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Una de judíos

Viento de primavera

Hubert Haddad

Demipage, 2011


ISBN:
978-84-9271-925-9

80 páginas

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Traducción de Purificación Meseguer

Ilya U. Topper
Creo que fue en Cádiz, en una época en la que Luis García Montero aún tenía pinta de ser un chaval de COU (¿recuerdan cuando aún existía COU?) y en una conferencia para estudiantes cuando el poeta granadino advirtió a los potenciales candidatos al oficio de escribir de que el infierno de la literatura está lleno de buenas intenciones. Luque y yo, que éramos candidatos, y por lo pronto practicábamos el arte de juntar letras intercambiándonos mensajes en papel para evitar molestos susurros, estábamos considerando las probabilidades de acabar en aquel infierno, pero nos consolamos cuando reconocíamos un rasgo esencial de nuestro carácter: no teníamos buenas intenciones.
Tengo la sospecha, sin embargo, de que Hubert Haddad sí las tiene. Al menos ésta es la sensación que a uno se le queda leyendo Viento de Primavera. Claro que es difícil, imposible, juzgar a un escritor con 24 novelas y una decena de ‘nouvelles’ en su haber por una colección de cuatro relatos cortos. No hablaré, pues, del Haddad escritor sino del Haddad autor de este libro en concreto, a la espera de terminarme Palestina, tal vez una especie de contrapunto aunque voy sospechando de que aquel también está escrito con una excelente y loable intención.
Los cuatro relatos de Viento… giran en torno al drama de los judíos durante la persecución en la II Guerra Mundial. Sí, les escucho gemir ¿habrá violines y niños, pianos y gatos? Pues sí, lamento decirlo, pianos no, pero violines, niños y gatos sí. Y el imprescindible nazi que tal vez, sólo tal vez, fuera buena gente.
Mantengamos: son cuatro relatos de correcta factura, bien narrados, con su toque justo de realismo mágico, nieblas fantasmagóricas, recuperaciones del pasado, rostros transfigurados en otros. Una factura tan correcta, tan estupendamente hilada, que ya se convierte en previsible. Pero tal vez sea imposible hacer algo que no sea previsible cuando se agarran los manidos mimbres del drama de la persecución judía en Europa Central.
Le intuyo a Hubert Haddad una doble intención (bueno): es judío, pero judío bereber, un magrebí criado en Francia. Es decir que no es suyo el universo de los judíos asquenazíes (= alemanes), que hoy domina todo el concepto del judaísmo y ha borrado de la conciencia la historia de los demás colectivos judíos. Pero entendemos la necesidad del escritor de acercarse a ello, descubrir, mediante el propio  teclado, el mito que desde 1945 domina ya para siempre todo lo que tenga que ver con este rasgo de su identidad. (Ya lo dijo el pensador israelí ortodoxo Yeshayahu Leibowitz: la religión judía ha muerto; hoy, lo que une a los judíos es el Holocausto).
No me entiendan mal: con mito no quiero decir que la persecución de los judíos durante la II Guerra Mundial no constituya una realidad, sino que, además y de forma paralela, constituye un complejo de ideas que ya tiene vida propia, desgajado de la realidad aunque similar a ella, más o menos como la vida de los ‘cowboys’ en el Far West americano, que ha sido fuente tan inagotable para cine y novelas.
Y Hubert Haddad entrega una correcta remesa de relatos del Far East europeo: están ahí todos los elementos necesarios, el otoño, la nieve, los ojos de un niño inocente. Nada que se salga fuera de los cánones del sector. Nada que rompa.
Eso sí: Haddad añade una pincelada propia (en dos de los cuatro relatos): el drama de los gitanos. No porque también fueran perseguidos, con la misma saña que los judios, sino porque hoy en Francia siguen siendo perseguidos, rechazados socialmente, expulsados. El escritor insinúa aquí un cierre de espiral, una advertencia, una llamada de atención: no se trata simplemente de recordar una desgracia histórica sino de extraer una enseñanza, quedarse con la moraleja, recordar lo humano, ayer y hoy.
Está bien hecho, repito. Es conmovedora la escena en la que el anciano judío y el crío gitano por fin tocan juntos violín y acordeón en una calle de un suburbio de París. Ay, me doy cuenta de que les acabo de contar el final. En fin: desde que el lector ve asomarse los dos instrumentos, el desenlace era, qué quieran que les diga, previsible.

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