Lumen, 2009
ISBN: 9788426416995
288 páginas
21.90 €
Traducción de Daniel Nisa Cáceres
Ningún autor cree en la crítica, a menos que
ésta sea elogiosa para él o contraria a sus colegas.
Augusto Monterroso
Para Carolink
Manolo Haro
La esfinge que vigila el pórtico que da entrada a este libro atrapa entre sus garras la siguiente cita del doctor Johnson: “me regocijo de coincidir con el lector común; pues el sentido común de los lectores, incorrupto por prejuicios literarios, después de todos lo refinamientos de la sutileza y el dogmatismo de la erudición, debe decidir en último término sobre toda pretensión a los honores poéticos”. No es casual que Virginia Woolf (Londres, 1882- Lewes, Sussex, 1941) eligiera esta cita para el breve artículo introductorio que le da nombre a este libro y que se erige como una poética precisa para el que lee –como ella misma hace – sin los condicionamientos del crítico ni la erudición del académico.
La escritora, a pesar de lo que pueda parecer a partir de su producción novelística, es, para cualquiera que se haya adentrado en, por ejemplo, su ensayo Una habitación propia, de un didactismo lleno de entusiasmo, inteligencia y perspicacia. Sus destellos de lectora nos ofrecen una visión personalísima de la tragedia griega; de la difícil viscosidad con la que ciertos personajes se pegan a las vidas de sus autores, eclipsándolos tal como hizo Robinson Crusoe con Defoe; del sonido de la risa en la oscuridad de Jane Austen; de los matices simbólicos de las Brönte; de la velocidad de los latidos del corazón de George Eliot, etc. Virginia Woolf nos lanza a las bibliotecas, a las librerías, en busca de los libros que comenta; nos apetece cerciorarnos de que todo lo que cuenta es cierto, maravillosamente cierto. Pero no todo es complacencia; también acomete contra las flaquezas creativas de señalados escritores como Thomas Hardy o la citada George Eliot.
Incitación, guía de lectura, paseo entre bastidores para ver la tramoya de los grandes autores, caja de herramientas para los aprendices de brujos, ya sean críticos, profesores de talleres literarios, novelistas, poetas o meros letra-heridos. Resulta difícil dar la medida exacta de lo que esta obra puede regalar a los que se acerquen a ella.
Remarco, por su especial interés para aquéllos que buscan respuestas certeras a preguntas incómodas, los artículos “La narrativa moderna”, “Joseph Conrad”, “Cómo le choca a un coetáneo” y “¿Cómo debería leerse un libro?”. Con ellos se podrían cimentar un edificio en cuyas plantas convivieran respetuosamente, pero siempre sabiendo en qué cordel tienden su ropa cada uno de ellos, el escritor materialista, el escritor espiritualista, el editor, los espíritus insomnes de los canonizados, el crítico y el lector común que aguarda en la puerta de la librería a que lleguen las novedades. El inquilino del bajo, siempre pendiente de cómo respira el mercado, sería el escritor materialista, ese que “escribe sobre cosas sin importancia, empleando una inmensa destreza y laboriosidad para hacer que lo trivial y transitorio parezca verdadero y perdurable”. El vecino del primer piso es el escritor espiritual, aquél que quiere revelar a toda costa los parpadeos de esa llama recóndita que transmite como una centella sus mensajes por el cerebro con gran valentía, haciendo caso omiso a lo que Nabokov llamaba “el monstruo ceñudo del falso sentido común”, el que nos pregunta si la obra se V-E-N-D-E-R-Á. El editor habita de alquiler en el entresuelo que separa el bajo y el primer piso; su responsabilidad es grande y sus opciones se dan la mano con la materia que paren sus vecinos escritores. Su elección a la hora de pedir sal a uno u a otro mediatizará, junto con lo que diga sobre ellos el vecino del penthouse, el crítico, qué leerá el joven apostado en el zaguán. La fórmula Woolf para los críticos se asienta en que han de leer las obras contemporáneas como si fueran cuadernos que el tiempo enmendará o emborronará, sin contribuir por ello a lo que Julian Gracq ha llamado “la literatura del bluff”. El paciente lector, independiente y lleno de curiosidad, a pesar de la comunidad de este edificio, es el que tiene la última palabra. Sólo le basta con algo de imaginación, inteligencia y curiosidad. Si el cosquilleo de la espina dorsal sube hasta el cerebro (Nabokov again), con eso basta.
Este arte ancilar de la crítica literaria tiene, para mí, los portaestandartes incuestionables de Cyril Connolly y Edmund Wilson. A ellos habría que sumar el nombre de Virginia Woolf. Su estilete no es complaciente, es certero, por eso nos atrapa. Sirvan las mismas palabras que le dedicó a George Eliot para agradecerle a la soberbia Virginia este volumen: “Se hundió exánime, debemos depositar sobre su tumba todo el laurel y todas las rosas que esté en nuestra mano ofrecer”. Disfruten.
La escritora, a pesar de lo que pueda parecer a partir de su producción novelística, es, para cualquiera que se haya adentrado en, por ejemplo, su ensayo Una habitación propia, de un didactismo lleno de entusiasmo, inteligencia y perspicacia. Sus destellos de lectora nos ofrecen una visión personalísima de la tragedia griega; de la difícil viscosidad con la que ciertos personajes se pegan a las vidas de sus autores, eclipsándolos tal como hizo Robinson Crusoe con Defoe; del sonido de la risa en la oscuridad de Jane Austen; de los matices simbólicos de las Brönte; de la velocidad de los latidos del corazón de George Eliot, etc. Virginia Woolf nos lanza a las bibliotecas, a las librerías, en busca de los libros que comenta; nos apetece cerciorarnos de que todo lo que cuenta es cierto, maravillosamente cierto. Pero no todo es complacencia; también acomete contra las flaquezas creativas de señalados escritores como Thomas Hardy o la citada George Eliot.
Incitación, guía de lectura, paseo entre bastidores para ver la tramoya de los grandes autores, caja de herramientas para los aprendices de brujos, ya sean críticos, profesores de talleres literarios, novelistas, poetas o meros letra-heridos. Resulta difícil dar la medida exacta de lo que esta obra puede regalar a los que se acerquen a ella.
Remarco, por su especial interés para aquéllos que buscan respuestas certeras a preguntas incómodas, los artículos “La narrativa moderna”, “Joseph Conrad”, “Cómo le choca a un coetáneo” y “¿Cómo debería leerse un libro?”. Con ellos se podrían cimentar un edificio en cuyas plantas convivieran respetuosamente, pero siempre sabiendo en qué cordel tienden su ropa cada uno de ellos, el escritor materialista, el escritor espiritualista, el editor, los espíritus insomnes de los canonizados, el crítico y el lector común que aguarda en la puerta de la librería a que lleguen las novedades. El inquilino del bajo, siempre pendiente de cómo respira el mercado, sería el escritor materialista, ese que “escribe sobre cosas sin importancia, empleando una inmensa destreza y laboriosidad para hacer que lo trivial y transitorio parezca verdadero y perdurable”. El vecino del primer piso es el escritor espiritual, aquél que quiere revelar a toda costa los parpadeos de esa llama recóndita que transmite como una centella sus mensajes por el cerebro con gran valentía, haciendo caso omiso a lo que Nabokov llamaba “el monstruo ceñudo del falso sentido común”, el que nos pregunta si la obra se V-E-N-D-E-R-Á. El editor habita de alquiler en el entresuelo que separa el bajo y el primer piso; su responsabilidad es grande y sus opciones se dan la mano con la materia que paren sus vecinos escritores. Su elección a la hora de pedir sal a uno u a otro mediatizará, junto con lo que diga sobre ellos el vecino del penthouse, el crítico, qué leerá el joven apostado en el zaguán. La fórmula Woolf para los críticos se asienta en que han de leer las obras contemporáneas como si fueran cuadernos que el tiempo enmendará o emborronará, sin contribuir por ello a lo que Julian Gracq ha llamado “la literatura del bluff”. El paciente lector, independiente y lleno de curiosidad, a pesar de la comunidad de este edificio, es el que tiene la última palabra. Sólo le basta con algo de imaginación, inteligencia y curiosidad. Si el cosquilleo de la espina dorsal sube hasta el cerebro (Nabokov again), con eso basta.
Este arte ancilar de la crítica literaria tiene, para mí, los portaestandartes incuestionables de Cyril Connolly y Edmund Wilson. A ellos habría que sumar el nombre de Virginia Woolf. Su estilete no es complaciente, es certero, por eso nos atrapa. Sirvan las mismas palabras que le dedicó a George Eliot para agradecerle a la soberbia Virginia este volumen: “Se hundió exánime, debemos depositar sobre su tumba todo el laurel y todas las rosas que esté en nuestra mano ofrecer”. Disfruten.
Qué honor. Nunca jamás me habían dedicado una crítica (que es casi tan bonito como que te dediquen un poema, que tampoco me ha pasado). ¡Viva la gran Woolf! ¡Viva Manolo Haro!
Y bonito también es glosar a una escritora «que nos lanza a las librerías, a las bibliotecas(..)».