el testimonio personal de la que había sido la vida de su gente: de quienes no habían oprimido a nadie; de quienes una vez más no habían hecho la historia, sino sólo padecerla. ¿Cómo no se iba a poder hablar de moral? Y ¿en base a qué clase de cinismo o relativismo presentes se menosprecia hoy más que nunca seguir haciéndolo, como si fuera un acto de hipocresía con violines de fondo o un sermón dominical? En uno de los raros momentos en que Sartre fue a la vez brillante y justo, en la necrológica que publicó de Camus, lo adscribió a la tradición de moralistas franceses, posiblemente la mejor veta que había dado la literatura de su país, reconoció con generosidad sincera. El 22 de enero de 1956 Albert Camus compareció por última vez públicamente, en Argel, para pedir una tregua para los civiles e intentar poner freno a la espiral de violencia de la que hablaba Germaine Tillion. Por supuesto fracasó y se sumergió en un silencio que José María Ridao vuelve —al margen de algunas pequeñas arbitrariedades caprichosas como la referencia inicial al periodismo actual, las comparaciones con Azaña o Ridruejo, o la mención de las infidelidades conyugales de Camus— más elocuente si cabe.  

El vacío elocuente. Ensayos sobre Albert Camus (Galaxia Gutenberg, 2017) de José María Ridao 160 páginas | 18 €

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