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Una novela de pícaros mexicanos

No voy a pedirle a nadie que me creaJOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | Dice la ficha biográfica de la editorial Anagrama que Juan Pablo Villalobos nació en Guadalajara, en el estado de Jalisco, como Rulfo, en 1973 y que ha investigado temas tan dispares como la ergonomía de los retretes, los efectos secundarios de los fármacos contra la disfunción eréctil o la excentricidad en la literatura latinoamericana de la primera mitad del siglo XX. Ninguno le ha interesado de momento a esa editorial, que sí ha publicado en cambio la totalidad de su obra narrativa, traducida a más de una docena de idiomas: Fiesta en la madriguera (2010); Si viviéramos en un lugar normal (2012); Te vendo un perro (2014) y esta No voy a pedirle a nadie que me crea, ganadora de la trigésimo cuarta edición del Premio Herralde de Novela hace un año casi, convirtiéndose en el sexto mexicano en obtener el importantísimo galardón junto a nombres como los de Villoro, Álvaro Enrigue o Guadalupe Nettel.

La novela premiada narra la accidentada aventura de un personaje homónimo al autor que pone en riesgo su vida, la de su novia Valentina y la de su familia, por inmiscuirse accidentalmente con una organización criminal. Estamos en el año 2004 y Juan Pablo Villalobos va a viajar a Barcelona, donde transcurre casi todo el relato, para realizar un posgrado en Literatura en la Autónoma. Poco antes, su primo, un personaje con inclinaciones por los altos y turbios negocios, que él llama “proyectos”, lo conecta con el Licenciado y su red criminal, quienes lo obligan a meterse, sin quererlo, en misteriosas actividades ilícitas que tanto el personaje como el lector no acaban de conocer con claridad.

El libro, que se lee con gusto, me ha recordado aquel otro extraordinario de relatos de Jorge Ibargüengoitia, La ley de Herodes, en donde el protagonista también se llamaba como el autor y relataba sus desavenencias con un contagioso ánimo de exorcismo. De las frustraciones sentimentales a las crisis económicas, las narraciones de La ley de Herodes parecían más bien un ajuste de cuentas con la realidad. Lo mismo ocurre en esta novela de Villalobos. El hecho de que el narrador lleve también su nombre puede llevarnos a querer leerla en clave autobiográfica –el autor vive en Barcelona y tiene dos hijos catalanes- o a querer saber cuánto de su propia biografía hay en la novela. Sin embargo, lo importante no es el morbo innecesario que ello suscita sino probar hasta dónde podemos como lectores creernos, no la vida de Villalobos, sino lo que sucede en el libro. Es únicamente en ese desafío –del que el escritor mexicano sale más que airoso– en el que Villalobos nos pide, de una manera irónica, que le creamos.

Que el doctorado que el alter ego del escritor mexicano viene a hacer en Barcelona sea “sobre los límites del humor en la literatura latinoamericana del siglo XX” es otra de las parodias con que está sembrada la novela. No se trata de un humor que mueva a la carcajada, a la risa fácil, como defensa de las cosas horribles que acontecen en la sociedad mexicana, llena de venganzas, asesinatos, secuestros, extorsiones, sino más bien un barómetro no solo de esa clase de sociedad de la que el protagonista procede sino también de la ciudad en la que vive. Y un instrumento también para medir la inteligencia de la gente.

Porque en esta novela se conjugan dos mundos, el de México y el de Cataluña. Tan bien ensamblados que no es fácil determinar si se trata de una novela mexicana que se desarrolla en Barcelona o si es una novela barcelonesa muy mexicana. La ciudad condal ocupa un espacio muy importante en la obra. En torno a su geografía, a sus plazas y a sus calles, salen a relucir los consabidos tópicos de los catalanes: desde su exacerbado amor por el Barça y la tacañería, hasta la imposibilidad de poder hacer buenas migas con cualquiera de sus nativos: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que te hagas amigo de un catalán”. También alude Villalobos a la cultura del pelotazo –el 3%–, a los inmigrantes del Raval o a los primeros movimientos okupa y antisistema que proliferan en aquellos años por la ciudad.

En ese retrato poliédrico de la sociedad barcelonesa no falta nadie. Una variopinta fauna de personajes, grotescos, pero entrañables, a los que como Valle, Villalobos toma de su mano y los pasea por el callejón del Gato: el primo Lorenzo; la madre de Juan Pablo; los mafiosos, el Chino y El Chucky; el pakistaní gay; el temible Licenciado; Valentina, la novia semi-indigente y despechada; dos chicas catalanas, ambas llamadas Laia; un okupa italiano sospechoso; un casero argentino impertinente del protagonista y su hija pequeña que copia citas de Pizarnik y un perro que habla. Hay de todo. Un muestrario digno de la mejor comedia de enredo del Siglo de Oro, pero llevada a los límites de una tragicomedia.

Y sin salir de nuestra tradición, una novela picaresca de nuestro tiempo. Con un protagonista que es un antihéroe, dedicado a las letras, antípoda al verdadero hombre de éxito, que sirve a un amo mafioso y donde el humor, la falsa autobiografía, el determinismo, el fuerte cuestionamiento de las instituciones o el móvil del dinero, completan el cuadro característico de aquel género que inauguró con éxito El Lazarillo de Tormes.

En ese sentido, Villalobos se lleva parte de sí mismo al Juan Pablo protagonista de la novela. De ahí que la literatura esté presente en la misma desde el principio. En la mención y en la lectura de otros escritores –hay muchos guiños a Bolaño– y también a la hora de intercalar en la trama numerosas reflexiones metaliterarias o intromisiones de la no ficción que nos dejan un sabor de boca transgresor y macarra: como los cameos de Fernando Valls o de Sergio Pitol en la historia.

No voy a pedirle a nadie que me crea es la muletilla que va soltando cada uno de los personajes: Juan Pablo, el personaje principal, su novia Valentina, la madre de Juan Pablo, su primo y, por último, la perra en catalán. Cuatro voces narrativas que utilizan géneros diversos: la narración, el diario, las cartas, el correo. Detrás de ellos, más que una búsqueda de nuevas formas de ficción, hay una necesidad de que cada personaje encuentre su propio modo de expresión. Una expresión que en lo que se refiere al lenguaje se convierte en una de las mayores virtudes de la novela. La riqueza de registros lingüísticos que Villalobos usa para hacer hablar a sus personajes, ya sean argentinos, españoles o mexicanos, cada uno su propio castellano reproducido con fidelidad y buen oído, dota a la historia de una agilidad expresiva sorprendente.

El personaje de Alan Alda de la película dirigida por Woody Allen, Delitos y faltas, decía que la comedia es igual a tragedia más tiempo. Si le dedican el tiempo razonable, no muy extenso, a este libro lograrán no solo corroborar la cita sino también disfrutarán de una novela inquietante, que se lee de un tirón con sumo placer e interés.

No voy a pedirle a nadie que me crea (Anagrama, 2016), de Juan Pablo Villalobos | 280 páginas | 18,90 euros

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