RAFAEL ROBLAS CARIDE|Existen poetas medidos y equilibrados, técnicamente impolutos, cuyas obras reflejan horas y horas de formación teórica y que, sin embargo, carecen de emoción y pulso. Son poetas apolíneos, perfectos, con versos esculpidos en mármol, aunque carentes de respiración, ajenos por completo al misterio de la poesía. Al contrario, también conozco poetas apartados de la filología, alejados de cualquier técnica consciente, que han aprendido el oficio de la escritura a base de lecturas autodidactas y estallidos de intuición. Poetas que exprimen diariamente del pueblo el zumo de sus palabras, que se paran a desentrañar en la atardecida cada uno de los reflejos del sol, que respiran el olor de la mañana cuando la lluvia se derrama sobre la campiña. Son poetas dionisiacos cuyas obras heredan letra a letra muchos siglos de cultura popular: sus versos saben a sangre y nacen palpitando.
Antonio García Barbeito es uno de estos últimos. Ahora quiero imaginármelo aún niño, acodado frente al paisaje agrario de su Aznalcázar natal. Sus ojos inocentes van descubriendo un mundo de palabras que todavía carecen de significado. El muchacho las oye deslumbrado mientras una fina llovizna cae sobre el campo. Terca el agua empapando la yerba y tercas esas palabras despertando la conciencia del poeta. Quién pudiera regresar a aquel momento para que la inquietud del padre se rebele: “Modesta, este niño no es como los demás: hace unas preguntas muy raras”. Mas los años pasan y atrás quedan aquellos primeros tanteos poéticos y los primeros desengaños. Lejos también aquel trabajo en la sucursal bancaria y los inicios en otros menesteres mucho más atractivos –periódico, radio, televisión– hasta que, por fin, el talento supo auparse sobre el éxito y alzó su voz –¡ay, esa voz!– desde la más alta cúspide del articulismo hecho arte literario.
Hoy, después de muchas revueltas vitales, me reencuentro con aquel niño-Barbeito en este Athene noctua que La isla de Siltolá le ha publicado. Abro el libro y en sus páginas aún se vislumbra el misterio aquel de las palabras que nacen y van cobrando sentido poco a poco; que configuran un mundo propio y primario de amor y deseo; que son hijas de un hombre cuya intuición le ha hecho poeta. Athene noctua es el nombre científico del mochuelo común, el ave sagrada que siempre acompañaba a Atenea, la diosa griega de la sabiduría, las artes, las técnicas de la guerra, además de la protectora de la ciudad de Atenas y la patrona de los artesanos. Y así, como un artesano curtido por siglos de sabiduría popular, el autor ha ido edificando este cancionero que, en dos partes, se levanta como una ofrenda de amor a su amada, su Athene particular: la primera en sonetos, la segunda en verso blanco o asonantado ligeramente. Todo él en arte mayor, exceptuando un breve romance en octosílabos y una tirada blanca de heptasílabos que subrayan la afirmación que, en alguna ocasión, ya adelanté: al mejor García Barbeito no hay que buscarlo en la prosa, sino en su verso. Ahora quiero dejarlo por escrito y ejemplificarlo, porque ¿habrá manera más hermosa de describir el nacimiento del amor que en este prosaico cuarteto con que arranca el primer soneto del poemario?
Otra vez los suspiros y las prisas,
el timbre del teléfono, la hora,
que no es la del reloj y suena ahora
soliviantando un sueño de camisas.
Y, basándose en la barroca columna dórica de la metáfora –el juego visual es consubstancial en la lírica de Barbeito– aquel antiguo muchacho de Aznalcázar va recorriendo las diferentes etapas de su maduro amor, permitiendo adentrarse al lector en la alcoba de su hogar, dejándole que se instale en su alma como un fiel testigo de la dicha. Así, la incertidumbre del comienzo (“La llamé. Contestó. Era y estaba. / Y se me fue acercando en los espejos / de la casa…”); los primeros encuentros en los que el poeta convierte a la amada en habitante de un paraíso terrenal identificado con su tierra nativa (“Casi lloro / al mirarte conmigo aquí, Minerva, / al verte hecha paisaje en mi paisaje, / y en ese tren que pasa…”; las terribles ausencias (“Porque un día sin ti me sabe a un año…”); el desacuerdo y la partida en la “noche de estrellas ciegas en que no te / tengo conmigo”, envés de una inevitable reconciliación (“Esta noche ningún viento se queja”); o el encuentro en plenitud, elegantemente camuflado el acto sexual, en este soneto de exquisito final que reproduzco íntegro como impecable resumen de esta primera parte:
Mira los campos, posa tu recreo
en cuanto ves. Y detenidamente,
fíjate cómo nace, de repente,
esa luz que te digo que yo veo
al asomarme aquí, donde poseo
el oro inmaculado del poniente
y el sonido del agua de la fuente,
junto al olor sin grito del poleo.
Ven, Minerva. No temas si Neptuno
clava el tridente. No hay caballo alguno
que empeñado en relinchos agresivos
le gane el pulso a tu sabiduría.
Escucha: no es el viento, amada mía.
Es que te están hablando los olivos.
La segunda parte del poemario la abre un romance heroico en el que el autor aparentemente abandona el tono amoroso –la lechuza tempranera vigila desde el acebuche– y va describiendo el paisaje de la vega del Guadiamar que se abre en abanico delante de su mirada. En clave autobiográfica, un hombre “pensativo, cabizbajo” –Machado como telón de fondo– dialoga con el poeta y le anuncia que siempre se le encontrará allí, hasta en el preciso momento en el que “el sol se apague / al meterse desnudo en la laguna”, bonito testamento que inaugura una serie donde la cotidianeidad de la relación amorosa persiste y se afianza: la declaración a la amada construida en torno a una de las más acertadas imágenes del Pregón de Semana Santa pronunciado en el Teatro Maestranza en 2010 (“Yo he visto a Dios tocando el arpa de la lluvia”); la carta de amor escrita sobre “el pliego de papel oloroso / de aceites presentidos en el aire que pasa / por octubre”; el amanecer del día, desenrollándose en paralelo al despertar de la nueva vida que trae en sus manos la amante, “[…] Para que todo sea / tu nombre amaneciendo”; el anochecer, en esa hermosa comparación que transubstancia casi litúrgicamente las sombras oscuras en el mismo cuerpo de la mujer deseada, “rozándose por mí, una y cien veces, / como queriendo ser carne en mi carne, / y sangre por mi sangre”; o, finalmente, los nerudianos versos postreros en los que el escritor prolonga la escritura de su mejor poema en la existencia de su amor (“Poeta, mi poeta, mi niña enamorada, / que ha convertido el tiempo en versos silenciosos, / los versos más hermosos que jamás he leído”).
No obstante, dentro de esta serie destaca una composición que, nacida de la anécdota trivial, trasciende el momento concreto de la acción y logra transformar dicho instante en sólido recuerdo, en literatura no perecedera. El poeta observa desde su rincón a la amada que, ajena al trance creador, se esfuerza en adecentar el maltrecho calzado. Sus manos laboran con el cepillo y el betún, mientras surge la magia en el romance:
Limpia mis zapatos como
si fueran mis pies, mi carne.
Pasa suave el cepillo
en ese dale que dale
del mimo que de sus manos
enamoradas y amantes,
cuando tocan algo mío,
sin darse cuenta, le sale.
Betún, paño para el brillo,
un repaso, los detalles…
Ha dejado mis zapatos
para una función de baile,
para que todos los ojos
al verme pasar reparen
y el suelo sea una atracción
pidiendo sitio en la calle…
Limpia mis zapatos como
si me amara en esos pares.
Por eso después mis pasos
la siguen a todas partes…
Cierro el libro y me afianzo en la teoría inicial: existen poetas perfectos y académicos que me dejan frío. Sin embargo, prefiero las aristas de la emoción que llega, hiere y se va. Por eso, dichosa sea aquella lluvia de las primeras palabras que, cayendo sobre el niño, ha terminado germinando en excelentes versos de raigambre popular, puros, vivos y siempre palpitantes, y que, en muchos momentos –me reafirmo–, superan a su consagrada prosa. Enhorabuena, pues, para el chiquillo de Modesta –el que tantas preguntas raras hacía–, que, con el tiempo y de manera autodidacta, ha sido capaz de domesticar el lenguaje para conmover y emocionarnos con su particular historia de amor en este Athene noctua. Por tu culpa, Antonio, el salón de mi casa huele hoy a la yerba fresca y al sol limpio de la vega del Guadiamar.
Athene noctua (La Isla de Siltolá, 2022) | Antonio García Barbeito | 60 páginas |12 euros