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Una distopía muy cercana

El Cuento de la criadaJOAQUÍN BLANES | Hace un par de años, en una ciudad estadounidense en la que residíamos, compramos un mueble barato para la salita, más por necesidad que por estética. Al principio nos pareció idóneo, pero una vez colocado en el pequeño apartamento y a la luz del día, nos pareció excesivo, feo y ominoso. Recuerdo que firmamos el contrato de compraventa como quien echa pan a los patos, sin demasiado entusiasmo, así que cuando quisimos devolverlo nos detuvimos a leer las condiciones contractuales del mismo. Entonces descubrimos, no sin asombro, en letras minúsculas, ciertamente dañinas para los ojos, con la tipografía en ese estilo gótico de la Edwardian Script, las condiciones firmadas en caso de disputa. En el contrato se reflejaba la renuncia expresa a defenderse ante un juzgado, cualquier posible reclamación tenía que resolverse en un proceso de mediación o arbitraje al amparo de lo que determinaran las Sagradas Escrituras como autoridad suprema. Les parecerá un exceso de mi imaginación, les aseguro que no es así, y que no son pocos los negocios, especialmente en el sur de Estados Unidos, que se aferran a estas normas de litigio. No sé si lo sabrán, pero hace unos dos años, en abril de 2016, Tennessee aprobó una ley que proponía la Biblia como libro oficial del Estado, al final no pasó a mayores porque el gobernador, Bill Haslam, la vetó argumentando la separación existente y necesaria entre Iglesia y Estado.

Este largo proemio es para mostrarles que en ocasiones, lo que a muchos pueda parecernos distópico, igual en otra parte del mundo es habitual, se cumple como norma o rige como ley. El mundo es muy extenso y variado como para dejar de sorprendernos continuamente. El libro de Margaret Atwood que nos ocupa, El cuento de la criada, es una horrenda distopía en la que Estados Unidos se ha transformado en una república fundamentalista nombrada como su fundador: Gilead. Esta sociedad devuelve el poder absoluto al hombre y lo convierte en amo y señor, mientras que las mujeres vuelven a los espacios cerrados y controlados por el hombre, siendo señoras, criadas o sirvientas, cada una uniformada de un color: azul para las Señoras, verde mate para las Marthas, marrón para las Tías, rojo para las Criadas. En esta hipotética sociedad, cada mujer tiene una misión en la vida, una tradición impuesta por el fundamentalismo de Gilead. El punto de partida es una cita del Génesis en la que Raquel, esposa de Jacob, al ver que no puede tener hijos le dice a su esposo: “He aquí mi sierva Bilha; entra en ella y dará a luz sobre mis rodillas, y yo también tendré hijos de ella”. Este arranque, que viene a ser la primera gestación subrogada de la Historia, expone una multitud de interpretaciones morales que pueden ir desde el deseo incondicional de criar un hijo, para lo cual Raquel hace una ofrenda y un sacrificio, a la sumisión más dañina y objetual de la mujer. La República de Gilead, totalitaria, lo interpreta inequívocamente como lo segundo, cerrando cualquier otra interpretación posible y creando para sí una tradición que consiste en el acto del coito, celebrado como una ceremonia, desgajado del sentido del placer y, por supuesto, separado de todo sentimiento amoroso.

Decía Quevedo algo así como que todo en demasía es veneno, por eso mismo cualquier lectura ortodoxa y extrema de los libros sagrados puede llevar a excesos en los que la balanza entre los seres humanos se desequilibre y se dé la dualidad de cualquier estado absoluto, donde uno o manda o es mandado, o es señor o es vasallo. Adquiriendo valor en el antagonismo. Por eso mismo la novela de Margaret Atwood resulta tan actual, porque, mal que nos pese, todavía encontramos lugares en el mundo en el que se dan estos extremos.

La novela presenta un patriarcado regido por las leyes sagradas en las que las mujeres se convierten, según su condición anterior, en diferentes tipos de objetos, ya pueden ser Señoras, que tienen poder pero no dejan de ser mujeres que aceptan la obediencia al marido, Tías, que cumplen la función de enseñar en el decoro y el sometimiento, Marthas, inservibles para la procreación pero útiles para las labores del hogar, y por último, las Criadas, cuyo único fin es servir de vasija, de recipiente para el señor, como Bilha, la sirviente de Raquel, lo hace para Jacob. Es más, estas criadas están confinadas en una habitación y han sido instruidas por para ser dóciles ante el señor de la casa; de hecho, el nombre de las criadas pasa a ser un posesivo y son nombradas según el apellido del señor: Defred, Dewarren, Dered.

La novela está narrada en primera persona por una de estas criadas, llamada Defred, y cuyo nombre real, con el que era nombrada antes del alzamiento de Gilead, se transmiten las criadas en un susurro, unas a otras, como pulsión de resistencia para no olvidar su verdadera identidad y su condición humana: Alma, Janine, Dolores, Moira, June. La narración está llena de emociones dispares, pasa del entusiasmo a la desolación en un instante, y no es para menos. En ocasiones Defred se muestra llena de rebeldía, capaz de lo más osado, y en otras sufre el síndrome de Estocolmo y un pedazo de mantequilla para el cuidado de la piel que le regala el señor le parece el mejor de los tesoros, una conquista. Nada más alejado de la realidad, cada cual en la casa en la que habita se mueve por un interés u otro, el señor quiere una concubina, la señora quiere descendencia e incluso la Martha desea que en la casa haya un bebé para validar su función doméstica. En definitiva, todo gira en torno a la criada, a su falta de libertad, y al mismo tiempo es la criada la que toma la voz de esta narración dejando constancia de toda esa montaña rusa emocional pero también describiendo y descubriendo la horrenda realidad en la que vive una sociedad futura donde la Biblia rige los designios del ser humano y las leyes divinas establecen como verdadera la máxima de que la mujer salió, ni siquiera nació sino salió, de la costilla del hombre. No hace falta pensar demasiado para encontrar lugares en este mundo nuestro tan civilizado en el que todavía se dan estas condiciones para niñas o mujeres.

Existe también una serie producida por Hulu, un canal americano que todavía no ha llegado a España, y emitida aquí por HBO. La serie es sumamente fiel a la novela, salvo por las páginas finales que son como un estudio antropológico, el resto de la narración que hace Defred es ajustado a la novela de Atwood. Así que si ven primero la serie, tendrán el rostro de Elisabeth Moss cuando lean la novela y escucharán su voz, si, por el contrario, leen primero la novela, sabrán lo que pasa en la serie e igual pierden interés en la misma, aunque a finales de abril estrenan la segunda temporada y en la primera prácticamente agotaron la trama de la novela, así que ya saben…

La novela no es bonita y es muy dura, porque encoge el alma leer algo que a priori parece que en nuestra sociedad hemos dejado atrás y, sin embargo, sabemos que existe, se extiende y se hace permanente en otros lugares o en otros rincones de nuestra misma sociedad tan contemporánea. Lo asombroso de esta novela es que data de 1986, de hecho, la portada que presenta Salamandra recupera la portada original de la primera edición, que es una magnífica ilustración de Fred Marcellino. Al consultar las primeras reseñas que se hicieron en aquella época, algunos críticos la incluían en el grupo de obras distópicas y sociedades autocráticas, como Un mundo feliz de Aldous Huxley y 1984 de George Orwell, novelas que, a pesar de todo este tiempo transcurrido, siguen latiendo inquietas bajo la corteza de nuestras conciencias como las ascuas de un fuego mal apagado; y si nos volvemos laxos con la intransigencia o con la injusticia, podríamos sufrir su advenimiento, porque habremos evolucionado mucho tecnológicamente, pero como homo sapiens, más bien poquito.

El cuento de la criada (Salamandra, 2017), de Margaret Atwood | 416 páginas | 19 euros | Traducción de Elsa Mateo Blanco

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